DISPUESTOS A SUFRIR EN DEFENSA DE LA FE
De la narración del martirio
de los santos Nicolás Tavelic y compañeros,
escrita por un contemporáneo suyo
Nicolás y sus compañeros, franciscanos, se dedicaron en largo coloquio a estudiar el modo cómo conquistar para Dios las almas, que el maligno con tanto empeño busca arrebatarle, y cómo ellos mismos podrían ofrecer sus vidas al Altísimo en la ciudad santa de Jerusalén. Posponiendo todo temor, consultaron, además, a todos los hermanos prudentes y maestros en teología, contrastando todo ello con textos de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, con largas lecturas y profundas reflexiones. Confortados, pues, en el Señor, para emprender con valor esta empresa, y superando el miedo a las inspiraciones de la carne, el día once de noviembre del año mil trescientos noventa y uno, fiesta de san Martín, hacia las nueve de la mañana, en religioso orden y cumpliendo los proyectos tomados con tanto esmero, se dirigieron todos ellos, portando en sus manos unas proclamas, escritas en italiano y en árabe, hacia el templo de Jerusalén, en donde les fue prohibida la entrada.
Conducidos ante el Cadí, mostraron dichas proclamas y las leyeron. El Cadí intervino:
-El contenido de este escrito, ¿proviene de vosotros, como fruto de serias reflexiones vuestras, o más bien habla vuestra demencia e insensatez? ¿Os envía acaso el Papa o algún otro príncipe cristiano?
Con mesura y discreción, con valor de espíritu y con intrepidez cristiana respondieron ellos:
-Ningún hombre nos propuso esta embajada, sino que venimos en nombre de Dios, quien nos inspiró indicaros el camino de la salvación, el conocimiento de la verdad, según dice Cristo en el Evangelio: El que crea y sea bautizado, se salvara; el que no crea, se condenará.
El Cadí les volvió a preguntar:
-¿Os retractáis de estas afirmaciones y os hacéis sarracenos, estando dispuestos a salvar vuestras vidas? Si así no fuera, me veré obligado a enviaros a la muerte.
A una sola voz replicaron ellos:
-Nos mantendremos firmes, y estamos dispuestos a sufrir todos los tormentos en defensa de la verdad, que se halla en la fe católica, porque es santa, universal y verdadera.
Ante semejante respuesta, el Cadí, oído su Consejo, pronunció la pena capital sobre aquellos religiosos. Hecha pública la sentencia, los presentes, con grandes clamores, vociferaban:
-¡Que mueran, que mueran!
Y allí mismo cayeron semimuertos, a golpes de la enfurecida muchedumbre. Eran las tres de la tarde, y permanecieron allí hasta la media noche, porque proseguía el clamor de la multitud. Desnudados, atados fuertemente a unos maderos, flagelados con horrible crueldad y lanzados al suelo, quedaron inertes. Los trasladaron a la prisión y los colocaron sobre cepos, sometiéndolos a bárbaros tormentos, sin descanso y con suma crueldad.
Al tercer día, conducidos a la plaza pública, en donde son ajusticiados los malhechores, ante la presencia del Emir, del Cadí y del pueblo, teniendo desenvainadas las espadas los soldados, y atizando una inmensa hoguera, preparada al efecto, se les volvió a interrogar si mantenían la postura tomada o se retractaban, haciéndose sarracenos, con lo cual lograrían salvar su vida. La respuesta fue unánime:
-No renunciamos; y os rogamos con todo el corazón que os convirtáis vosotros a Cristo y os bauticéis. Sabed que, por Cristo y por su fe, no tememos ser consumidos por el fuego, ni tampoco ofrecer nuestras vidas al suplicio de la muerte violenta.
La masa, incontenible y embravecida, se lanzó sobre ellos con toda clase de instrumentos cortantes, y los soldados, con sus dagas, destrozaron sus cuerpos, sajando los rostros, tanto que no parecían ya hombres, y los arrojaron al fuego. Durante un día se prolongó el suplicio.
De la narración del martirio
de los santos Nicolás Tavelic y compañeros,
escrita por un contemporáneo suyo
Nicolás y sus compañeros, franciscanos, se dedicaron en largo coloquio a estudiar el modo cómo conquistar para Dios las almas, que el maligno con tanto empeño busca arrebatarle, y cómo ellos mismos podrían ofrecer sus vidas al Altísimo en la ciudad santa de Jerusalén. Posponiendo todo temor, consultaron, además, a todos los hermanos prudentes y maestros en teología, contrastando todo ello con textos de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, con largas lecturas y profundas reflexiones. Confortados, pues, en el Señor, para emprender con valor esta empresa, y superando el miedo a las inspiraciones de la carne, el día once de noviembre del año mil trescientos noventa y uno, fiesta de san Martín, hacia las nueve de la mañana, en religioso orden y cumpliendo los proyectos tomados con tanto esmero, se dirigieron todos ellos, portando en sus manos unas proclamas, escritas en italiano y en árabe, hacia el templo de Jerusalén, en donde les fue prohibida la entrada.
Conducidos ante el Cadí, mostraron dichas proclamas y las leyeron. El Cadí intervino:
-El contenido de este escrito, ¿proviene de vosotros, como fruto de serias reflexiones vuestras, o más bien habla vuestra demencia e insensatez? ¿Os envía acaso el Papa o algún otro príncipe cristiano?
Con mesura y discreción, con valor de espíritu y con intrepidez cristiana respondieron ellos:
-Ningún hombre nos propuso esta embajada, sino que venimos en nombre de Dios, quien nos inspiró indicaros el camino de la salvación, el conocimiento de la verdad, según dice Cristo en el Evangelio: El que crea y sea bautizado, se salvara; el que no crea, se condenará.
El Cadí les volvió a preguntar:
-¿Os retractáis de estas afirmaciones y os hacéis sarracenos, estando dispuestos a salvar vuestras vidas? Si así no fuera, me veré obligado a enviaros a la muerte.
A una sola voz replicaron ellos:
-Nos mantendremos firmes, y estamos dispuestos a sufrir todos los tormentos en defensa de la verdad, que se halla en la fe católica, porque es santa, universal y verdadera.
Ante semejante respuesta, el Cadí, oído su Consejo, pronunció la pena capital sobre aquellos religiosos. Hecha pública la sentencia, los presentes, con grandes clamores, vociferaban:
-¡Que mueran, que mueran!
Y allí mismo cayeron semimuertos, a golpes de la enfurecida muchedumbre. Eran las tres de la tarde, y permanecieron allí hasta la media noche, porque proseguía el clamor de la multitud. Desnudados, atados fuertemente a unos maderos, flagelados con horrible crueldad y lanzados al suelo, quedaron inertes. Los trasladaron a la prisión y los colocaron sobre cepos, sometiéndolos a bárbaros tormentos, sin descanso y con suma crueldad.
Al tercer día, conducidos a la plaza pública, en donde son ajusticiados los malhechores, ante la presencia del Emir, del Cadí y del pueblo, teniendo desenvainadas las espadas los soldados, y atizando una inmensa hoguera, preparada al efecto, se les volvió a interrogar si mantenían la postura tomada o se retractaban, haciéndose sarracenos, con lo cual lograrían salvar su vida. La respuesta fue unánime:
-No renunciamos; y os rogamos con todo el corazón que os convirtáis vosotros a Cristo y os bauticéis. Sabed que, por Cristo y por su fe, no tememos ser consumidos por el fuego, ni tampoco ofrecer nuestras vidas al suplicio de la muerte violenta.
La masa, incontenible y embravecida, se lanzó sobre ellos con toda clase de instrumentos cortantes, y los soldados, con sus dagas, destrozaron sus cuerpos, sajando los rostros, tanto que no parecían ya hombres, y los arrojaron al fuego. Durante un día se prolongó el suplicio.
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