Todos se reían de Vos, Señor mío, todos os herían, os ultrajaban. Vuestro divino Rostro, otrora radiante de hermosura, está ahora enteramente desfigurado. Sólo expresa el dolor, en su forma más aguda, más lacerante.
A los ojos de esa turbamulta, ¿qué papel haría quien os consolase, quien tomase vuestro partido, quien se declarase vuestro? Atraería sobre sí mucho del odio, del desprecio, de la humillación que sobre Vos se lanzaba como impetuoso torrente, desde lo íntimo de aquellos corazones empedernidos, y, más aún, desde todas las calles, plazas y callejuelas de la ciudad deicida.
La Verónica vio esto. Pero ella no tuvo miedo. Se aproximó de Vos. Os consoló. Y, ¡oh divina recompensa!, vuestro Rostro divino quedó para siempre estampado en el lienzo con que ella quiso enjugarlo.
Dios mío, quiera mi corazón consolaros siempre. Y especialmente cuando todos se avergüenzan de Vos, dadme fuerzas para consolaros, proclamando en alto y con fuerza a mi Divino Rey.
Como recompensa, no quiero otra sino tener vuestro Rostro estampado en mi corazón.
Doctor Plinio Corrêa de Oliveira, 1943
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