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miércoles, 4 de noviembre de 2020

Mi lote es el Señor, por eso esperaré en Él San Juan 14, 1-6

 


Mi lote es el Señor, por eso esperaré en Él San Juan 14, 1-6

En el día en el que conmemoramos a todos los fieles difuntos, las lecturas de hoy nos hablan de misericordia, bondad, fidelidad, salvación y esperanza, esperanza en el cielo y en la Vida Eterna.

El libro de las lamentaciones narra la trágica y amarga experiencia del pueblo de Israel tras la destrucción de la Ciudad Santa: Jerusalén. En este tercer poema el profeta personifica de algún modo la tribulación y el dolor de la ciudad desolada. Sin embargo, él mismo reconoce que a pesar de haber perdido la paz y el gozo, aún conserva en la memoria, como un sello en su alma, la experiencia del amor de Dios, de su gran bondad y misericordia, y sobre todo de su fidelidad. Todo esto le hace mirar el futuro con esperanza, un futuro que vas más allá de nuestra vida terrena y que apunta a la salvación tan deseada, en definitiva a la Vida Eterna.

Muchas veces también nosotros hemos podido experimentar, en medio del dolor, el consuelo y la misericordia de Dios. Su fidelidad nos ha devuelto la esperanza y la confianza en Él. Incluso ante la amarga experiencia de la muerte de algún ser querido, hemos gustado la Paz y el Amor de Dios, que no es otra cosa que las primicias de la Vida Eterna.

Me voy a prepararos un lugar para que donde yo esté, estéis también vosotros

Dentro de uno de los acontecimientos más deseados por Jesús, como es la Última Cena, pues Él mismo dice: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros”, la Iglesia hoy nos presenta el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos.

Después de haber anunciado la traición de Judas y las negaciones de Pedro, Jesús es consciente del miedo y de la turbación de sus  discípulos, por eso les insta a mantenerse firmes en la fe, a confiar en Dios y en Él, lo que de algún modo da a entender que son una misma persona.

“Para ti nos hiciste, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” nos dice San Agustín. Y también San Pablo nos recuerda: “En la vida y en la muerte somos del Señor”. Somos peregrinos en esta tierra, aquí estamos de paso, nuestra morada definitiva es el Cielo, vivir con el Señor eternamente. Esto es algo que Jesús les dice a sus apóstoles y también a nosotros. Es un consuelo muy grande saber que Cristo va a prepararnos un sitio en el Cielo y luego volverá  y nos llevará con Él. Ésta es la fe y la esperanza de todo cristiano y con los ojos fijos en el Señor esperamos vivir siempre con Dios en el Cielo.

Nuestra vida es mucho más que unos cuantos años en la tierra. La vida en nuestro cuerpo físico es un periodo muy corto de nuestra existencia. Los cristianos creemos firmemente que  nuestro existir no se acaba con la muerte, pues nuestra verdadera vida es la Vida Eterna.

La psiquiatra Elisabeth Kübbler Ross, que investigó mucho sobre la muerte, decía: “Cuando hemos aprobado los exámenes que vamos a aprender a la Tierra,  se nos permite graduarnos. Se nos permite desprendernos del cuerpo, que aprisiona nuestra alma como el capullo que envuelve la futura mariposa, y cuando llega el momento podemos abandonarlo. Entonces estamos libres de dolores, de temores y preocupaciones, libres como la mariposa para volver a casa, de donde salimos, para volver a Dios”.

Pero para llegar al Cielo ya nos dice Jesús que Él es el Camino, es decir, que haciendo lo que Él siempre hizo, que no es otra cosa que la voluntad de Dios, sin duda un día estaremos con Él para siempre.

Pidamos por todos aquellos hermanos nuestros que aún están preparando su traje de gala en la antesala del Cielo para que pronto puedan participar de la gran fiesta, de las bodas del Cordero.



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