por José Álvarez, OFM
Pocos teólogos habrán logrado hacer una síntesis tan completa de la mariología como este «intrépido caballero de la Señora», como le llama el padre Gemelli. La sabiduría de este hombre era don del Espíritu Santo. Nada de razonamientos ni abstracciones. Usó el lenguaje más sencillo, expresivo y comprensible a todos. María es la madre que engendra en su seno a Jesús, el Niño Dios, al que convierte en nuestro hermano, y al que crió con sus pechos como cualquier otra madre humana (cf. 2 Cel 199). Al usar el santo este lenguaje tan realista, quizás haya que recordar aquí una circunstancia particular, y es la de que Francisco tiene ante sí un ambiente contaminado por la doctrina docetista del doble principio propagada por los Cátaros, quienes enseñaban que la naturaleza humana, la materia, es mala. De ser esto así, Dios no habría podido encarnarse en ella y, por tanto, la Virgen María no podía, en modo alguno, ser madre de Dios ni madre nuestra. Francisco llega aquí como un cruzado providencial de la ortodoxia entre el pueblo sencillo al que habla con su mismo lenguaje, al tiempo que en pocas palabras escritas dejó para los teólogos posteriores de su Orden el desarrollo del más completo tratado de mariología, como puede comprobarse por la historia.
Con la fe más viva y la ternura filial más profunda, Francisco fija la mirada en la Señora, la confiesa y la saluda: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (SalVM 1-5). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (OfP Ant).
No es este el lugar ni el momento de detenernos a comentar tan preciosos y profundos textos. Pero, en síntesis, creo que el Saludo es una bellísima paráfrasis del Ave María, y que Francisco sabe enmarcar muy acertadamente el icono de María en el seno de la Trinidad. Ella es santa, pero en dependencia siempre de Dios trino, que es el santísimo. Ella es madre, pero es hija y esclava; es la incomparable, pero sin dejar de ser humana; la elegida entre todas las mujeres para ser la primera Iglesia -virgen hecha iglesia-, llamada a ser madre, modelo y prototipo de la Iglesia. Ella es la que ha revestido a Dios de carne mortal -vestidura de Dios-, y se ha convertido en tienda para que el Verbo de Dios acampara entre nosotros -casa de Dios y tabernáculo de Dios-. María es pura inhabitación de la Santísima Trinidad, que la consagró con su elección y presencia antes de crear el mundo, para ser la inmaculada Madre del Verbo por obra del Espíritu Santo. ¿Qué más se puede decir de María?
Las Fuentes franciscanas destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares marianos, es decir, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Entre todas tuvo para él un especial atractivo la ermita, restaurada con sus propias manos, de Santa María de los Ángeles o de la Porciúncula. Solía decir que tenía revelación de que la Virgen amaba aquella iglesia con predilección entre todas las construidas en su honor en todo el mundo, y por eso el santo la amaba también más que a todas, y tenía buenas razones para ello: allí recordaba y revivía su llamada evangélica; allí reunió los doce primeros compañeros que le regaló el Señor; allí acogió a la hermana Clara cuando vino a él para consagrarse definitivamente a Dios; allí quería reunirse en capítulo para confraternizar y alegrarse con todos los hermanos. No es de extrañar que al sentirse próximo a entregar su espíritu a Dios quisiera que le llevaran también «allí donde por mediación de la Virgen Madre de Dios había recibido el espíritu de gracia» (cf. LM 14,3). No nos extraña, pues, que, no obstante su radical desprendimiento de todo, al referirse a la Porciúncula dijera a los hermanos: «Hijos míos, mirad que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; LM 2,8).
La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles de la tradición cristiana, pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por la Orden y transmitida a través de los siglos con la pluma y con la palabra, y, a veces, incluso, a costa de la sangre, como ocurrió con el dogma de la Inmaculada. Desde el Capítulo General celebrado en Toledo el año 1645, la Orden se puso bajo la protección de María Inmaculada, a la que declaró Reina y Señora de toda la Familia Franciscana.
Acojamos este amor y esta devoción del Seráfico Padre como una preciosa herencia, y hagamos nuestra aquella oración puesta por Tomás de Celano en boca de San Francisco: «¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre», el fin del mundo (2 Cel 198).
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