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martes, 12 de noviembre de 2024

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y LAS CRIATURAS (y V)

 


por Constantino Koser, OFM

Ante la vida de san Francisco es más que evidente y causa asombro el que haya habido tantos que se han equivocado sobre su actitud: él no adoraba la naturaleza, como lo hacen los románticos y los naturalistas. Distinguía muy bien entre las criaturas y el Creador, entre la familiaridad y alegría con que trataba a las criaturas, y la familiaridad respetuosa que tenía al Creador Altísimo. El amor dedicado a la creación no era sino el amor del Creador extendido a sus obras.

Este amor no lo cegaba respecto de los defectos. Adolorido, observaba la crueldad y codicia existente entre los animales. Si vio esto y no hizo virtudes de lo que es defecto, fue simplemente porque en su amor a la creación se guiaba por el amor de Dios. No apreciaba a las hormigas porque almacenaban, inquietas y preocupadas, manifestando a su vista una profunda desconfianza de la providencia divina. No le gustaban las moscas porque las consideraba holgazanas. Al lobo de Gubbio le dijo verdades muy fuertes: «Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado» (Flor 21). San Francisco en su amor a las criaturas no fue ni romántico ni tonto, pues las amaba en Dios y para Dios.

A este motivo obedecían también sus preferencias: amaba tanto más una criatura cuanto más le representaba las perfecciones de Dios o le recordaba a Cristo. Y más que todo amaba a las que representaban ante su vista los atributos de la bondad y la misericordia. Amaba con particular afecto los corderillos, porque le traían a la memoria al Cordero de Dios, Jesucristo. Amaba las cigarras, porque le recordaban la alabanza y la gloria que todas las criaturas deben siempre a Dios. Amaba tiernamente a las criaturas que él veía que eran castas, mansas y buenas.

El amor por las criaturas nunca llevó al Penitente de Asís a abandonar sus rigurosos principios de abstinencia y de despego, resumidos todos en una palabra: pobreza. No negaba el derecho de poseer, no era fanático despreciador de los que poseen, no era alumbrado y cátaro que considerase impuros y condenados a los que tenían apegos honestos a alguna criatura. No hacía un mandamiento de su modo de imitar a Jesucristo. Solamente aquellos que libre y espontáneamente se habían comprometido a seguir por este camino, ellos solamente no debían volverse atrás y estaban estrictamente obligados a una más excelsa pobreza.

De este modo amaba tiernamente toda la creación, pero, sin embargo, no echaba mano de ella para poseerla. Era algo así como el hijo menor en la casa paterna, el cual usa de las riquezas de su padre y se alegra con ellas, sin pedirlas en propiedad. Así únicamente puede alegrarse cándidamente con las criaturas con toda esa casta libertad que le es tan propia. No podía andar triste quien en todas las criaturas veía a Aquel a quien amaba, a Dios, el Dios-Amor, el Dios-Bondad, el Dios-Misericordia, el Dios-Bienaventuranza. ¡Qué rica e inagotable fuente de alegría ofrece la naturaleza a quien la ve con los ojos de san Francisco! Todos los hijos de san Francisco deberían participar de esta sobrenatural alegría de su seráfico Padre, alegría que lo hizo tan sereno, tan amable, tan simpático, tan santo, tan perfecto en todo.

San Francisco supo expresar esta riquísima complejidad de pensamientos y actitudes ante la creación en versos admirables, el Cántico del Hermano Sol, que lograron sobrevivir a través de siglos con toda la frescura de la primera hora y con todo el sabor del alma santa que los compuso.

[C. Koser, El pensamiento franciscano, Madrid, Ed. Marova, 1972, 117-130] 

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