En lugar de su colaboración habitual, en que responde a consultas sobre temas espirituales, Mons. José Luis Villac tuvo a bien, en esta ocasión, obsequiarnos el siguiente artículo.
Monseñor José Luis Villac
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CUANDO ME SENTÍ llamado por Dios al ministerio sacerdotal, encontré en el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira un estímulo inquebrantable para perseverar en ese sublime ideal. Ya lo seguía de cerca, impresionado y quizás cautivado, admirando desde entonces su espíritu católico, observando que todas las fibras de su alma estaban vueltas hacia Dios.
Lo vi por primera vez a comienzos de los años 40. Yo tenía unos once años de edad. Discursaba él en una kermesse sobre una improvisada tribuna, en el patio de la incipiente iglesia de los padres dominicos, en el barrio de las Perdizes, en São Paulo. Ya cautivaba por su elocuencia fulgurante y convincente, nada quijotesca. ¡Su palabra arrastraba! Eran la convicción y la seguridad que la autorizaban. Característica fue su acendrada admiración por san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, defensor intrépido del Papado y autor de los famosos Ejercicios Espirituales; y también por otro destacado varón, san Luis María Grignion de Montfort, el mariólogo de los mariólogos, autor del Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, que fue su libro de cabecera.
Pasados algunos años, ya adolescente, lo seguí de cerca en la congregación mariana del Colegio San Luis, hasta que, sintiéndome llamado, me decidí por el sacerdocio, contando con su esclarecido apoyo. Providencialmente, en esa ocasión colocó en mis manos el Tratado de la Verdadera Devoción.
Me honró, apadrinando mi ordenación sacerdotal en 1957, y desde entonces lo tomé como polo de referencia en lo tocante a mi deseo de la más estricta fidelidad a la Iglesia y especialmente al Papado. El Dr. Plinio era el hombre de las irrefutables certezas. Le oí decir, en 1965, que consideraba la infalibilidad de la Cátedra de Pedro la mayor maravilla del universo, naturalmente sin anteponerla al Verbo Encarnado y a su Madre Santísima. Tal era su deslumbrante amor por la verdad. Era el hombre de la lógica, de la certeza y de la radicalidad. Parece haber asimilado ya en la leche materna el espíritu católico, del cual resultó su coherencia aristotélico-tomista.
Siempre vi en el Dr. Plinio al defensor acérrimo de la coherencia. Y por ser tomísticamente lógico, su honestidad intelectual —a propósito intachable–– lo llevó siempre a reconocer y a proclamar la supremacía de las verdades de la fe sobre los dictámenes de la razón y de las ciencias humanas, cuyas conclusiones, debidamente comprobadas, no pueden estar en contradicción con aquellas.
Como santo Tomás, tenía siempre presente la soberanía absolutamente infinita de Dios sobre todas las cosas. Esa convicción calzaba con su modo de ver al hombre, la sociedad y la vida. Concluía entonces, llevado por la lógica, en la necesidad ineludible de que el hombre, la familia, así como la sociedad con todos sus cuerpos intermedios, debieran imperiosamente prestar como tales su culto a Dios, por ser su Creador; y de la manera deseada y dispuesta por Él, o sea, a través de Jesucristo en su Reino visible en la tierra: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De ahí deducía la indeclinable necesidad de que el Estado —creatura de Dios— esté armoniosamente unido a la Iglesia en una “feliz concordia”, como le gustaba decir, citando las palabras de León XIII en la encíclica Immortale Dei: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados…”.
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Elegido diputado federal en 1934, el más votado en el Brasil a los 24 años, no violó sus convicciones católicas para favorecer intereses contrarios a su coherencia tomista y a la doctrina de la Iglesia. Hidalgo y generoso en el relacionamiento y en el trato, fue hombre de acción y de lucha acérrima contra el espíritu subjetivista, igualitario y agnóstico de nuestro tiempo. Siempre buscando actuar en la opinión pública, lideró en los años 30 y 40 el Movimiento Católico, llegando a ser nombrado presidente de la Junta Arquidiocesana de la Acción Católica; fue insigne militante en las filas de las Congregaciones Marianas, con repercusiones en todo el Brasil; sobre todo como director del semanario O Legionário, órgano oficioso de la arquidiócesis de São Paulo, donde comentaba los principales acontecimientos de la semana, además de redactar artículos de fondo, a la luz de los altos intereses de la civilización cristiana. ¡Su pluma fue especialmente fulgurante en el análisis y denuncia de las embusteras marchas y contramarchas de Hitler y Musolini, en las décadas del 30 y 40, manifestando así su coherencia y su “sentire cum Ecclesia”!
En 1951 promovió el lanzamiento de la revista Catolicismo que, ininterrumpidamente hasta hoy, viene informando y analizando a la luz de la doctrina católica los temas y acontecimientos palpitantes de la actualidad.
Su más relevante obra, la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad, fundada por él en 1960, se expandió como sociedades autónomas a los cinco continentes, difundiendo el pensamiento católico y combatiendo denodadamente, sans peur et sans reproche, a los enemigos de la civilización cristiana.
Se mereció el título de Cruzado del Siglo XX, como lo califica el escritor y profesor Roberto de Mattei, catedrático de Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en una obra de amplia difusión. ¡Me atrevo a calificarlo como Cruzado del Siglo XXI y de los siglos futuros!
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Su concepción aristocrático-monárquica del Estado ––sin desconsiderar la democracia como forma legítima de gobierno–– afirmada en santo Tomás, y que se refleja en el gobierno aristocrático-monárquico de la Iglesia por institución divina, lo llevó con su mirada de lince y profética a discernir y execrar las falacias y crímenes de las utopías totalitarias nazi-fascistas, y más aún los horrores del comunismo marxista-leninista, hermano mayor de aquellas utopías.
Como católico militante y verdadero cruzado, Plinio Corrêa de Oliveira consagró las últimas décadas de su vida al combate a esa hidra roja y a todas sus vertientes, guiándose siempre por la Cátedra de Pedro. Como hombre de fe, se amparaba también en las revelaciones y profecías de Nuestra Señora de Fátima, en 1917. No temo exagerar al decir que, en esta materia, haya sido el más coherente y profundo propulsor de aquel Mensaje celestial del siglo XX.
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Son varias las obras de Plinio Corrêa de Oliveira traducidas y publicadas en el mundo entero, e innumerables las conferencias y los artículos en la prensa escrita, en los cuales, haciendo eco al gran beato Pío IX, desenmascaró las maniobras y falacias del “mundo moderno”, en todo cuanto se opone a las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo.
¡Coherente en la imitación de Cristo, fue como el Maestro señal de contradicción! Pagó por eso el precio de la incomprensión y de las persecuciones, casi todos los días de su vida. Pero la práctica inigualable de la virtud de la confianza y del Secreto de María eran el apoyo y el bálsamo de su vida.
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Me cupo el privilegio de acompañarlo junto al lecho de su última enfermedad, administrándole casi diariamente la sagrada comunión, y de coger su último suspiro al ungirlo con el sacramento de la Unción de los Enfermos, cuando presencié el consummatum est de un varón verdaderamente “totus catholicus et apostolicus plene romanus”.
Su palabra sapiencial y sonora enmudeció, pero sus incontables escritos continúan iluminando a los discípulos de la verdad católica y de la coherencia aristótelico-tomista.
Al terminar estas líneas, no puedo eludirme al deber de agradecer ex corde a mis amigos y hermanos de ideal católico, la oportunidad que me brindan de externar públicamente, en La Palabra del Sacerdote, mi admiración y reconocimiento imperecedero a Plinio Corrêa de Oliveira.
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