LA ESTIGMATIZACIÓN DE SAN FRANCISCO
Homilía de S. S. el beato Juan Pablo II
en el monte Alverna el día 17 de septiembre de 1993
Por aquí pasó el Poverello de Asís. Aquí reveló el gran amor que ardía en su corazón. Ese amor lo hizo semejante al Amado, al Crucificado: «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gál 6,17). Las palabras de Pablo se cumplieron en él admirablemente.
Los estigmas, las cicatrices de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco, eran el signo singular mediante el cual se revelaba la cruz que cada día cargaba sobre sí, en el sentido más literal del término. ¿No dijo Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame... Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará»? (Lc 9,23-24).
Francisco abrazó toda la verdad de esta paradoja. El Evangelio fue para él su pan de cada día. No se limitaba a leer sus Palabras, sino que a través de las expresiones del texto revelado trataba de descubrir a Aquel que es el Evangelio mismo. En Cristo, en efecto, se revela hasta el fondo la economía divina: «perder» y «ganar» en sentido definitivo y absoluto. Con su existencia Francisco anunció y sigue anunciando también hoy la palabra salvadora del Evangelio.
Los estigmas que Francisco recibió en este lugar, La Verna, constituyen un signo particular. Son el testimonio íntimo de la verdad del Poverello. De manera auténtica y profunda «se gloriaba de la cruz de Cristo», y de nada más: solamente «de la cruz de nuestro Señor Jesucristo». Se trata de un signo de semejanza en virtud del amor. Lo dice el apóstol Pablo y lo repite Francisco de Asís: por medio de la cruz de Cristo y gracias a la fuerza del amor «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14). El mundo no quiere ser crucificado: escapa de la cruz. El hombre aborrece ser «crucificado para el mundo». Así era en tiempos de Francisco y así es también hoy. La lucha entre el mundo y la cruz existe desde siempre, ¡es lucha con la cruz de la salvación!
Podría parecer, por tanto, que Francisco se ha convertido prácticamente en un testigo poco actual o inútil. Quien dice a Cristo: «Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen» (Sal 16,2), parece ir contra la mentalidad contemporánea. En efecto, el hombre con frecuencia no reconoce al Señor; quiere ser él el señor de sí mismo y del mundo. Por esta razón, el mensaje de Francisco es signo de contradicción. Un mensaje de este tipo debería ser rechazado y, en cambio, cada vez se lo busca más.
Se trata de un mensaje que constituye un llamamiento apremiante a volver a Cristo, a redescubrir en su cruz «el camino y la antorcha de la verdad» (San Buenaventura): la verdad que nos hace libres, porque nos hace discípulos del Maestro divino.
El itinerario espiritual de san Francisco se distinguió por este seguimiento fiel del Hombre-Dios, cuya renuncia y despojo total se esforzó por imitar sin reservas. Esto hizo de él, como dice san Buenaventura, «este pobre muy cristiano» por excelencia (cf. LM 8,5). Este itinerario-seguimiento alcanzó su culmen en La Verna con la impresión de los estigmas. Aquel momento, a pesar del desgarramiento de la carne, fue su grito de victoria, análogo al de san Pablo: «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gál 6,17).
La estigmatización de La Verna representa así la conformación visible con la imagen de Cristo que hace de Francisco el ejemplo en el que todo cristiano puede inspirarse en su camino de acercamiento progresivo a Dios creador y redentor. Al respecto son significativas las palabras pronunciadas por el Poverello al concluir su vida: «He cumplido mi misión; que Cristo os enseñe la vuestra» (LM 14,3).
Estas palabras no representan un complaciente repliegue sobre sí mismo, sino la humilde acción de gracias por cuanto el Señor había realizado en él. Su sentido es el siguiente: que Cristo os enseñe, como hizo conmigo, a ser sus discípulos. En especial, son dos las enseñanzas del Maestro divino que Francisco siguió con total fidelidad: obedecer al Papa, vicario de Cristo en la tierra, y venerar e imitar a su santísima Madre María.
La legitimación de su actuación en la Iglesia, también con la fundación de una nueva orden religiosa, depende completamente de las palabras del primer capítulo de la regla: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al Señor Papa». En esta, perspectiva, poco antes de morir, recomendaba a sus discípulos «la fidelidad a la santa Iglesia romana» (LM 14,5).
San Francisco, además, «mostraba un amor inefable a la Madre del Señor Jesús», por haber hecho «al Señor de la majestad hermano nuestro», y «en ella principalmente, después de Cristo, depositaba su confianza» (LM 9,3). Imitó a María en su silencio meditativo, sobre todo después de haber sido honrado por Cristo, en este monte, con los signos de su pasión, para mostrar que cuanto mayores son los privilegios concedidos por Dios, tanto más tiene que humillarse quien los ha recibido. «El hombre evangélico Francisco», refiere san Buenaventura, «bajó del monte llevando consigo la efigie del Crucificado... dibujada en su carne por el dedo del Dios vivo»; y «consciente del secreto regio, ocultaba cuanto podía aquellos signos sagrados» (LM 13,5).
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POR LAS LLAGAS SE CONVIRTIÓ FRANCISCO
EN IMAGEN DEL CRUCIFICADO
San Buenaventura, "Leyenda menor" 6,1-4
Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, dos años antes de entregar su espíritu a Dios, habiendo iniciado en un lugar elevado y solitario, llamado monte Alverna, la cuaresma de ayuno en honor del arcángel san Miguel -inundado más abundantemente que de ordinario por la dulzura de la suprema contemplación y abrasado en una llama más ardiente de deseos celestiales-, comenzó a experimentar un mayor cúmulo de dones y gracias divinas.
Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado, por el afecto de su tierna compasión, en aquel que, en aras de su extremada caridad, aceptó ser crucificado, una mañana próxima a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, mientras oraba en uno de los flancos del monte, vio bajar de lo más alto del cielo así como la figura de un serafín, que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se hallaba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Y apareció no sólo alado, sino también crucificado: tenía las manos y los pies extendidos y clavados a la cruz, y las alas dispuestas, de una parte a otra, en forma tan maravillosa, que dos de ellas se alzaban sobre su cabeza, las otras dos estaban extendidas para volar, y las dos restantes rodeaban y cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión quedó lleno de estupor y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. En efecto, el aspecto gracioso de Cristo, que se le presentaba de forma tan misteriosa como familiar, le producía una intensa alegría, al par que la contemplación de la terrible crucifixión atravesaba su alma con la espada de un dolor compasivo.
Al desaparecer la visión después de un arcano y familiar coloquio, quedó su alma interiormente inflamada en ardores seráficos y exteriormente se le grabó en su carne la efigie conforme al Crucificado, como si a la previa virtud licuefactiva del fuego le hubiera seguido una cierta grabación configurativa.
Al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, viéndose las cabezas de los mismos en la parte interior de las manos y en la superior de los pies, mientras que sus puntas se hallaban al lado contrario.
Asimismo, el costado derecho -como si hubiera sido traspasado por una lanza- llevaba una roja cicatriz, que derramaba con frecuencia sangre sagrada.
Y, luego que este hombre nuevo Francisco fue marcado con este nuevo y portentoso milagro -singular privilegio no concedido en los siglos pretéritos-, descendió del monte el angélico varón llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne.
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FIESTA DE LOS ESTIGMAS DE SAN FRANCISCO
De la homilía de Fr. José Rodríguez Carballo, Min. Gen. OFM,
en el monte Alverna el 17 de septiembre de 2010
Hace unos días celebramos la fiesta de la exaltación de la santa Cruz. Hoy, en todo el mundo franciscano y particularmente en esta santa montaña del Alverna, santificada por la presencia del Señor en forma de serafín y por la de Francisco, el Estigmatizado del Alverna, celebramos el misterio de la Cruz que se hizo visible en la carne del Poverello, realizándose en su cuerpo, de forma visible, cuanto dice el Apóstol: «En adelante nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo los estigmas de Jesús». Pablo portaba en su cuerpo las cicatrices de las tribulaciones soportadas por Cristo, Francisco lleva en las manos, pies y costado los estigmas de la Pasión de Cristo.
Las biografías del Santo nos narran como sucedió el prodigio del todo singular de los Estigmas. En torno a la fiesta de la Santa Cruz, dos años antes de su muerte, el seráfico Padre subió a esta montaña, para iniciar la cuaresma de ayuno que solía practicar en honor del Arcángel san Miguel. Deseando ardientemente conocer la voluntad de Dios, para conformarse en todo a Cristo, abrió por tres veces el libro de los evangelios en el nombre de la santa Trinidad, y encontrando siempre la narración de la Pasión del Señor Jesús, oraba insistentemente sentir en su cuerpo los dolores del Crucificado. Tuvo, entonces, una visión que produjo en él un grande gozo y un profundo dolor al mismo tiempo: era el Señor en forma de serafín crucificado que le manifestaba que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado. Terminada la visión aparecieron en la carne de este amigo de Cristo las señales de la Pasión del Señor: los clavos que traspasaron sus manos y sus pies, y una herida en su costado.
En esta memoria litúrgica de los Estigmas de san Francisco, intentemos acentuar algunos aspectos importantes que nos ofrece este evento prodigioso, partiendo de la narración de san Buenaventura. El Doctor Seráfico introduce el relato de la impresión de las llagas con estas palabras: Francisco había aprendido a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su disposición, que parte de él lo empleaba en fatigas apostólicas en favor de su prójimo y otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procurar la salvación de los demás según lo exigían las circunstancia de lugares y tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo más recóndito de la soledad (cf. LM 13,1).
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame», hemos escuchado en el Evangelio de hoy. Encontramos en estas palabras un compendio de la vida cristiana, el espejo de la Palabra con el que el discípulo debe conformar su propio rostro. Como cristianos, nuestra vida debe llevar impresos los rasgos de Jesús, el Hijo crucificado por amor. Mirando «al que traspasaron», la cruz se ha convertido en un sello de pertenencia a Dios en Jesús. Llevar la cruz cada día es hacerse cargo de nuestro mal, es morir cotidianamente por Cristo, viviendo para él, hasta poder decir: «con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Tomar la cruz significa sentirse crucificado con Cristo, ser partícipes de la Pasión del Señor Jesús, sentir que somos de él y que ya no nos pertenecemos más a nosotros mismos.
Dice Benedicto XVI que, para llevar a pleno cumplimiento la obra de la salvación, el Redentor continúa asociando a sí y a su misión hombres y mujeres dispuestos a tomar la cruz y a seguirlo. Al igual que para Cristo, así también para los cristianos llevar la cruz no es opcional, sino que es una misión que se ha de abrazar con amor. En nuestro mundo actual, en donde parecen dominar las fuerzas que dividen y destruyen, Cristo continúa ofreciendo a todos su clara invitación: quien quiera ser mi discípulo, reniegue del propio egoísmo y cargue conmigo la cruz. Invoquemos la intercesión del Estigmatizado del Alverna para que el Señor nos conceda ir con decisión detrás de Él, conformarnos a la Pasión de Cristo y ser partícipes de su resurrección.
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