domingo, 24 de junio de 2018

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS - CRISTO CONSAGRÓ EN SU MESA EL MISTERIO DE LA PAZ Y DE NUESTRA UNIDAD






LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS
De la Carta de Benedicto XVI con motivo
del 50º aniversario de la Enc. "Haurietis aquas" (15-V-2006)

El misterio del amor que Dios nos tiene no sólo constituye el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. El significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino también, y sobre todo, a la experiencia personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio. Obviamente, experiencia y conocimiento no pueden separarse: están íntimamente relacionados. Por lo demás, conviene destacar que un auténtico conocimiento del amor de Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en el costado traspasado por la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada puesta en el costado traspasado del Señor, del que brotan «sangre y agua», nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de allí proceden y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.


La fe, entendida como fruto de la experiencia del amor de Dios, es una gracia, un don de Dios. Pero el hombre sólo podrá experimentar la fe como una gracia en la medida en la que la acepta dentro de sí como un don, del que trata de vivir. El culto del amor de Dios debe ayudarnos a recordar incesantemente que él cargó con este sufrimiento voluntariamente «por nosotros», «por mí». Cuando practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por él.

Dios, que ha derramado su amor «en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado», nos invita incesantemente a acoger su amor. Quien acepta el amor de Dios interiormente queda modelado por él. El hombre vive la experiencia del amor de Dios como una «llamada» a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor, que «tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las necesidades de los demás. La contemplación, en la adoración, del costado traspasado por la lanza nos hace sensibles a la voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de abandonarnos a su amor salvífico y misericordioso, y al mismo tiempo nos fortalece en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos.

Los dones recibidos del costado abierto, del que brotaron «sangre y agua», hacen que nuestra vida se convierta también para los demás en fuente de la que brotan «ríos de agua viva». La experiencia del amor vivida mediante el culto del costado traspasado del Redentor nos protege del peligro de encerrarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los demás. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16).

Sin embargo, esta disponibilidad a la voluntad de Dios debe renovarse en todo momento: El amor nunca se da por «concluido» y completado. Así pues, la contemplación del «costado traspasado por la lanza», en el que resplandece la ilimitada voluntad salvífica por parte de Dios, no puede considerarse como una forma pasajera de culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el símbolo del «corazón traspasado» su expresión histórico-devocional, sigue siendo imprescindible para una relación viva con Dios.

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CRISTO CONSAGRÓ EN SU MESA
EL MISTERIO DE LA PAZ Y DE NUESTRA UNIDAD
Del Sermón 272 de san Agustín

Esto que veis sobre el altar de Dios es un pan y un cáliz: de ello dan testimonio vuestros mismos ojos; en cambio, vuestra fe os enseña a ver en el pan el cuerpo de Cristo, y en el cáliz la sangre de Cristo.

Os lo he dicho en breves palabras, y quizá a la fe le sea suficiente; pero la fe desea ser instruida. Podríais ahora replicarme: Nos has mandado que creamos, explícanoslo para que lo entendamos. Puede, en efecto, aflorar este pensamiento en la mente de cualquiera: Sabemos de quién tomó la carne nuestro Señor Jesucristo: de la Virgen María. De niño fue amamantado, alimentado, creció, llegó a la edad juvenil, fue muerto en el madero, fue bajado de la cruz, fue sepultado, resucitó al tercer día y, el día que quiso, subió al cielo llevándose allí su propio cuerpo; de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos, allí está ahora sentado a la derecha del Padre: ¿cómo el pan puede ser su cuerpo? Y el cáliz, o lo que el cáliz contiene, ¿cómo puede ser su sangre?

Estas cosas, hermanos, se llaman sacramentos, porque una cosa es lo que se ve y otra lo que se sobreentiende. Lo que se ve tiene un aspecto corporal, lo que se sobreentiende posee un fruto espiritual. Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol dirigiéndose a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.

Por tanto, si vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, sobre la mesa del Señor está colocado vuestro misterio: recibís vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén, y al responder lo suscribís. En efecto, se te dice: El cuerpo de Cristo, y respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo y tu Amén será verdadero.

¿Y por qué, pues, en el pan? Para no aportar aquí nada de nuestra cosecha, escuchemos al mismo Apóstol, quien hablando de este sacramento dice: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo. Comprended y alegraos: unidad, verdad, piedad, caridad. El pan es uno: ¿quién es este único pan? Siendo muchos, formamos un solo cuerpo. Tened en cuenta que el pan no se hace de un solo grano, sino de muchos. Sed lo que veis y recibid lo que sois. Esto es lo que dijo el Apóstol hablando del pan. Qué es lo que hemos de entender por el cáliz nos lo insinúa claramente, aunque sin decirlo. Así como para obtener la especie visible del pan ha habido que fusionar muchos granos en una sola realidad, para que se verifique lo que la Escritura santa dice de los fieles: Todos pensaban y sentían lo mismo, lo mismo sucede con el vino. Recordad, hermanos, cómo se elabora el vino. Son muchos los granos que componen el racimo, pero el zumo de los granos se confunde en una realidad.

Así también, Cristo, el Señor, nos selló a nosotros, quiso que le perteneciéramos, consagró en su mesa el misterio de la paz y de nuestra unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no mantiene el vínculo de la paz, no recibe el misterio en favor suyo, sino como testimonio contra él.

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