Páginas

viernes, 26 de julio de 2024

LA ORACIÓN, DESARROLLO DE LA «VIDA DE PENITENCIA»

 





LA ORACIÓN, DESARROLLO
DE LA «VIDA DE PENITENCIA»
por Kajetan Esser - Engelbert Grau, OFM

Francisco, maestro de oración (y III)

Porque Francisco ve en la oración una acción divina, exhorta expresamente en la Regla no bulada, tanto a los que predican y trabajan como también a los que oran: «Suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,5-6). Francisco percibe la existencia de un grave peligro para el hombre de oración, a saber, que se atribuya a sí mismo lo que pertenece a Dios y se adscriba como mérito propio lo que es acción divina.

Por ello denuncia este peligro sin ambages y pone en guardia contra él: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro"» (2 Cel 99). La conciencia de este peligro le impulsaba a rezar: «Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro» (2 Cel 99). Para poder rezar de esta manera, debe el hombre haber renunciado completamente a sí mismo y no desear nada para sí, e incluso, en el plano más elevado de todos, el de la vida religiosa, mantenerse vigilante sobre sí mismo y sobre la voluntad de poder del propio yo.

Esto evidencia cómo Francisco quiere ser enteramente pobre en la oración y «vivir sin nada propio» (2 R 1). Igualmente se hace patente cómo Francisco percibe el riesgo que existe para la pobreza incluso en el ámbito de la oración: «Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu» (Adm 14).

Dado que san Francisco encabeza esta admonición con la bienaventuranza del Señor: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3), se nos evidencia un último efecto de la oración: la oración pura del hombre totalmente pobre ante Dios realiza en dicho hombre el reino de Dios y contribuye a su edificación en la tierra. La oración hecha con «pureza de corazón y limpia intención» aparta al hombre de sí mismo para que pueda desarrollarse y llegar a perfección el amor de Dios en él; entonces, por el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, como dice Agustín (De Civitate Dei XIV 28), el Reino de Dios se convierte en una realidad.

Para ello la oración auténtica, tal como la enseña Francisco a los suyos, no es sólo un suceso que acontece entre Dios y el alma individual, sino que es, en sí misma y a través de ella, servicio al establecimiento del Reino de Dios; como expone con su sencillez habitual el beato Gil: «Si el hombre no sabe disponer en su persona ningún espacio para Dios, no encontrará ningún espacio entre las criaturas de Dios» (Dicta 7). Con ello quiere decir que cuanto más se abre en la oración a la venida de Dios y cuanto más Dios puede establecer morada en su corazón, purificado de todo el resto, tanto más encontrará el hombre la verdadera armonía en sus relaciones con todas las criaturas. Puesto que donde reina el orden divino, allí está el Reino de Dios.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario