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lunes, 18 de noviembre de 2024

SAN FRANCISCO, UN HOMBRE COMUNIÓN

 


SAN FRANCISCO, UN HOMBRE COMUNIÓN
por Sebastián López, OFM

A LA PAZ DESDE LA GUERRA: EN LA IGLESIA

Desde siempre la Iglesia le debió resultar difícil a Francisco. Era aquella una Iglesia dura y poderosa. Había ido conquistando poder y poderes que se veía obligada a defender. De ahí que Francisco, desde pequeño, había conocido a la Iglesia metida en guerras. Inocencio III señala el momento de más alto poder y prestigio político-religioso del pontificado, sostenido por la fuerza del derecho o de las armas. Era la Iglesia Señora que, en carta a los Obispos alemanes, proclamaba Gregorio VII: «La Iglesia no está sujeta como sierva, sino que manda como señora». Esto era una realidad. Pero los humildes y pequeños encontrarían dificultades a la hora de identificarla evangélicamente. Desde aquí se explican las críticas de los movimientos evangélicos, ortodoxos o no, de aquel tiempo. Y se explica también la decidida opción de Francisco por la pobreza-minoridad.

Los escritos y biografías de Francisco, aun sin querer, dejan traslucir la no fácil comunión en la Iglesia del siglo XIII, apuntando principalmente dos causas: el pecado del clero y la excesiva centralización. Frente a ambas, la postura de Francisco estará en la línea de la minoridad señalada.

El pecado del clero. Francisco es muy lúcido frente al hecho. De las cuatro veces que en sus escritos habla expresamente de la veneración a los sacerdotes, tres de ellas hacen alusión a sus pecados. No se le puede negar una despierta conciencia sobre ello. Como tampoco, y de ahí las amonestaciones a que nos acabamos de referir, que el hecho suponía una prueba para la fe y, en definitiva, para la comunión eclesial.

La actitud de Francisco, sin embargo, es terminante y clara. Porque había optado por Cristo («Discierno en ellos al Hijo de Dios, y son mis señores»), escogió el respeto, la comunión con ellos: «Los quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado», dice en su Testamento. Y en medio de una cristiandad alborotada de rebeldías, como todo tiempo de transición, zaherida por la crítica de toda clase, que podía alcanzar los excesos de la Pataria milanesa, Francisco escoge con el Evangelio «no juzgar», sino «juzgarse a sí mismo», pero optando, al mismo tiempo, por un proyecto de vida -mejor con el ejemplo que con la palabra- explosivamente crítico del pecado en el que sus ojos no querían fijarse.

El Testamento de Francisco señala otro de los posibles puntos conflictivos con la jerarquía de entonces: «Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad». No es fácil señalar la eficacia real que tenía la política de refuerzo de la autoridad de cada Obispo en su diócesis iniciada por Inocencio III; nos parece sin embargo indudable que más de una vez a ella se deba el hecho a que alude Francisco en su Testamento y que se convierte en denuncia en los biógrafos. Según ellos, Francisco debió ser acosado repetidamente por la queja de sus hermanos de que «los obispos no nos permiten a veces predicar, y nos obligan así a estar largos días ociosos antes de poder dirigirnos al pueblo» (LP 20). Pero Francisco ha escogido la comunión y la paz también en este terreno.

Pero entendámosle. No es que no quiera problemas. No es que renuncie a una intervención para no molestar. Celano nos ha dejado una narración en la que Francisco aparece precisamente enfrentado con la negativa del obispo de Imola, que no accede a su petición de predicar en su iglesia catedral. Francisco no cede a la primera. Vuelve e insiste, y sus palabras humildes ganan al obispo (2 Cel 147). Su actitud de hermano menor en esta circunstancia nos da la clave para entender la calidad de la paz que quería mantener a toda costa con la jerarquía. Francisco, creemos, había vislumbrado el problema fundamental de aquella Iglesia segura de sí misma gracias al poder de que disfrutaba. Con la mejor buena intención y sin querer, diríamos, el Evangelio había quedado marginado en su más central exigencia, la minoridad que diría Francisco dando nombre a la actitud de servicio que proclamaban las palabras del Maestro: «No vine a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). Servir. No buscar logros, ni siquiera aquellos que se arropan de razones espirituales como podría ser la salvación de las almas, era la mejor manera de hacer comprender el valor absoluto de la libertad evangélica centrada sobre lo de verdad importante, el Señor, el Altísimo, Dios en Cristo, celoso de la libertad del hombre frente a su gracia.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166]



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