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lunes, 22 de agosto de 2022

«EL CUERPO DEL SEÑOR» Meditación sobre la Admonición I de san Francisco por Kajetan Esser, o.f.m.

 


«EL CUERPO DEL SEÑOR»
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.
(1a) PRIMERA PARTE .
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INTRODUCCIÓN
La Admonición primera de nuestro padre san Francisco (Adm 1) es originariamente un rechazo, transido de fe, de la incredulidad de los cátaros de su época, contra cuyo pernicioso influjo procuró Francisco preservar a sus hermanos. Pero la significación e importancia de esta exhortación rebasan las circunstancias históricas que la motivaron; por eso está colocada de propósito al inicio de las «palabras de santa admonición». Trata, en efecto, del misterio de Cristo, de su persona y de su obra salvífica, y, especialmente, de su anonadamiento y su pobreza, que tienen un significado capital y básico para la vida de la Orden franciscana y que, por tanto, debemos comprender con fe viva y responder a ellos con idéntica fe.
Dada la amplitud de esta Admonición, vamos a dividirla y tratarla en tres partes: I. Ver a Dios (vv. 1-7); II. El misterio de la santa Eucaristía (vv. 8-13); III. La Eucaristía, centro de la vida cristiana (vv. 14-22).
I. VER A DIOS
«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9).
»El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63). Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo» (vv. 1-7).
Dios es espíritu
Comencemos por el segundo fragmento de esta primera parte de la Admonición, pues contiene tal vez la clave que nos permitirá comprenderla mejor:
«El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63)».
Con varias citas de la Sagrada Escritura, Francisco describe una auténtica dificultad y un peligro real de nuestra vida cristiana, y sobre todo de nuestra vida religiosa. La vida religiosa es, en realidad, una vida consagrada por entero a Dios. Ella exige que el hombre abandone por completo todas las cosas para vivir solamente en comunión con Dios. Este es el auténtico sentido de nuestra profesión, que nos impulsa a vivir con radicalidad el objetivo vital de todo bautizado: considerarnos «vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 6,11).
Pero Dios es espíritu y, por tanto, es absolutamente distinto de nosotros. Es tan radicalmente diferente de nosotros que cualquier idea que nos formemos de Él y toda palabra que pronunciemos sobre Él, tendrán siempre que rendirse ante su misterio. «El Padre habita en una luz inaccesible». Nosotros, hombres, no podemos acercarnos a Él, no podemos abordar al Dios majestuoso y misterioso. Pensemos en Moisés, a quien se le apareció Dios en la zarza ardiente. Pensemos en aquellos hombres a quienes se les apareció simplemente un mensajero de Dios, un ángel del Señor. La primera palabra del ángel es siempre: «¡No temáis!» Si tenemos esto presente, experimentaremos efectivamente que la grandeza de Dios es inalcanzable.
«Y a Dios nadie lo ha visto jamás». No podemos comprenderlo ni siquiera empleando todos nuestros sentidos y todas nuestras facultades. Al hombre que está a mi lado lo comprendo de muchas maneras. Está aquí, presente. Debo contar con su presencia. Más aún, puedo entablar contacto con él de manera experimental y vital, puedo hablarle y recibir su respuesta. Una gran cantidad de lazos recíprocos me unen a él. Vivimos de forma satisfactoria y enriquecedora la presencia de otro hombre. Con Dios, en cambio, es muy distinto. Y, no obstante, como cristianos y religiosos, debemos vivir sólo para Dios, hablar con Él en la oración, existir exclusivamente para Él. Esto es difícil. A menudo, incluso, indeciblemente difícil. El «misterio» de Dios puede convertirse en una dificultad -¡e incluso en un peligro!- para nosotros. El «peso» de Dios pesa tanto sobre nosotros que pensamos que ya no lo podemos soportar, y entonces huimos y nos refugiamos en el mundo que podemos captar con nuestros sentidos, conocido por nosotros, y en el cual nos sentimos más a gusto.
Pero Dios conoce todas estas dificultades y necesidades nuestras. Sabe que queremos tenerlo a Él concreto; que, incluso, en cierto sentido, necesitamos tenerlo concreto. Por eso, salió de su luz inaccesible.
Dios se hizo visible en Jesucristo
Dios, que es espíritu, tomó un cuerpo en su Hijo, se hizo hombre como nosotros. Se nos hizo visible, se hizo nuestro vecino en su Hijo humanado, Jesucristo. Por eso, lleno de alegría y fascinado y agradecido por el amor de Dios, Francisco colocó en la cabecera de su Admonición estas palabras del evangelio de san Juan:
«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14, 6-9)».
El Hijo hecho hombre es la revelación del mismo Padre que está en los cielos. En Cristo, el Padre ha venido hasta nosotros; podemos verlo con nuestros ojos, podemos escucharlo con nuestros oídos. Cristo es el camino a través del cual el Dios invisible viene a nuestro mundo, se nos aproxima en forma humana, se revela.
Pero Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, es también nuestro camino hacia el Padre, hacia Dios que habita en una luz inaccesible. Quien ve a Jesús, ve al Padre. Quien le escucha, escucha también la Palabra del Padre que lo ha enviado. «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!» (Lc 10,23). Dichosos los hombres que pueden ver a Cristo, que pueden escuchar su palabra, pues se les acerca el completamente Otro, el Dios inmenso, invisible, inaccesible. En Cristo, Dios se introduce en nuestra vida, vive con nosotros como nuestro Emmanuel, «Dios con nosotros». En Cristo, Dios se une a nosotros con una alianza nueva y eterna. En Cristo, Dios nos revela el camino que debemos recorrer: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho» (Jn 13,15). Por ello, es menester que aprendamos a conocer a Cristo, a amarlo; que lo experimentemos y revivamos; así aprenderemos a conocer y amar al Dios invisible, a Dios Padre.
Debemos escuchar la Palabra de Cristo. Así oiremos lo que quiere decirnos el Dios invisible. Y Dios podrá traernos la Salvación, ya que, después de la encarnación, no hay ningún abismo infranqueable. Dios vino a nosotros en Cristo, a fin de que nosotros pudiésemos oír al Padre en Cristo: Cristo «vino a anunciar la paz... Pues por él, unos y otros, tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,17-18).
Y otra cosa importante: debemos mirar correctamente a Cristo, Hijo de Dios. Por eso sigue diciendo Francisco:
«Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo».
Puesto que Cristo es hombre verdadero, podemos olvidar fácilmente que también es Dios. Del mismo modo que debemos prestar mucha atención para no ignorar su humanidad, de la misma manera debemos también, y en primer lugar en el ámbito de la vida de piedad, no olvidar su divinidad. Debemos contemplarlo en espíritu, es decir, con fe profunda, para que no pueda reprocharnos como a Felipe: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido?»
Sólo esta mirada, esta contemplación en la fe puede preservarnos de la desdicha de tantos hombres que vieron al Señor en los días de su vida en la tierra, pero vieron sólo al hombre, no creyeron que Él era verdadero Hijo de Dios, y lo rechazaron, cayendo así en el juicio de Dios. Pues sigue siendo válida la palabra de la Escritura: «El que cree en él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18). En cambio, a quien contempla correctamente el misterio divino-humano de Cristo, le es aplicable esta gran aseveración del Señor: «El que me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió» (Mc 9,37). Por eso, Cristo es nuestro centro. Es el camino que conduce hasta Dios: «Nadie llega al Padre sino por mí». En Cristo han sido superadas todas las dificultades, pues su humanidad ha hecho asequible a Dios para nuestra salvación.
Consecuencias prácticas
Nuestra vida cristiana se mantiene o se derrumba según que se mantenga o se derrumbe nuestra fe en Jesucristo, mediante el cual y en el cual vivimos la verdadera fe en Dios. «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tim 2,5). Intentemos ahondar de manera concreta en esta mediación de Cristo.
1. ¿Qué hacemos en nuestra vida religiosa para conocer cada vez mejor el misterio de Cristo? ¿Ansiamos contemplarlo, a fin de que imprima su imagen en nuestro espíritu? ¿La lectura diaria de la Sagrada Escritura es para nosotros un encuentro con el Dios escondido, que se nos ha hecho visible en Cristo Jesús y audible en su Palabra? ¿Orientamos nuestra lectura de la Sagrada Escritura como mero cumplimiento de algo prescrito, o como un contemplar a Dios? «Pues el mismo Dios que dijo: "Del seno de las tinieblas brille la luz", ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6).
Cuando hacemos la meditación, ¿lo vemos a Él? ¿Se nos manifiesta la gloria de Dios en el rostro de Cristo cuando rezamos el rosario o cuando meditamos los principales acontecimientos de la vida de Cristo en el vía crucis? ¿Experimentamos cada vez más vitalmente que su camino va del Padre a nosotros y de nosotros al Padre?
No olvidemos lo que nos dice aquí Francisco con palabras del Señor: «El espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto». No se trata de algo meramente piadoso y edificante, sino de un ver lleno de fe, de ver en el espíritu lo que Dios nos ha revelado en su Hijo para nuestra salvación. «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4).
2. Pidamos al Señor una fe profunda, pues ésta es un don, una gracia de Dios. Sólo en la fe podemos ver y experimentar a Cristo en su divinidad; sólo en la fe podemos ver y experimentar que Cristo es el Hijo de Dios. Esta fe que Dios nos ha concedido, y que seguirá otorgándonos cada vez más si se la pedimos, debe ser vital y estar transida de veneración y respeto: ¡Veneración y respeto ante su Imagen! ¡Veneración y sumisión a su Palabra! Acoger a Dios tal como Él se ha revelado y no como yo quisiera que se hubiese revelado. ¡No leemos la Escritura para defender nuestros derechos! Eso sería «el espíritu de la carne... que no es de provecho en absoluto».
Es decisivo que Cristo, Palabra del Padre, ejerza sus derechos sobre mí; ¡entonces se adueña de mí el «espíritu del Señor»! Entonces se me concede la metanoia, la conversión del corazón, la penitencia, tal como la entiende Francisco. Esto sólo es posible gracias a la fe reverente y plena de veneración ante la revelación de Dios. Aquí puede afirmarse realmente: cuanto más reverente y respetuosa sea nuestra fe, tanto más vital será; y cuanto menos respeto y veneración tenga, será tanto más indiferente. Ahora bien, la indiferencia es el mayor peligro para la fe. Este peligro se supera pidiendo insistentemente a Dios que nos conceda el don de la fe.
3. En este contexto, «conocer» no significa sólo «tener o adquirir conocimientos». Debemos entender la palabra «conocer» en sentido bíblico, como la entiende con frecuencia Francisco. Así la entiende inmediatamente después en esta misma Admonición. Conocer significa también amar, llegar a ser uno, identificarse en el amor: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
El mero conocer no sirve para nada si no culmina y se consuma en el amor. Cualquier encuentro con el Señor implica algo más que un simple recuerdo histórico; quedarse en el simple recuerdo histórico equivaldría a quedarse en un mero conocimiento carnal. Todo auténtico encuentro con el Señor supone que nosotros, en el amor, nos sometemos a la voluntad y a la acción salvífica de Dios, que quiere entrar en comunión con nosotros. En la encarnación de su Hijo, Dios salió de su luz inaccesible para revelarnos y hacernos partícipes de su amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9).
Este amor exige nuestra respuesta. Por eso san Buenaventura gustaba emplear la palabra «redamare», ¡responder al amor con amor! Debemos responder con nuestro amor al amor de Dios. En este amor se perfecciona y consuma el conocimiento; mediante este conocimiento, crece el amor. Todos los «ejercicios de piedad» (lectura de la Sagrada Escritura, rosario, vía crucis...) tienen valor en cuanto son expresiones vitales de este gran amor que tiende a la meta suprema que nos hace felices y dichosos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre».
En este ver culmina el sentido más profundo de nuestra vida religiosa.
II. EL MISTERIO DE LA SANTA EUCARISTÍA


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