En aquel tiempo, Jesús, tomando la palabra, decía mientras enseñaba en el Templo: «¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies’. El mismo David le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?». La muchedumbre le oía con agrado.
«El mismo David le llama Señor»
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat
(Montserrat, Barcelona, España)
Hoy, el judaísmo aún sabe que el Mesías ha de ser “hijo de David” y debe inaugurar una nueva era del reinado de Dios. Los cristianos “sabemos” que el Mesías Hijo de David es Jesucristo, y que este reino ha empezado ya incoativamente —como semilla que nace y crece— y se hará realidad visible y radiante cuando Jesús vuelva al final de los tiempos. Pero ahora ya Jesús es el Hijo de David y nos permite vivir “en esperanza” los bienes del reino mesiánico.
El título “Hijo de David” aplicado a Jesucristo forma parte de la médula del Evangelio. En la Anunciación, la Virgen recibió este mensaje: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre» (Lc 1,32-33). Los pobres que pedían la curación a Jesús, clamaban: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (Mc 10,48). En su entrada solemne en Jerusalén, Jesús fue aclamado: «¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David!» (Mc 11,10). El antiquísimo libro de la Didakhé agradece a Dios «la viña santa de David, tu siervo, que nos has dado a conocer por medio de Jesús, tu siervo».
Pero Jesús no es sólo hijo de David, sino también Señor. Jesús lo afirma solemnemente al citar el Salmo davídico 110, cita incomprensible para los judíos: pues resulta imposible que el hijo de David sea “Señor” de su padre. San Pedro, testigo de la resurrección de Jesús, vio claramente que Jesús había sido constituido “Señor de David”, porque «David murió y fue sepultado, y su sepulcro aún se conserva entre nosotros (…). A este Jesús Dios lo ha resucitado, y de ello somos testigos todos nosotros» (Ac 2,14).
Jesucristo, «nacido, en cuanto hombre, de la estirpe de David y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios», como dice san Pablo (Rm 1,3-4), se ha convertido en el foco que atrae el corazón de todos los hombres, y así, mediante su atracción suave, ejerce su señorío sobre todos los hombres que se dirigen a Él con amor y confianza.
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