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sábado, 10 de septiembre de 2022

DIRECTORIO FRANCISCANO San Francisco de Asís y la Eucaristía CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO por Michel Hubaut, o.f.m.

 1. Cuando Dios inventa un nuevo signo de presencia

¿Cómo no traicionar lo que Dios inventa para hacernos una señal? Cada época, con su sensibilidad propia, ha tratado de acoger y de vivir este sacramento de la nueva presencia de Cristo. A despecho de algunas derivas pasajeras, la Iglesia ha mantenido siempre, en el transcurso de los siglos, el difícil equilibrio de su fe entre dos tendencias extremas y opuestas: el simbolismo y el realismo.

Para los simbolistas, la eucaristía no es más que una figura, un símbolo que nos recuerda los gestos de Jesús: el pan repartido no es el signo de su cuerpo real, de su persona viviente y glorificada. Los realistas, a su vez, tienden casi a identificar la nueva presencia de Cristo con su cuerpo histórico, carnal. ¿No se ha llegado incluso a recomendar deglutir «la hostia» para no lesionar al Señor? Esta tendencia cosifica al extremo una realidad espiritual. (Recordemos, de paso, que «espiritual» no quiere decir «irreal». Y lo real es más que lo sensible.) Esta tendencia olvida sobre todo que entre Jesús de Nazaret y el Cristo resucitado hay identidad de persona, pero no de estado.

El Cristo de Pascua no es un cuerpo simplemente vuelto a la vida, a la manera de Lázaro, sino un cuerpo nuevo, transfigurado por el Espíritu. Jesús resucitado inaugura una nueva manera de ser hombre-vivo-en-relación-con-Dios-y sus hermanos. Este misterio lo sugieren bien, en los relatos de apariciones, nuestros evangelistas que insisten unas veces sobre la identidad, otras sobre la novedad. (Lc 24,36-43, que se dirige a los Griegos que ya creen en la inmortalidad del alma, insiste en el realismo de la presencia de Cristo resucitado, que es distinto de un puro espíritu. Véase también Jn 20,27. En cuanto a Mt 28,17, que se dirige a los semitas, insiste en la novedad de la condición del Señor.) Por eso, cuando hablamos del «cuerpo» de Cristo eucarístico, no le reducimos a nuestra condición carnal actual. Se trata de su «cuerpo glorificado», de su persona hoy viva en el reino del Padre. El cristiano nada tiene de un antropófago y Cristo no es «el divino prisionero del tabernáculo». Nosotros comulgamos con su nueva presencia, real, con su carne vivificada por el Espíritu. Es como decir que esta nueva condición de Cristo vivo escapa completamente a toda representación humana. Estamos limitados por las categorías del espacio y del tiempo.

No se podría, pues, reprender al hombre por su tendencia a reducir este misterio de la fe a esquemas de pensamiento que le son familiares. Así, después del siglo XIX asaz inclinado a un exceso de realismo, nuestra época se verá, a su vez, más tentada por el simbolismo. La vigilancia de la fe se impone siempre para conservar en toda su pureza esta última revelación de Dios.

Francisco, como cada uno de nosotros, es tributario de una época que posee sus riquezas y sus derivas latentes. El siglo XIII reaccionó contra una ola de herejía simbolista. Tuvo, pues, la tendencia a insistir en el realismo de este sacramento. El vocabulario de Clara lleva su marchamo.

Pero veremos cómo el impulso de su amor, purificado y esclarecido por el Espíritu del Señor, le dio una inteligencia espiritual bastante fina para rectificar las inepcias inevitables del lenguaje humano. Se salta la trampa de palabras siempre inadecuadas para expresar cabalmente la novedad de Cristo eucarístico. Alcanza de golpe el corazón de este «misterio de la fe» que sobrepasará siempre nuestros pobres abordajes, aun teológicos. Francisco, con humildad y admiración, acoge este sacramento de Dios como un don incomparable que la Iglesia recibe, contempla y ahonda sin cesar.

2. Celebrar la comida del Señor:
encontrar y acoger a Cristo vivo

Celebrar la eucaristía, ¿no es ante todo creer y proclamar públicamente que Jesús está vivo? Un Viviente que hoy convoca y reúne a sus hermanos para conmemorarle. También al respecto nos sugieren claramente los evangelistas cómo esta comida es, desde los orígenes del cristianismo, el lugar privilegiado del encuentro del Señor y del reconocimiento en la fe de su presencia entre nosotros. (Véase Jn 20,19-29, que relata las apariciones de Cristo resucitado en el cuadro de las celebraciones dominicales de la joven comunidad cristiana. Véase también Lc 24,13-35, donde los discípulos de Emaús le reconocen en la fracción del pan.)

Francisco acoge en este sacramento el «memorial» del amor vivo del Señor. Por esta comida, el Señor se hace presente a nuestra memoria, a nuestra inteligencia y a nuestro corazón. ¿Cómo olvidar este acontecimiento creador, salvador, siempre actual? Clara encuentra en él el alimento cotidiano de su fe. «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y sufrió», escribe Francisco en su Padrenuestro parafraseado (ParPN 6).

Luego veremos, analizando su primera admonición, que la eucaristía es para él el encuentro, en la fe, de Cristo hoy: «Como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado» (Adm 1,19). La fe no crea esta presencia, la reconoce y la acoge en los signos escogidos por Cristo mismo. Si la fe condiciona este encuentro, no es su causa. Para un cristiano, el fundamento de la comida eucarística no es ni la asamblea más o menos cálida de los hermanos, ni lo que yo siento, ni los signos externos -lugar, ornamentos, mobiliario-, sino Cristo reconocido y acogido en medio de la Comunidad.

Francisco vivirá siempre en la irradiación luminosa de esta presencia viva actual de su Señor. Así comienza espontáneamente una de sus cartas con el siguiente saludo original que remite explícitamente al Cristo eucarístico: «A todos los Custodios de los hermanos menores a quienes llegue esta carta, el hermano Francisco, vuestro siervo y pequeñuelo en el Señor: salud en las nuevas señales del cielo y de la tierra [la eucaristía], que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son consideradas insignificantes»; y al hilo de esta carta, su fe en la presencia de Cristo «Señor Dios, vivo y verdadero», significada por el sacramento eucarístico, se vuelve más apremiante y más admirativa:

«Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio sobre el altar y lo traslada a otro sitio, todos, arrodillándose, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. Y acerca de la alabanza de Dios, anunciad y predicad a todas las gentes que el pueblo entero, a toda hora y cuando suenan las campanas, tribute siempre alabanzas y acciones de gracias al Dios omnipotente [Cristo Eucarístico] en toda la tierra» (CtaCus 6-8).

Invita, pues, a sus hermanos a ser verdaderos predicadores de la eucaristía a fin de que toda la tierra se convierta en una inmensa acción de gracias por esta presencia viva de Cristo. Francisco acumula aquí los términos que expresan la totalidad del espacio y del tiempo a fin de subrayar la universalidad del señorío de Cristo eucarístico. Para él, celebrar esta nueva presencia es ante todo y sobre todo reconocer y acoger en el signo a Cristo «que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22).

Convencido de que esta nueva presencia de Cristo es la fuente de un mundo nuevo, donde la jerarquía de valores y las relaciones sociales quedarán trastocadas, tiene la audacia de escribir a los jefes de los pueblos:

«Os aconsejo encarecidamente, señores míos, que, posponiendo toda preocupación y cuidado, hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6-8).

Y para subrayar que este memorial no es una simple ceremonia de recuerdo, sino un acto que compromete el presente y el porvenir de cada uno y de la sociedad, concluye la carta diciendo:

«Y tributad al Señor tanto honor en el pueblo a vosotros encomendado, que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente. [¡Se trata siempre del Cristo eucarístico!] Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta en el día del juicio, ante vuestro Señor Dios Jesucristo» (CtaA 6-8).

¿Cabe decir más claramente que el Cristo eucarístico es una presencia viva, actual, permanente en el centro de la vida social y política?


Valentín de Boulogne: La Última Cena

3. Celebrar la comida del Señor:
vivir el hoy de Jesús que salva

Francisco escribe con bastante frecuencia que en la eucaristía el Señor Dios «se nos brinda como a hijos», «se nos entrega todo entero», «se pone en nuestras manos»... (CtaO 11.19; CtaCle 8). Estos verbos en presente muestran bien que se trata de un don actual del amor salvador de Cristo vivo que viene y da su vida. Celebrar la eucaristía es, pues, acoger el hoy de Jesús que salva. Es el lugar privilegiado de la comunión entre el crucificado-glorificado y el hombre. Francisco no disocia las diferentes etapas de la vida de Cristo. Este misterio es uno. Jesús nació por nosotros. Vivió y predicó en los caminos por nosotros. Murió en la cruz por nosotros. Se ofrece en la eucaristía por nosotros. Este «por nosotros» recurre como un estribillo en sus escritos. Todos los sacramentos son, a sus ojos, una acción actual de Jesús «por nosotros». A través de ellos toca el hoy del hombre para sanarle y salvarle.

Desde Navidad hasta la mesa eucarística, Francisco discierne un solo y mismo movimiento: el del amor que se nos da a nosotros para hacernos vivir. En esta perspectiva, la eucaristía no puede ser una simple devoción privada, sino la acogida personal y comunitaria de un Viviente que se nos da todos los días. Aquí y ahora está en juego la Alianza nueva y eterna. Aquí y ahora entramos en la historia de la salvación. Aquí y ahora participamos en la inmensa labor de la redención-liberación del mundo.

Esta comida es mucho más que un simple encuentro fraternal en que el hombre recuerda que es solidario de sus hermanos. Vivir la eucaristía es, para Francisco, ser arrastrado en el movimiento del amor que se entregó hasta el don de sí: «Comed, esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Bebed, este es el cáliz de mi sangre derramada por vosotros». Francisco ha percibido que recibir este cuerpo-entregado-por-nosotros es aceptar entregarse a la lógica del amor; beber esta sangre-derramada-por-nosotros es aceptar dar la propia vida, día a día, para hacer brotar el amor. Él vivirá de hecho, toda su vida apostólica, en esta dinámica de la eucaristía. Y su muerte, que celebrará como una verdadera liturgia del Jueves y Viernes santo, será la expresión última y sacramental de su vida eucarística.

Uno de sus biógrafos escribe: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201). Recordemos que en esta época la comunión frecuente era rara. La Regla de Clara prescribe al menos siete comuniones al año (cf. RCl 3,9). El hermano Gil comulga todos los domingos y en las fiestas principales. ¿Era ésta la práctica de Francisco? La Regla franciscana no dice nada sobre la frecuencia de la comunión, pero Francisco invita con frecuencia a sus hermanos y a todos los cristianos a acercarse a esta fuente de vida. Insistencia tanto más comprensiva cuanto que en esta época la crisis de los sacramentos es tan grave que el cuarto concilio de Letrán (1215), en el canon 21, debió prescribir la confesión anual y la comunión pascual como un mínimo para poder llevar una vida cristiana auténtica. Este Concilio no ha podido menos de influir en las cartas de Francisco.

Se esforzaba, pues, Francisco por hacer de toda su vida una acción eucarística, un culto en espíritu, una ofrenda espiritual a Dios, una celebración pascual del amor. Sin este deseo de coherencia, la misa corre, en efecto, el riesgo de degenerar en ritos formales y vacíos. Francisco «no asiste» a la misa; participa reviviendo los actos salvadores de su Señor que están como acumulados y actualizados en este sacramento. Entra así en la historia actual del acontecimiento pascual de la salvación. Mira siempre el conjunto de la vida de Cristo. Y lo que se despliega en el tiempo por parte de los hombres es un solo acto por parte de Dios. En Navidad, en su vida pública, el Jueves santo, en la cruz, en la mañana de Pascua, Jesús se da a su Padre y a sus hermanos y ya su Padre lo acoge y lo glorifica. Esto explica que Francisco tiene el mismo vocabulario y la misma actitud de adoración ante el Niño de Belén, el Cristo del Calvario y la presencia eucarística. Discierne en todo el mismo amor que reclama sin coacción y que se abaja para darse al hombre. Es siempre el mismo Dios el que manifiesta su gloria en la humildad de los signos: un niño, una cruz, un pedazo de pan...

En una carta dirigida a todos sus hermanos escribe:

«¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!» (CtaO 26-27).

Todo el misterio de la encarnación, de la redención y de la resurrección entra en el hoy de Dios. La eucaristía es su actualización para nosotros. Como la encarnación ayer, pero bajo un modo diferente, la eucaristía continúa revelándonos el corazón de Dios y descubriéndonos su presencia entre nosotros. Semejante amor respetuoso y semejante humildad admiran a Francisco que tomará de ellos las motivaciones esenciales de la humildad y de la pobreza de su vida evangélica. «Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones» (CtaO 28).

4. Celebrar la comida del Señor:
rendirle «el homenaje» de toda nuestra vida

Ante la grandeza y la actualidad de tamaño don, Francisco apremia a sus hermanos a hacer el vacío en sí mismos para acoger al que es todo: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29). ¿Cómo no dar todo al que nos da todo? En la eucaristía, la vida eterna encuentra la historia del hombre, el Viviente encuentra al hombre mortal. ¡Qué prodigioso intercambio!

La respuesta del hombre, en la fe, exige la disponibilidad, la pureza de intención y el homenaje de nuestro amor. Es lo que Francisco expresa con frecuencia mediante las palabras respeto (reverentia) y honor.

«Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo... Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque El es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y amadle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 12 y 23-25).

El temor respetuoso que siente el Poverello ante la presencia eucarística es el de toda la Biblia ante la transcendencia del Dios Altísimo. Encuentra, por otra parte, espontáneamente el gesto oriental de la adoración: la prosternación, frente en tierra, como Moisés ante la Zarza ardiente.

En una época en que un poco en todas partes, en Italia, sobre todo en Lombardía, estallaban motines populares contra los sacerdotes indignos y en que numerosos herejes ponían en duda la validez de sus sacramentos, Francisco manifiesta un respeto sorprendente por el sacerdocio. Escribe en su Testamento:

«Si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos».

Expresa, pues, su actitud exactamente con los mismos términos que los empleados para la eucaristía. ¿Se trata de una sacralización abusiva del sacerdocio? Francisco mismo se explica:

«Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 7-11; cf. 2CtaF 33-35; LCl 42).

Este ruego no era superfluo en un tiempo en que se dejaban a veces las iglesias en un estado lamentable y aun enmohecerse el pan consagrado. El concilio de Letrán, en 1215, deploraba ya que en algunas iglesias los objetos de culto estaban en un abandono y en un estado de suciedad increíble. En este sentido predica y escribe Francisco con frecuencia a los clérigos. Frecuentemente se le ve, cuando llega a un lugar, comenzar por barrer la iglesia local. Respeta infinitamente todo cuanto toca de cerca o de lejos a la presencia eucarística de su Señor, cuya dignidad parece salpicar sobre todo lo que le rodea (cf. 2 Cel 202).

Esta fe profunda en la presencia nueva de Cristo hace de él un verdadero apóstol de la eucaristía. Cinco de las ocho cartas que se nos han conservado tienen por tema central el respeto a este sacramento. Suplica a los hermanos, clérigos o laicos, que no pisen al Hijo de Dios, que no desdeñen y mancillen la sangre de la Alianza, que no ultrajen al Espíritu de la gracia: «Pues el hombre desprecia, mancha y conculca al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin diferenciar y discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos, lo come de manera vana e indigna» (CtaO 17-19).

Reaccionará siempre con vigor ante la irreverencia al Cristo eucarístico. En particular, frente a los clérigos a quienes dirige una carta muy sentida:

«Reparemos todos los clérigos [Francisco era probablemente diácono] en el gran pecado e ignorancia en que incurren algunos sobre el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo y sobre los sacratísimos nombres y sus palabras escritas que consagran el cuerpo. Sabemos que no puede existir el cuerpo, si previamente no ha sido consagrado por la palabra. Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida.

Pues bien, todos los que ejercen tan santísimos ministerios, especialmente los que los administran sin discernimiento, pongan su atención en cuán viles son los cálices, los corporales y los manteles en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Y hay muchos que lo abandonan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, le reciben indignamente y lo administran sin discernimiento. A veces hasta se pisan sus nombres y palabras escritas, porque el hombre animal no percibe las cosas que son de Dios.

¿No nos mueven a piedad todas estas cosas cuando el piadoso Señor mismo se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días en nuestra boca? ¿Es que ignoramos que hemos de ir a parar a sus manos?» (CtaCle 1-9).

Notemos que Francisco no separa jamás palabra y eucaristía. Si, por no recargar este libro, no vamos a desarrollar el puesto de la palabra de Dios en la vida interior de Francisco -¡haría falta necesariamente otra obra!-, retengamos al menos que a sus ojos, cuerpo y palabra de Cristo son dos manifestaciones visibles, actuales del mismo Altísimo, dos modos de su presencia real. Cristo encarnado es, todavía hoy, por su palabra y sus sacramentos, el que revela a Dios y se da a sus hermanos. La eucaristía es para Francisco redención y revelación a la vez. Coherencia espiritual que el pobrecillo de Asís ha percibido en la adoración silenciosa y en la participación en la vida litúrgica, donde todos los días estamos invitados a la mesa del pan y a la mesa de la palabra.

Y, desde luego, por algo utiliza el mismo verbo: administrar (el latín administrare significa servir), para hablar de la palabra de Dios y de la eucaristía. Francisco pide la misma actitud de respeto para «administrar» y acoger la palabra que para «administrar» y recibir la comunión.

5. Celebrar la comida del Señor:
abrir todo el universo creado a la vida

Para Francisco, en el sacramento de la eucaristía, Jesús vivo prolonga su encarnación. Penetra poco a poco en el hueco de nuestra humanidad para pacificarla y reconciliarla con la vida y el amor del Padre. En cada misa, celebra la Pascua de todo el universo. Esta nueva presencia del Señor es la fuente secreta, fecunda, prodigiosa de una creación nueva, de un mundo nuevo en gestación. Porque en Cristo, como Francisco escribe, «todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 13).

Su fe es cósmica. El Cristo eucarístico es el sacramento de un pueblo en marcha a su unidad, de un universo en vía de consumación y transfiguración. ¿No es este cuerpo eucarístico una parcela de la materia creada, de nuestra propia carne, que ha entrado ya en su estado final? Este sacramento orienta, pues, nuestra historia y nuestros actos cotidianos hacia la esperanza del mundo venidero. En cada comida pascual, los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, la creación entera, «pasan» a Dios y se convierten en semillas de eternidad. Francisco contempla en este sacramento el anuncio del universo recapitulado en Cristo Señor. Ha meditado mucho sobre la elección que Jesús hizo de tomar elementos de nuestra tierra, el pan y el vino, para convertirlos en signos proféticos del mundo nuevo donde entraría como primogénito.

El Espíritu creador que planeaba sobre las aguas en la aurora de la creación, que cubrió con su sombra a la Virgen María para dar carne al Hijo de Dios, que resucitó a Cristo de la tumba, ese mismo Espíritu transfigura cada día el pan y el vino en cuerpo de Cristo y engendra la Iglesia, su cuerpo místico (como lo significa la doble invocación al Espíritu Santo o epiclesis en el decurso de cada eucaristía).

Así, el poder creador del Espíritu que vivificó, espiritualizó, transfiguró la carne terrestre de Cristo, continúa, en cada eucaristía, vivificando, espiritualizando, transfigurando al hombre y, a través del hombre, toda la creación. Por eso mismo considera también Francisco este sacramento como la cumbre de su vida itinerante vivida como un éxodo pascual hacia la tierra de los vivientes. Ha barruntado cómo este sacramento está al servicio de la génesis del hombre inacabado que Dios crea día a día. Por eso también, en la contemplación de Cristo eucarístico, crucificado-glorificado, es donde orienta y purifica sin cesar sus pensamientos y sus actos cotidianos hacia el futuro de Dios. Esta presencia de Cristo eucarístico es, pues, una presencia dinámica y creadora. Dios inventa en ella cada día nuestra salvación.

Francisco escribe: Él solo «obra según le place»; «colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos» (CtaO 30-33). Sin duda, los sacramentos cristianos no son realidades «radioactivas» que afectarían al hombre sin saberlo. Su eficacia depende de la libertad del hombre que acoge o no este poder de vida. No obstante, Francisco tiene la intuición -la de un Carlos de Foucault siete siglos más tarde- de que la presencia de Cristo eucarístico irradia y arde en el corazón del mundo como un fuego oculto. En la prolongación del dinamismo de la acción eucarística, la contemplación y la adoración de esta Zarza ardiente, de este don permanente de Dios, no carece de significado. Esta presencia silenciosa, discreta, venerada es ya una brecha de eternidad en el espesor de nuestro tiempo, una revelación, un acto misionero. ¿No es la Iglesia un pueblo de testigos y de vigilantes, cuya plegaria vigilante proclama: «¡Hay uno entre vosotros al que no conocéis!» (Jn 1,26).

En fin, ¿no se puede considerar el Cántico de la Criaturas de Francisco algo así como la «Misa sobre el mundo» de Teilhard de Chardin? ¿No es el eco del canto cósmico del hombre eucarístico, reconciliado, que celebra la fraternidad universal de un mundo nuevo rescatado y transfigurado por el Cristo vivo?

6. Celebrar la comida del Señor:
aprender a arriesgar la vida por los caminos del hombre

Cada vez que Francisco contempla el signo de la presencia eucarística de Cristo, este don humilde y silencioso del amor, vuelve a escuchar el llamamiento que trastornó su juventud: «¡Reconstruye mi Iglesia!» ¿No hace san Juan brotar la misión de los apóstoles del encuentro con Cristo resucitado, acogido y reconocido en el decurso de la comida eucarística de la comunidad cristiana? Jesús les dice una vez más: «¡La paz sea con vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). ¿Cómo acoger la vida, el amor y la paz de Cristo sin sentir la urgencia de compartirlos con todos los hombres? ¿Cómo no desear anunciar a todos que la dicha no es un sueño, sino un Dios vivo que permanece entre los hombres? La eucaristía es una acción dinámica que se prosigue mucho más allá del marco litúrgico: «Id en la paz de Cristo para vivirla y comunicarla», dice el celebrante al fin de cada celebración. La eucaristía es fuente de testigos.

¿Cómo participar en esta comida en que Dios da todo, en que Cristo se da a sí mismo a sus hermanos, sin sentirse impulsados a hacer otro tanto? Como lo dice Francisco, el Cristo eucarístico nos deja ejemplo «para que sigamos sus huellas» (2CtaF 11-13). El mismo arraigará en este sacramento su pasión por la unidad, la paz y la fraternidad universales. Hemos evocado a propósito de su carta a todos los jefes de Estado cómo sintió las consecuencias apostólicas y sociales de esta presencia nueva de Cristo entre nosotros. En nuestros días resulta cada vez más insoportable, incluso escandaloso, compartir este pan con Cristo dejando a millones de hombres excluídos de compartir los bienes terrestres y espirituales.

Francisco tomará, cada día, de este sacramento, los rasgos esenciales de su misión de hermano menor: el don de sí mismo, el servicio de los otros en la pobreza y en la humildad. Cabe decir que con el mismo título que la cruz, la eucaristía fue para Francisco una verdadera escuela de misión.

La celebración de esta comida del amor dado es siempre una invitación a hacer morir en nosotros todo lo que nos impide amar y compartir con todos lo que de mejor tenemos. Cada eucaristía es una muerte a sí mismo y un renacimiento a la vida. En cada misa somos invitados a liberar de la cautividad del pecado el amor que está en nosotros. A través de todos sus gestos cotidianos, Francisco hará «memoria» de Cristo Jesús. En este sacramento del amor, de la nueva presencia del Señor, humilde e inmenso, discreto y universal, luminoso y oculto, encontrará siempre la fuerza y la necesidad de revivir, cada día, los actos salvadores de Jesús. Hará de toda su vida una eucaristía viviente, una celebración del amor.


Rembrandt: La Cena de Emaús

7. Aprender a contemplar el cuerpo eucarístico de Cristo
con los ojos del Espíritu

Quisiera concluir este capítulo sobre la eucaristía con la primera Admonición de Francisco, que es una bella y concisa síntesis de su visión trinitaria y sacramental de la revelación cristiana:

«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre.

El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto. Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo.

Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el Sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos; y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna.

Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su sentencia.

Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real, descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros El mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.

Y de esta manera, está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1).

Francisco abre esta exhortación sobre Cristo eucarístico con una rápida pero sugestiva evocación del Cristo histórico, cuya misión esencial fue revelarnos, hacernos «conocer», hacernos «ver» el amor del Padre y el camino que nos conduce a Él. Sugiere, pues, que Cristo eucarístico prosigue la misma misión. El cuerpo eucarístico es una revelación que hace «ver» el amor del Padre y conduce a Él. Para Francisco, los sacramentos están en la lógica de la encarnación de Jesús. No hay sino una sola historia de la salvación, una sola revelación, pero se despliega en etapas diversas.

En cada etapa, el Dios de la Alianza revela, se expresa, según modalidades diferentes. La nueva presencia de Cristo eucarístico es la última revelación de Dios salvador, el último signo de su amor, de su encuentro con la humanidad.

Notemos una vez más que, para Francisco, esta salvación-revelación es una colaboración de las tres personas de la Trinidad. Puesto que «el Padre habita en una luz inaccesible», la misión del Hijo es hacerlo «ver», tanto en su encarnación en Palestina como en su actual eucaristía. Y la misión del Espíritu es hacer «ver» a Cristo aquí y hoy. Porque si Jesús es el desvelamiento del Padre, tiene a su vez necesidad de ser desvelado por el Espíritu. ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, «ver» en el hijo del carpintero al que es igual al Padre? ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, sobrepasar un simple conocimiento histórico, carnal, para confesar a Cristo Señor y reconocerle presente en este sacramento?

Hay, en Francisco, una especie de circularidad del «conocimiento» en la fe. El Hijo revela al Padre y el Espíritu Santo revela al Hijo. Ningún aspecto del cristianismo puede «verse» fuera de la Trinidad viviente donde cada persona está al servicio de esta revelación de la salvación. La fe no puede brotar sino de su respectiva misión y de su estrecha colaboración.

Probablemente habréis observado cómo este texto está como ritmado, estructurado por el verbo clave «ver», que recurre trece veces, sin contar los otros verbos de visión, como contemplar, mirar, mostrar... Todo se juega, pues, al nivel de ver, mirar. Creer es aprender a «ver» con los ojos del Espíritu, el Paráclito, como gusta a Francisco llamarle, nuestro consejero interior. El clima joánico de esta admonición es incontestable. Todas las palabras y expresiones claves son familiares al cuarto evangelista: Espíritu (9 veces), ver (13 veces), ver y creer (3 veces), venir, conocer... Este vocabulario de la mirada de la fe, del contemplativo, conviene perfectamente a Francisco que opone con frecuencia en sus escritos al hombre ciego, cerrado sobre sí mismo, que no ve, y al hombre abierto a la realidad invisible, que ve y que cree; en otras palabras, los «ojos de la carne» y los «ojos del Espíritu».

Ayer, el Espíritu, en el corazón de los apóstoles, les permitía «ver» en Jesús de Nazaret al Hijo del Padre. Hoy, sólo el Espíritu en nuestros corazones nos permite «ver» en el pan eucarístico la nueva presencia de Cristo. Más todavía, sólo el Espíritu en nosotros es capaz de acogerlo y de «comulgar» realmente con esta presencia. El solo nos permite creer, amar, seguir y vivir a Cristo. Francisco supo «contemplar» a Cristo eucarístico con los «ojos del Espíritu» -es desde luego la única vez que utiliza en sus escritos este verbo un tanto culto. Supo «ver», discernir con fervor, gozo y reconocimiento, este nuevo signo de la revelación. ¿No es, por otra parte, Cristo mismo, como lo escribe Francisco, quien escogió este medio de permanecer siempre con los que crean en él hasta el fin del mundo? Francisco, en efecto, ve en la eucaristía un lugar privilegiado de la realización de esta promesa: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo». La eucaristía es una manifestación visible, sensible, actual, permanente de Cristo salvador. La fe es, pues, el acto fundamental, decisivo, que hace al hombre disponible a la palabra-revelación del Hijo, a la mirada interior del Espíritu.

Volvemos a encontrar en Francisco el ardiente deseo de «ver corporalmente» (corporaliter), es decir, al nivel de los signos, a su Señor y su Dios. No es desde luego casual que no utilice casi nunca la palabra demasiado abstracta de «eucaristía» y prefiera la expresión más concreta de «cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo», que prolonga sacramentalmente el misterio de su encarnación reveladora y redentora.

8. Clara: una adorante maravillada de Cristo eucarístico

La abadesa de San Damián comulga lo más frecuentemente posible el cuerpo de Cristo. Se estremece de emoción y de respeto. Hasta llora de gozo (Proceso 2,11; 3,7; 9,9-10). Lo acoge como «tan grande beneficio... que el cielo y la tierra no se le pueden comparar» (Proceso 9,10; cf. LCl 42). Ha leído probablemente, releído y meditado las cartas de Francisco sobre este sacramento. Su amor, su fe y su intuición femenina debieron de vibrar intensamente con las evocaciones realistas y místicas de Francisco. Contempla, a su vez, en este cuerpo entregado, en este pan compartido, toda la actualidad de la salvación y la permanencia del don de Dios. Este prodigio de respeto, esta humilde grandeza del amor le arranca lágrimas de dicha y de reconocimiento. Venera al que cada día, bajo una forma u otra, reinventa el abatimiento del Niño de Belén, multiplicando al infinito el don de su vida a fin de que todo hombre pueda acogerlo y vivirlo. Adora al que se da así al Padre y a los hermanos hasta el fin de los tiempos. Le recibe con fervor porque «no reverencia menos a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra» (LCl 28).

Enferma, prisionera de la pequeña celda que le sirve a la vez de enfermería y de oratorio, consume sus últimas fuerzas en venerar este sacramento del Bien-Amado. Sostenida por algunas almohadas, hila y teje para hacer corporales. Cada punto de ganchillo, cada repulgo es un acto de amor. No puede impedir rozar con sus labios estos lienzos preciosos que recibirán el cuerpo del que ella ama, antes de encerrarlos en las bolsitas de seda púrpura. Los envía así a los hermanos que los harán bendecir por el obispo de Asís y los distribuirán entre las iglesias más pobres (LCl 28).

Silencioso trabajo manual que permite a Clara dejar a su alma contemplativa soñar en la misteriosa presencia de Cristo. Ella adora en espíritu al que comparte con la tierra las riquezas infinitas del reino y se digna velarse bajo tan frágiles apariencias. Piensa en Cristo que tiene sed de darse y en los hombres hambrientos que corren hacia tantos bienes perecederos. ¡Él que es la vida! ¡Y el hombre que enferma de anemia! ¡En él, el «autor de la salvación y de todos los bienes deseables»! ¡Y en el hombre que no osa ya esperar la dicha! Clara lloró con frecuencia de amor sobre sus bordados.

Comulga con frecuencia, en nombre de todos estos hombres, en el «tesoro», del que se sabe indigna. Lo que dice de la habitación de Dios en el alma del creyente, del que hace su morada, ¡cómo lo viviría intensamente en la comunión con el cuerpo eucarístico de Cristo!

«La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos; y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras de este mundo» (CtaCl 3,4).

En efecto, ¡con qué fe, con qué amor, con qué humildad debió de acoger la Virgen María en su seno al Hijo de Dios! Con una audaz analogía, Clara pensaba probablemente en este misterio al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo. De la Madre de Cristo adoptará los sentimientos y las actitudes necesarios para recibir al Creador.

Esta «comunión» es el corazón, la cumbre de toda la vida interior de Clara. Aquí convergen todas sus plegarias y todas sus ofrendas, como los ríos se lanzan al océano. Por este signo sacramental, la presencia de Dios en el corazón del hombre alcanza, en ella, su realismo más grande:

«Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor: a Aquel cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyos premios no tienen límite ni por su número ni por su preciosidad ni por su grandeza; a aquel -te digo- Hijo del Altísimo, dado a luz por la Virgen, la cual siguió virgen después del parto. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo: los cielos no lo podían contener, y ella, sin embargo, lo llevó en el pequeño claustro de su vientre sagrado, y lo formó en su seno de doncella» (CtaCl 3,3).

Hacer del seno de María el primer claustro del mundo es una analogía muy profunda y muy fuerte que expresa bien cómo Clara debía de acoger el cuerpo de Cristo. Como Francisco, no acaba de meditar tamaño abatimiento del amor de Dios. Que el hombre pueda convertirse en la morada de su creador, la sume en admiración. ¡Y para vivir semejante misterio, basta amar!

«Es clarísimo que, por la gracia de Dios, la más noble de sus criaturas, el alma del hombre fiel es mayor que el cielo: los cielos, con las demás criaturas, no pueden abarcar a su Creador; pero el alma fiel -y sola ella- viene a ser su morada y asiento, y se hace tal sólo en virtud de la caridad» (CtaCl 3,4).

9. Una presencia que es fuerza

En la época de Clara, Italia se halla desgarrada. El ambicioso emperador Federico II ha declarado la guerra al papado. Los Estados Pontificios son hollados por los batallones alemanes, apoyados por los sarracenos. En 1240, invaden la Umbría, saquean la ciudad de Espoleto y matan a sus habitantes. El terror se apodera de todas las ciudades. Las hermanas de San Damián, aisladas en su pequeño monasterio fuera de las murallas de la ciudad de Asís, están ya muertas de miedo. Sor Clara, clavada en su celda por la enfermedad, conserva su confianza. Se arrastra todos los días al oratorio donde, por privilegio raro en la época, conserva la presencia eucarística en una pequeña urna de plata cubierta de marfil. Allí se prosterna. Implora el socorro de su Señor. Cuando los sarracenos asaltan el muro de la clausura, Clara manda que traigan la «urna» de la santa eucaristía ante la puerta del refectorio, que los soldados se empeñan en abatir. Clara reza. Sobrecogidos de un pánico repentino e inexplicable, los sarracenos se vuelven precipitadamente (Proceso 3,18; 9,2; 13,9). La Umbría devastada queda, sin embargo, liberada de los invasores.

En la primavera de 1241, nueva amenaza para Asís. Un aventurero al servicio del emperador de Alemania, Vital de Aversa, asedia la ciudad. En su lecho de muerte, Clara invita una vez más a sus hermanas a la oración. Ella misma acude al oratorio a la presencia de Cristo eucarístico. ¡Siempre la misma lucha incesante entre las fuerzas de las tinieblas y la luz! Se prosterna ante el que es el vencedor del mundo y el que lo ha reconciliado todo. Y tan extrañamente como la vez anterior, tras una tentativa de salida de los asediados, los batallones alemanes huyen (LCl 23; Proceso 18,6).


Michel Hubaut, O.F.M., Contemplar y vivir el misterio de Cristo eucarístico, en ÍdemCristo, nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Oñati (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1990, pp. 125-143

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