lunes, 23 de abril de 2018

¿DIOS SE OLVIDA? - SALMO 13 .

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Camino de Emaús

Jesús en el huerto de Getsemaní (Gustave Doré)

   
ANTONIO PAVÍA 

EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 13
Un hombre justo que cultiva una piedad filial con Dios, se ve asaltado por la tentación de que ha sido abandonado, que el mismo Dios se ha desentendido de él, y como que no le importan los sufrimientos y las pruebas por las que está pasando. Por eso, desde lo más profundo de su corazón, lanza un grito de auxilio y también de queja ante el aparente silencio de Dios. Oigamos sus palabras: «¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendrá que sufrir mi alma?».

Israel conoce estas zozobras e inquietudes, y a veces duda seriamente de que sean verdaderas las promesas que Dios ha pronunciado sobre él, hasta el punto de preguntarse con frecuencia a sí mismo: ¿Está o no Dios con nosotros?

El profeta Isaías nos ofrece un texto bellísimo en el que Dios responde a este Israel temeroso y dubitativo: «Dice Israel: Yavé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho sin compadecerse del hijo de sus entrañas?, pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49,14-15). El mismo profeta, ante este Israel que piensa que ya no es digno del perdón de Dios, levanta la esperanza de este pueblo con estas palabras tan alentadoras: «Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yavé tu Redentor» (Is 54,7-8).


Los profetas son enviados por Dios para anunciar al pueblo de Israel que no siga dudando, que aleje el temor de sus corazones, que no se dejen invadir por la desconfianza; porque las promesas de Dios son inalterables y Él sí está con su pueblo. Estas palabras esperanzadoras de los profetas tienen su cumplimiento en Jesucristo: Él es el Emmanuel, el Dios con nosotros. En Él, Dios está con el hombre, por siempre y para siempre, en toda prueba, tentación o caída.

Jesucristo, Hombre-Dios y Dios-Hombre, asume en sí mismo toda tentación y prueba que sufrió el pueblo de Israel. Él lleva en su carne y en su alma el aparente «olvido y abandono» de Dios. Viendo esta situación de precariedad y con los ojos fijos en su Padre, hace brillar, y como don para todo hombre, la fe.

Si hemos oído gritar al salmista: «¿Hasta cuándo tendrá que sufrir mi alma?», vemos también a Jesús turbado en lo más profundo de su espíritu, en este combate de la fe del que salió victorioso y cuya victoria es nuestra. Veamos el «cuerpo a cuerpo» que mantuvieron Jesús y Satanás en el Huerto de los Olivos: «Van a una propiedad cuyo nombre es Getsemaní, y dice a sus discípulos: “Sentaos aquí, mientras yo hago oración”. Y le dice a Pedro, Santiago y Juan: “Mi alma está triste hasta el punto de morir”; y, cayendo en tierra, suplicaba que, a ser posible, pasara de Él aquella hora. Y decía: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú”» (Mc 14,32-36).

Jesucristo entra en una confrontación dramática, donde el ama sufre agónicamente hasta la desesperación. Es tan terrible la postración y el abatimiento, que cualquier hombre duda absolutamente de todo y, por supuesto, de ese Dios que dicen que es Amor. Jesucristo hace patente la victoria en este combate contra el tentador que angustia su alma, con las palabras que hemos citado antes: «No se haga lo que yo quiera sino lo que quieres tú». Levanta su victoria y la ofrece. En Él se cumplen estas maravillosas palabras de los salmos: “Cuando me parece que voy a tropezar, tu amor me sostiene, Señor; cuando se multiplican mis preocupaciones, me alegran tus consuelos» (Sal 94,18-19).

Jesucristo sale fortalecido y victorioso de este choque brutal. En él, el Hijo ha amado al Padre más que a sí mismo, sobre todas las cosas y por encima de su misma vida; y el Padre ha amado al Hijo y ha sido fiel a su Palabra consolándole en lo más profundo de su postración agónica. Vayamos al encuentro del evangelio de san Lucas. En el mismo texto del Huerto de los Olivos, nos transmite que «se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba» (Lc 22,43).

Y esta es la garantía de la victoria en nuestro combate: que Jesucristo se apoya en la Palabra que su Padre le ha dado; que poderosa es esta Palabra para devolverle la vida; que su Padre le ha prometido la glorificación, tal y como escuchamos en san Juan. «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre. Vino entonces una voz del cielo: le he glorificado y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,27-28).

Esta glorificación-victoria de Jesucristo responde a la súplica angustiosa del salmista. «Que no diga de mí mi enemigo: ¡le he vencido!». Evidentemente, Dios «no se olvidó» de su Hijo; y en Él, Dios, Padre y Madre, no se olvida de ninguno de nosotros.

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