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sábado, 22 de octubre de 2022

Soy un pecador

 

Soy un pecador...

¡Buenos días, gente buena!

Domingo Ordinario XXX C

Evangelio

Lucas 18,9-14

En aquel tiempo, refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo también esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas". 

En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!".

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 

Palabra del Señor.

Soy un pecador

Una parábola de desafío, en la que Jesús tiene la audacia de denunciar que orar puede ser peligroso, hasta puede apartar de Dios, hacernos “ateos”, adoradores de un ídolo. El fariseo ora, pero como dirigido a sí mismo, dice literalmente el texto; conoce las reglas, inicia con las palabras justas “oh, Dios te doy gracias…”, pero luego equivoca todo, no bendice a Dios por sus obras, sino que presume de las propias: yo rezo, yo ayuno, yo pago, yo soy justo. Para el alma bella del fariseo, Dios en el fondo no hace nada, sino un trabajo de burócratas, de notario: registra, toma nota y aprueba, Un espejo mutuo sobre el que sobresale la propia arrogancia espiritual.

Yo no soy como los demás, ladrones todos, corruptos, adúlteros, y menos como este publicano, yo soy mucho mejor. Ofende al mundo mientras él mismo piensa que ora. No se puede orar y despreciar, bendecir al Padre y maldecir, hablar mal de sus hijos, alabar a Dios y acusar a los hermanos. Esa oración nos hará volver a casa con un pecado más, y confirmados y legitimados en nuestro corazón y nuestro ojo enfermos. En cambio, el publicano, grumo de humanidad se queda en el fondo del templo, deteniéndose a distancia, se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten piedad de mí que soy un pecador.

Una pequeña palabra lo cambia todo y hace verdadera la oración del publicano: “tú”, “tú, Señor, ten piedad de mí que soy un pecador”. La parábola nos enseña la gramática de la oración. Las reglas son simples y valen para todos. Son las reglas de la vida. La primera: si pones al centro el yo, ninguna relación funciona. Ni en la pareja, ni con los hijos o con los amigos, mucho menos con Dios. Nuestro vivir y nuestro rezar caminan por el mismo sendero profundo: la búsqueda incansable de alguien (un amor, un sueño o un Dios) tan importante que el tú viene antes que el yo. La segunda regla: se ora no para recibir sino para ser transformados.

El fariseo no quiere cambiar, no lo necesita, él está del todo bien, son otros los equivocados, tal vez hasta Dios un poco. En cambio, el publicano no está contento con su vida, y espera y querría lograr cambiarla, quizás mañana, tal vez poco a poco. Y se hace súplica con todo su ser, poniendo en juego cuerpo, corazón, manos, voz: golpea las manos al corazón y hace salir palabras de súplica hacia el Dios del cielo. El publicano volvió a casa perdonado, no porque fuera más honesto o más humilde que el fariseo (Dios no se merece, ni siquiera con la humildad), sino porque se abre, -como una puerta que se entreabre al sol, como una vela que se inclina al viento-, a Dios que entra en él, con su misericordia, esta extraordinaria debilidad de Dios que es su única omnipotencia.

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien!

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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