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viernes, 26 de julio de 2024

EL DOMINGO, DÍA DE CRISTO RESUCITADO Beato Juan Pablo II, Ángelus del 26 de julio de 1998 - EL DOMINGO, DÍA DE CRISTO RESUCITADO Beato Juan Pablo II, Ángelus del 26 de julio de 1998

 



EL DOMINGO, DÍA DE CRISTO RESUCITADO
Beato Juan Pablo II, Ángelus del 26 de julio de 1998

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Como recordé en la reciente carta apostólica Dies Domini, ya desde los comienzos del cristianismo, el domingo se ha considerado el día de Cristo, «dies Christi», porque está relacionado con el recuerdo de su resurrección. En efecto, nuestro Señor resucitó el «primer día después del sábado», y ese mismo día las mujeres, que habían ido de madrugada al sepulcro, lo encontraron vacío. El evangelio narra que Jesús fue reconocido por María Magdalena, acompañó a los dos discípulos por el camino de Emaús, se manifestó a los Once que estaban reunidos y se les apareció de nuevo el domingo siguiente, venciendo las dudas del incrédulo Tomás. Cincuenta días después, tuvo lugar Pentecostés, con la poderosa efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente.

En cierto sentido, el domingo es la continuación de esos primeros domingos de la historia cristiana: el día de Cristo resucitado y del don de su Espíritu.

2. A diferencia de los calendarios civiles, la liturgia no considera el domingo el último día de la semana, sino el primero. De este modo, se subraya su dignidad y se pone de relieve que, con la resurrección de Cristo, el tiempo «comienza de nuevo», fecundado por la semilla de la eternidad, y se encamina a su última meta, que es la venida gloriosa del Hijo de Dios, anticipada y prefigurada por su victoria sobre la muerte.

Así, el domingo es el día de la fe por excelencia, día en que los creyentes, contemplando el rostro del Resucitado, están llamados a repetirle como Tomás: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28), y a revivir en la Eucaristía la experiencia de los Apóstoles, cuando el Señor se presentó en el cenáculo y les comunicó su Espíritu.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, no es difícil darse cuenta de que este «día santo» tiene una extraordinaria riqueza de significado. Ciertamente, su sentido religioso no se opone a los valores humanos, que hacen del domingo un tiempo para el descanso, para disfrutar de la naturaleza y para entablar relaciones sociales más serenas. Se trata de valores que, por desgracia, corren el riesgo de quedar anulados por una concepción hedonista y frenética de la vida. Los cristianos, viviéndolos a la luz del Evangelio, le imprimen su sentido pleno.

Que María nos ayude a sentir el domingo como día de fiesta y día de fe. Aprendamos a vivirlo como ella, uniendo la alabanza a Dios con una legítima serenidad familiar.

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EL ALMA HUMILDE PARTICIPA DE LA SANTIDAD DIVINA
Del tratado inédito de la beata María Magdalena Martinengo
sobre la humildad

Dios es santo por esencia, la santidad misma, y parece que en este atributo encuentra su mayor gloria y quiere ser glorificado por éste más que por ningún otro. Podemos constatarlo con los mismos espíritus celestes que cantan sin cansancio: Santo, santo, santo, y quedan sumidos en profundo éxtasis divino ante la santidad de Dios, se inflaman continuamente en su amor y, cubriéndose el rostro, confiesan no ser dignos de contemplar tanta santidad, amarla y proclamarla. Sin embargo, nunca cesan de alabarla.

El alma humilde, partícipe de la santidad divina, se asemeja a los ángeles. Fija sus ojos en la sacrosanta humanidad de Cristo Jesús, Dios y hombre, y en ella encuentra la expresión más acabada de la santidad divina, la reconstruye en su mente, decide imitarla desde lo íntimo de su corazón, la convierte por acción en su comportamiento externo, y acaba siendo ella también un fiel trasunto de Jesús.

Ante este ejemplo divino su mirada penetra en profundidad, su corazón arde inflamado, la santidad del alma crece sin sentirlo, la contemplación se simplifica cada vez más hasta conquistar metas insospechadas de sublimación interior y de configuración con Cristo. El olvido de sí misma, el vacío total de su propia imagen y vida, hace que Dios la penetre y absorba en su misma santidad.

El mismo Dios quiere que seamos santos, y claramente lo dice: Sed santos, porque yo soy santo. Y Jesús, vecino ya a su pasión, exclama, elevando los ojos al cielo: Padre santo, santifícalos en la verdad. Alma, despierta ya, sumérgete en el océano de la santidad; jamás retrocedas, y haz que tu santidad sea la santidad misma de Dios.

No soporto los elogios dados a cualquier criatura por distinguirse en determinada virtud, por ejemplo, en la abstinencia o en la mansedumbre, o porque resplandezca en toda ella la humildad. Para mí será más santa el alma que supo vaciarse de sí misma, porque en ese vacío pudo entrar de lleno la santidad de Dios. ¡En verdad, Dios mío, tú solo eres santo! Tú haces los santos, Señor, destruyendo en nosotros cuanto puede ser obstáculo para que se infiltre en el alma tu santidad.

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