miércoles, 22 de marzo de 2017

Las dos ciudades de San Agustín tienen dos cabezas.


La Ciudad de Dios que tiene como fin a Dios mismo y la ciudad terrena que tiene como fin el mundo, no están acéfalas sino que tienen respectivamente su cabeza. Análogamente al modo como la cabeza de un cuerpo gobierna a todos sus miembros desde dentro, Cristo es cabeza de la Iglesia y ordena a sus miembros a Sí mismo. Pero análogamente a como un general dirige a un ejército hacia un fin, el demonio es cabeza de los que rechazan a Dios. En efecto, aunque el demonio no puede establecer un dominio interior sobre los malos, los gobierna exteriormente y los tiene sujetos a sí mismo.[1]
El motivo de esto radica en que el amor desordenado a sí mismo conlleva la aversión a Dios y a admitir como cabeza al demonio, cuyo fin es la aversión a Dios. De hecho, ese es el motivo por el que el demonio pecó desde el inicio e indujo al hombre a pecar. El demonio que se amó más a sí mismo que a Dios, desde el inicio indujo al hombre al amor desordenado de sí mismo que al mismo tiempo implicó la aversión a Dios. Cuando el hombre se ama así mismo considerándose como fin, rompe sus ataduras a Dios y se coloca bajo la potestad del demonio (Jer. 2,20). Es así como Satanás se constituye en cabeza de los perversos, a los que gobierna exteriormente, aun cuando no pueda dirigir su intelecto desde dentro. Lo que hace Satanás es inducir al hombre sugiriéndole el mal. Y, como lo mencionamos anteriormente, como todo mal moral o pecado conlleva la aversión a Dios, se concluye que el demonio queda como cabeza de los que cambian el amor a Dios por el amor desordenado de sí mismos. La ciudad del mundo se constituye en el amor de sí que coloca al demonio como su cabeza.[2]

En suma, Satanás es el caudillo de la ciudad perversa y Cristo es el Rey de la ciudad de Dios desde la creación del mundo.[3] Cristo es el Fundador que legisla la ciudad de Dios por medio de la ley del amor de caridad, que desde la eternidad piensa y promulga en el tiempo.[4] De modo que hay dos ciudades y por tanto dos reyes y dos pueblos. Dios es nuestro Padre y la Iglesia nuestra madre en virtud del amor. Pero Satanás es nuestro padre y Babilonia nuestra madre según el siglo. Y entre estas dos ciudades, dos reyes y dos pueblos existe un antagonismo hasta el fin del mundo.


[1] Cfr. Aquino, Tomás de. S.Th., III, q.8, a.7.
[2] Cfr. San Agustín. De Civ. Dei, 18,41,2 col.601.
[3] Cfr. San Agustín. In Psal. 36, 3,4, t.36, col.385.
[4] Cfr. San Agustín. Epist. 138,17, t.33, col. 533.

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