martes, 6 de febrero de 2018

Yo sé que estás ahí




por María Hernández Martínez 
democresia.es

SERVICIO CATOLICO

Estos días en que se habla de películas y galardones, me gustaría recuperar un largometraje dirigido por Icíar Bollaín con varias nominaciones en la pasada edición de los Goya: El olivo (2016). Al margen de la trama o el reflejo de la crisis económica y el espacio rural, lo que más me interesa de esta cinta es una perla que regala la protagonista, Alma, al dirigirse a su abuelo enfermo que ha dejado de hablar, e incluso de comer.

“Yo sé que estás ahí. Yo lo sé”, susurra la joven de 20 años a su yayo, tras acariciarle y besarle la cabeza. Esta frase pasa desapercibida en el guion. Sin embargo, es difícil que se les haya podido deslizar a aquellos que han sentido la certeza que encierra, a esos hijos y nietos que conocen bien el Alzheimer o sus variantes.

También se habrán identificado con la esperanza efímera que gotea de una sonrisa inesperada, del acierto de un nombre y de la articulación de tres palabras. Sabrán a que sabe la celebración tras el reconocimiento de un viejo cantar y, en las fases más avanzadas de la enfermedad, ante una mirada o la mera reacción a cualquier estímulo.




El utilitarismo imperante, la visión negativa de la vejez en nuestra sociedad y la reticencia a reconocer la dependencia humana nos llevan a rechazar terminantemente la imperfección y el deterioro. Estas situaciones se perciben con tedio y aversión, por eso, para muchos es preferible alejarse de ellas. Por el contrario, para Alma la residencia no es una opción y se opone fervientemente a la posibilidad de que su abuelo pueda acabar ahí. Ella no ha ido a la universidad (se dedica a la cría de pollos) pero en un pueblo remoto de la comarca valenciana del Alt Maestrat se ha impregnado de una enseñanza inigualable. Alma vive una circunstancia donde la dignidad humana se pone de manifiesto; experimenta que el hombre no se restringe al modo en que habita, ni siquiera a su memoria. Frente a la reducción del sujeto a su manera de estar en el mundo, la joven tiene la convicción de que la persona es.

Tras su testarudez, hay un grito de impotencia, dolor y cierta inestabilidad emocional. En efecto, no se trata una coyuntura sencilla. Sin embargo, la cabezonería también es prueba del cariño que destila esa relación tan pura y auténtica.

Alma sabe lo que supone reconocerse en la vulnerabilidad de otro, es capaz de entregarse y asumir la responsabilidad del cuidado del anciano. Cuando le asea y le da de comer, lo hace con una ternura infinita, sabiendo que en mitad de la enfermedad hay belleza. Cierta paz invade la situación cuando acoge el misterio de vivir un amor silencioso, desnudo, generoso y correspondido. Un amor que exige descontrol. Dicha quietud es posible porque más allá de la necesidad de hallar una explicación a esta realidad metaproblemática que sitúa al hombre frente al ser, la nieta se aventura a querer, sencillamente se compromete.

No importa que los demás no quieran verlo, Alma posee una verdad poderosa, ella sabe que el abuelo al que pintaba las uñas de pequeña, con el que jugaba en el olivo, el que le cuidó y protegió está ahí.

“No se entera de nada” o “Ya no es él” son algunos de los disparates que algunos vocean porque no han vivido. Ignoran que esta complicidad es de lo poco que no puede cuestionarse. Aunque, en cierto modo, es excusable pues solo experimentarlo concede inmunidad ante la insensatez de quien cuestiona el valor de alguien en estado vegetativo persistente.

La periodista Anne-Dauphine compartió en el congreso Lo que de verdad importa de 2012 un detalle que vivió al diagnosticar a su hija una enfermedad incurable:

“Un día el médico me dijo que como Thaïs iba a perder todas sus facultades, al final de su vida mi hija solo tendrá un corazón latiendo. Sí, el médico tenía razón. Al final de su vida, Thaïs solo era un corazón latiendo, y un corazón latiendo no es nada más que amor. Al final de su vida mi hija estaba ciega, muda, sorda, paralítica y solo era amor.”

La actriz Audrey Hepburn expresó en una ocasión que había nacido “con una enorme necesidad de afecto y una terrible necesidad de darlo”. Esta certeza se presenta en formas excepcionales y caprichosas, para muchos personificada en la imagen de un abuelo. Así pues, revisemos nuestra concepción de la discapacidad, de la demencia y de la senectud. Tal vez nos estemos poniendo “fecha de caducidad” antes de tiempo. Quizás olvidamos mirar hacia arriba para comprender que Quien da la vida también cuenta con un plan para cada uno de nosotros y que esa misión se extiende hasta el último día. A pesar de la aparente incapacitación.

Acojamos el misterio. El mundo no puede perderse esta clase de amor que se brinda al abrazar incondicionalmente la existencia. Qué fortuna la de Alma. Y qué suerte la nuestra, abuela.

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