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sábado, 7 de mayo de 2022

Yo las conozco y ellas me siguen

 


Yo las conozco y ellas me siguen

¡Buenos días, gente buena!

IV Domingo de Pascua C

Evangelio

Juan 10, 27-30

Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. 

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. 

Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa».

Palabra del Señor.

El buen pastor habla al corazón y sabe qué lo habita

Mis ovejas escuchan mi voz. No las órdenes, la voz. La que atraviesa las distancias, inconfundible; que cuenta una relación, revela una intimidad, hace surgir una presencia en ti. La voz llega al oído del corazón antes que las cosas que dice. Es la experiencia con la que el niño pequeño, cuando escucha la voz de la madre, la reconoce, se emociona, extiende los brazos y el corazón hacia ella y es ya feliz antes de alcanzar a comprender el significado de las palabras. La voz es el canto amoroso del ser: “Una voz, ¡mi amado! Ahí viene, saltando por los montes, danzando por las colinas” (Cant 2, 8).

Y aún antes de llegar, el amado pide a su vez el canto de la voz de la amada: “Hazme escuchar tu voz” (Cant 2, 14)… Cuando María, entrando en la casa de Zacarías saludo a Isabel, su voz hizo danzar la entraña: “Apenas tu saludo llegó a mis oídos, el niño salto de alegría en mi seno” (Lc 1, 44). Entre la voz del buen pastor y sus corderos corre esta relación confiada, amorosa, fecunda. Pues, ¿por qué las ovejas habrían de escuchar su voz? Dos tipos de personas se disputan nuestra escucha: los seductores, esos que prometen placeres, y los maestros verdaderos, esos que dan alas y fecundidad a la vida.

Jesús responde ofreciendo la más grande de las motivaciones: porque yo les doy la vida eterna. Escucharé su voz no por obsequio o por obediencia, no por seducción o temor, sino porque, como una madre, él me hace vivir. Yo les doy la vida.  El buen pastor pone al centro de la religión no lo que yo hago por él, sino lo que él hace por mí. En el corazón del cristianismo no se pone mi comportamiento, o mi moral, sino la acción de Dios. La vida cristiana no se funda sobre el deber, sino sobre el don: vida auténtica, vida para siempre, vida de Dios derramada dentro de mí, antes que yo haga nada.

Todavía antes de que yo diga si, él h sembrado gérmenes vitales, semillas de luz que pueden guiarme, desorientado en la vida, al lugar de la vida. Mi fe cristiana es incremento, crecimiento, intensificación de lo humano y de cosas que merecen no morir. Jesús lo dice con una imagen de lucha, de ternura combativa: nadie las arrancará de mi mano. Una palabra absoluta: nadie. De inmediato redoblada, como si tuviéramos dudas: ninguno puede arrancarles de la mano del Padre. Yo soy vida indisoluble de las manos de Dios. Lazo que no se rompe, nudo que no se deshace. La eternidad es un lugar entre las manos de Dios. Somos pajarillos que tienen el nido en sus manos. Y en su voz, que rescalda el frío de la soledad.

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien!

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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