domingo, 3 de junio de 2018

«TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR»






«TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR» (III)
por Ignace-Étienne Motte, ofm

BAJO EL SIGNO DEL TENER Y DEL PODER

Este «espíritu de la carne» está colocado bajo el signo de la exterioridad: se alimenta de tener y parecer. ¿No es esto lo que vivió Francisco en el mundo, antes de su conversión, entregado por entero a triunfar y atraer todas las miradas hacia él? Y este espíritu reaparece continuamente de mil maneras sutiles, encontrando su pasto incluso en los ámbitos más sublimes:

«Todos mis hermanos procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Guardémonos, pues, de toda soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa"» (1 R 17,6.9-13).


Es un espíritu de apropiación, que trata de adueñarse de todo, de hacer que todo gire en torno a uno mismo, de considerarse propietario de las cosas, las personas y uno mismo.

Según Francisco, la esencia de todo pecado consiste precisamente en apropiarnos de algo que no nos pertenece. Nos lo explica gráficamente comentando a su modo el famoso «árbol de la ciencia del bien y del mal» del Génesis:

«Dijo el Señor a Adán: "De todo árbol puedes comer, pero no comas del árbol del bien y del mal". Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él, y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso es preciso que cargue con el castigo» (Adm 2).

Como puede verse, lo que provoca la metamorfosis es la apropiación del bien realizado por Dios: cuando uno lo coge indebidamente, el fruto bueno se convierte en fruto del mal.

Con una perspicacia espiritual muy penetrante y que nos desenmascara muchas veces, Francisco denuncia en las Admoniciones mil sutiles formas de apropiación: la propia voluntad (Adm 2 y 3), la prelacía (Adm 4), la sabiduría, la ciencia, la belleza, la riqueza (Adm 5), los ejemplos de los santos (Adm 6), la Sagrada Escritura (Adm 7), el bien que hacen los demás (Adm 8), el pecado ajeno (Adm 11), el bien que Dios hace en nosotros (Adm 12 y 17), etc.

En nuestras relaciones con los demás, esta actitud de apropiación se convierte con toda naturalidad en espíritu de dominio. Colocarse por encima de los otros; ponerlos al servicio de uno; despreciarlos; condenarlos; aplastarlos física o moralmente... Tales son los comportamientos que la lógica terrena inspira y de los que es imprescindible desembarazarse si uno quiere comprometerse a seguir al Señor:

«Igualmente, ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, "los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos"; no será así entre los hermanos; y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor. Y ningún hermano haga mal o hable mal a otro; sino, más bien, por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,9-15).

RECREADOS POR EL ESPÍRITU

A la «sabiduría de este mundo» y a la «prudencia de la carne» se opone el «Espíritu del Señor».

«El Espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura, y simple, y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». (1 R 17,14-16).

Se produce un cambio total: el hombre se desprende de sí mismo; abandona sus puntos de apoyo, sus objetivos egoístas, su voluntad de poder. Abandona su presa. Se sitúa, como un mendigo, en el umbral de un mundo nuevo; abre las manos y el corazón para dejarse invadir y moldear por la dulzura de un Dios que es amor, misericordia, participación.

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