Páginas

sábado, 22 de agosto de 2020

Carta de san Ignacio sobre la Obediencia

La imagen puede contener: 1 persona, texto que dice "San Ignacio de Loyola Carta sobre AD AIOREM DEL ORIAM la obediencia"


Carta de san Ignacio sobre la Obediencia

San Ignacio de Loyola,

Carta de la Obediencia a los estudiantes de Coímbra

IHS. La suma gracia y amor eterno de Cristo nuestro Señor os salude y visite con sus santísimos dones y gracias espirituales.

Mucha consolación me da, hermanos carísimos en el Señor nuestro Jesucristo, entender los vivos deseos y eficaces, que de vuestra perfección y su divino servicio y gloria os da el que por su misericordia os llamó a este Instituto y en él os conserva y endereza al bienaventurado fin adonde allegan sus escogidos.

Y aunque en todas virtudes y gracias espirituales os deseo toda perfección, es verdad (como habréis de mí oído otras veces) que en la obediencia más particularmente que en ninguna otra, me da deseo Dios nuestro Señor de veros señalar, no solamente por el singular bien que en ella hay, que tanto en la Sagrada Escritura con ejemplos y palabras en el Viejo y Nuevo Testamento se encarece, pero porque (como dice San Gregorio)1 la obediencia es una virtud, que sola ella ingiere en el ánima las otras virtudes, e impresas las conserva; y en tanto que ésta floreciere, todas las demás se verán florecer y llevar el fruto que yo en vuestras ánimas deseo, y el que demanda el que redimió por obediencia el mundo perdido por falta de ella, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz2.

En otras religiones podemos sufrir que nos hagan ventaja en ayunos, y vigilias, y otras asperezas que, según su Instituto, cada una santamente observa; pero en la puridad y perfección de la obediencia, con la resignación verdadera de nuestras vo­luntades y abnegación de nuestros juicios, mucho deseo, Her­manos carísimos, que se señalen los que en esta Compañía sirven a Dios nuestro Señor, y que en esto se conozcan los hijos verdaderos de ella; nunca mirando la persona a quien se obede­ce, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece.

[2. Principio fundamental de la obediencia.]

Pues ni porque el Superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera otros dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido, diciendo la eterna verdad: El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia3; ni, al contrario, por ser la persona menos prudente se le ha de dejar de obedecer en lo que es Superior, pues represen­ta la persona del que es infalible sapiencia, que suplirá lo que falta a su ministro; ni por ser falto de bondad y otras buenas cualidades; pues expresamente Cristo nuestro Señor, habiendo dicho: En la cátedra de Moisés se sentaron y leyeron los Escribas y Fariseos, añade: Guardad, pues, y haced las cosas todas que os dijeren, pero no hagáis conforme a sus obras"'.

Así que todos querría os ejercitásedes en reconocer en cual­quiera Superior a Cristo nuestro Señor, y reverenciar y obede­cer a su divina majestad en él con toda devoción; lo cual os parecerá menos nuevo, si miráis que San Pablo, aun a los Superiores temporales y étnicos, manda obedezcan como a Cris­to, de quien toda ordenada potestad desciende, como escribe a los Efesios: Los que sois siervos, obedeced a vuestros amos y señores temporales con temor y temblor, y con sencillo corazón, como a Cristo; no sirviéndoles tan solamente en su presencia, como quien quiere aplacer a hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen en esto la voluntad de Dios con gana y voluntad buena, como quien sirve al Señor, y no a solos hombres4.


De aquí podéis inferir, cuando un religioso toma a uno, no solamente por Superior, mas expresamente en lugar de Cristo nuestro Señor, para que le enderece y gobierne en su divino servicio, en qué grado le deba tener en su ánima, y si debe mirarle como a hombre, o no, sino como a vicario de Cristo nuestro Señor.

[3. Grados de la obediencia.]

También deseo que se asentase mucho en vuestras ánimas, que es muy bajo el primero grado de obediencia, que consiste en la ejecución de lo que es mandado, y que no merece el nombre, por no llegar al valor de esta virtud, si no se sube al segundo, de hacer suya la voluntad del Superior; en manera que no solamente haya ejecución en el efecto, pero conformidad en el afecto con un mismo querer y no querer. Por eso dice la Escritura que es mejor la obediencia que no los sacrificios5; porque, según San Gregorio: Por otros sacrificios mátase carne ajena: mas por la obediencia sacrifícase la voluntad propia1.

Y como esta voluntad es en el hombre de tanto valor, así lo es mucho el de la oblación, en que ella se ofrece por la obedien­cia a su Criador y Señor. ¡Oh, cuánto engaño toman y cuán peligroso, no digo solamente los que en cosas allegadas a la carne y sangre, mas aun en las que son de suyo muy espirituales y santas, tienen por lícito apartarse de la voluntad de sus Superiores, como es en los ayunos, oraciones y cualesquiera otras pías obras! Oigan lo que bien anota Casiano en la colación de Daniel abad: Una misma manera, sin duda, es de desobediencia quebrar el mandato del Superior por gana de trabajar, como por gana de estarse ocioso; y tan dañoso es quebrar los estatutos del monasterio por dormir, como por velar; y finalmente, tan malo es dejar de hacer lo que te manda tu abad por irte a leer, como por irte a dormir6. Santa era la acción de Marta, santa la contemplación de Magdalena, santa la penitencia y lágrimas con que se bañaban los pies de Cristo nuestro Señor; pero todo ello hubo de ser en Betania, que interpretan casa de obediencia; que parece nos quiere dar a entender Cristo nuestro Señor (como anota San Bernardo), que ni la ocupación de la buena acción, ni el ocio de la santa contemplación, ni el lloro de la penitencia le pudieron fuera de Betania ser agradables7.

Así que, Hermanos carísimos, procurad de hacer entera la resignación de vuestras voluntades; ofreced liberalmente la li­bertad, que él os dio, a vuestro Criador y Señor en sus minis­tros. Y no os parezca ser poco fruto de vuestro libre albedrío que le podáis enteramente restituir en la obediencia al que os le dio: en lo cual no le perdéis, antes le perfeccionáis, conforman­do del todo vuestras voluntades con la regla certísima de toda rectitud, que es la divina voluntad, cuyo intérprete os es el Superior que en su lugar os gobierna. Y así no debéis procurar jamás de traer la voluntad del superior (que debéis pensar ser la de Dios) a la vuestra; porque esto sería no hacer regla la divina voluntad de la vuestra, sino la vuestra de la divina, pervirtiendo la orden de su sapiencia. Engaño es grande, y de entendimien­tos oscurados con amor propio pensar que se guarda la obe­diencia cuando el subdito procura traer al Superior a lo que él quiere. Oíd a San Bernardo, ejercitado en esta materia: Quien­quiera que descubierta o mañosamente negocia que su Padre espiritual le ordene lo que él quiere, él mismo se engaña, si se tiene y alaba de obediente con vana lisonja; porque en aquello no obedece él al Prelado, sino el Prelado a él8. De manera que, concluyo, que a este segundo grado de obediencia, que es (además de la ejecución) hacer suya la voluntad del Superior, antes despojarse de la suya y vestirse de la divina por él interpretada, es necesario que suba quien a la virtud de la obediencia querrá subir.

Pero quien pretende hacer entera y perfecta oblación de sí mismo, además de la voluntad es menester que ofrezca el enten­dimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento.

Porque, aunque éste no tenga la libertad que tiene la volun­tad, y naturalmente da su asenso a lo que se le representa como verdadero, todavía, en muchas cosas, en que no le fuerza la evidencia de la verdad conocida, puede con la voluntad incli­narse más a una parte que a otra; y en las tales todo obediente verdadero debe inclinarse a sentir lo que su Superior siente.

Y es cierto, pues la obediencia es un holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de caridad a su Criador y Señor por mano de sus minis­tros; y pues es una resignación entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, por ser poseído y gobernado de la divina Providencia por medio del Superior, no se puede decir que la obediencia comprende solamente la ejecución para efec­tuar y la voluntad para contentarse, pero aun el juicio para sentir lo que el Superior ordena, en cuanto (como es dicho) por vigor de la voluntad puede inclinarse.

Dios nuestro Señor quisiese que fuese tan entendida y prac­ticada esta obediencia de entendimiento, como es a quienquiera que en religión vive necesaria, y a Dios nuestro Señor muy agradable. Digo ser necesaria, porque, como en los cuerpos celestes, para que el inferior reciba el movimiento e influjo del superior, es menester le sea sujeto y subordinado con conve­niencia y orden de un cuerpo a otro; así en el movimiento de una criatura racional por otra (cual se hace por [la] obediencia) es menester que la que es movida sea sujeta y subordinada, para que reciba la influencia y virtud de la que mueve. Y esta sujeción y subordinación no se hace sin conformidad del enten­dimiento y voluntad del inferior al Superior.

Pues, si miramos el fin de la obediencia, como puede errar nuestra voluntad, así puede el entendimiento en lo que nos conviene; y a la causa, como para no torcer con nuestra volun­tad se tiene por expediente conformarla con la del Superior, así, para no torcer con el entendimiento, se debe conformar con el del mismo. No estribes en tu prudencia, dice la Escritura9.

Y así, aun en las otras cosas humanas, comúnmente lo sienten los sabios, que es prudencia verdadera no fiarse de su propia prudencia, y en especial en las cosas propias, donde no son los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión.

Pues siendo así que debe [el] hombre antes seguir el pare­cer de otro (aunque Superior no sea) que el propio en sus cosas, ¿cuánto más el parecer de su Superior, que en lugar de Dios ha tomado para regirse por él, como intérprete de la divina volun­tad?

Y es cierto que en cosas y personas espirituales es aún más necesario este consejo, por ser grande el peligro de la vía espiritual cuando sin freno de discreción se corre por ella. Por lo cual dice Casiano en la colación del abad Moisés: Con ningún otro vicio trae tanto el demonio al monje a despeñarle en su perdición, como cuando le persuade que, despreciados los consejos de los más ancianos, se fíe en su juicio, resolución y ciencia10.

Por otra parte, si no hay obediencia de juicio, es imposible que la obediencia de voluntad y ejecución sea cual conviene. Porque las fuerzas apetitivas en nuestra ánima siguen natural­mente las aprensivas; y así será cosa violenta obedecer con la voluntad, a la larga, contra el propio juicio; y cuando obedecie­se alguno un tiempo, por aquella aprensión general, que es menester obedecer aun en lo no bien mandado, a lo menos no es cosa para durar, y así se pierde la perseverancia; y si ésta no, a lo menos la perfección de la obediencia, que está en obedecer con amor y alegría; que, quien va contra lo que siente, no puede durante tal repugnancia obedecer amorosa y alegre­mente. Piérdese la prontitud y presteza, que no la habrá tal, donde no hay juicio lleno, antes duda si es bien, o no, hacer lo que se manda. Piérdese la simplicidad, tanto alabada, de la obediencia ciega, disputando si se le manda bien o mal, y por ventura condenando al Superior, porque le manda lo que a él no le va a gusto. Piérdese la humildad, prefiriéndose por una parte, aunque se sujeta por otra, al Superior. Piérdese la fortale­za en cosas difíciles; y por abreviar, todas las perfecciones de esta virtud.

Y al contrario, hay en el obedecer, si el juicio no se sujeta, descontento, pena, tardanza, flojedad, murmuraciones, excusas, y otras imperfecciones e inconvenientes grandes, que quitan su valor y mérito a la obediencia. Pues dice San Bernardo, con razón, de los tales que en cosas no a su gusto mandadas del Superior reciben pena: Si esto lo comienzas a llevar pesadamente, a juzgar a tu Prelado, a murmurar en tu corazón, aunque exteriormente hagas lo que manda, no es esto virtud verdadera de paciencia, sino velo de malicia11.

Pues, si se mira la paz y tranquilidad del que obedece, cierto es que no la habrá quien tiene en su alma la causa del desasosie­go y turbación, que es el juicio propio contra lo que le obliga la obediencia.

Y por esto, y por la unión con que el ser de toda congrega­ción se sustenta, exhorta tanto San Pablo que todos sientan y digan una misma cosa12, porque con la unión del juicio y voluntades se conserven. Pues si ha de ser uno el sentir de la cabeza y los miembros, fácil es de ver, si es razón que la cabeza sienta con ellos, o ellos con la cabeza. Así que por lo dicho se ve cuán necesaria sea la obediencia de entendimiento.

Pues quien quisiese ver cuánto sea en si perfecto y agrada­ble a Dios nuestro Señor, verálo de parte del valor de la oblación nobilísima que se hace de tan digna parte del hombre; y porque así se haga el obediente todo, hostia viva y agradable a su divina majestad, no reteniendo nada de sí mismo; y tam­bién por la dificultad con que se vence por su amor, yendo contra la inclinación natural que tienen los hombres a seguir su propio juicio. Así que la obediencia, aunque sea perfección de la voluntad propiamente (la cual hace pronta a cumplir la voluntad del Superior), es menester, como es dicho, que se extienda hasta el juicio, inclinándole a sentir lo que el Superior siente; porque así se proceda con entera fuerza del ánima, de voluntad y entendimiento, a la ejecución pronta y perfecta.

[4. Medios generales para conseguir la obediencia.]

Paréceme que os oigo decir, Hermanos carísimos, que veis lo que importa esta virtud; pero que querríades ver cómo podréis conseguir la perfección de ella. A lo cual yo os respon­do con San León Papa: Ninguna cosa hay difícil a los humildes, ni áspera a los mansos13. Haya en vosotros humildad, haya manse­dumbre; que Dios nuestro Señor dará gracia, con que suave y amorosamente le mantengáis siempre la oblación que le habéis hecho.

[5. Medios particulares.]

Sin éstos, tres medios en especial os represento, que para la perfección de la obediencia de entendimiento mucho os ayu­darán.

El primero es que (como al principio dije) no consideréis la persona del Superior como hombre sujeto a errores y miserias; antes mirad al que en el hombre obedecéis, que es Cristo, sapiencia suma, bondad inmensa, caridad infinita, que sabéis ni puede engañarse, ni quiere engañaros. Y pues sois ciertos que por su amor os habéis puesto debajo de obediencia, sujetándoos a la volundad del Superior por más conformaros con la divina, que no faltará su fidelísima caridad de enderezaros por el medio que os ha dado. Así que no toméis la voz del Superior, en cuanto os manda, sino como la de Cristo, conforme a lo que San Pablo dice a los Colosenses, exhortando los subditos a obedecer a los Superiores: Todo lo que hacéis, hacedlo de buena gana, corno quien lo hace por servir al Señor, y no a hombres; y entendiendo que habéis de recibir en pago la eterna herencia de Dios, servid a Cristo nuestro Señor14. Y a lo que San Bernardo dice: Ora sea Dios, ora sea el hombre, vicario suyo, el que diere cualquier mandato, con igual cuidado debe ser obedecido, con igual reverencia respetado; cuando empero el hombre no manda cosas contra Dios11. De esta manera, si miráis, no al hombre con los ojos exteriores, sino a Dios con los interiores, no hallaréis dificultad en conformar vuestras volun­tades y juicios con la regla que habéis tomado de vuestras acciones.

El segundo medio es, que seáis prontos a buscar siempre razones para defender lo que el Superior ordena, o a lo que se inclina, y no para improbarlo; a lo cual ayudará el tener amor a lo que la obediencia ordena; de donde también nacerá el obede­cer con alegría y sin molestia alguna; porque, como dice San León: No se sirve con forjada servidumbre cuando se ama y quiere lo que se manda15.

El tercer medio para sujetar el entendimiento es aún más fácil y seguro y usado de los santos Padres, y es: presuponiendo y creyendo (en un modo semejante al que se suele tener en cosas de fe) que todo lo que el Superior ordena es ordenanza de Dios nuestro Señor, y su santísima voluntad; a ciegas, sin inquisición ninguna, proceder, con el ímpetu y prontitud de la voluntad deseosa de obedecer, a la ejecución de lo que es mandado. Así es de creer procedía Abrahán en la obediencia que le fue dada de inmolar a su hijo Isaac16; y asimismo en el Nuevo Testamento algunos de aquellos santos Padres, que refiere Casiano, como el abad Juan, que no miraba si lo que le era mandado era útil o inútil, como en regar un año un palo seco con tanto trabajo; ni si era posible o imposible, como en procurar tan de veras de mover, como le mandaban, una piedra, que mucho número de gente no pudiera mover17.

Y para confirmar tal modo de obediencia vemos que concu­rría algunas veces con milagros Dios nuestro Señor; como en Mauro, discípulo de San Benito, que, entrando en el agua por mandato de su Superior, no se hundía en ella18; y en el otro, que mandado traer la leona, la tomó y trajo al Superior suyo19, y otros semejantes que sabéis. Así que quiero decir que este modo de sujetar el juicio propio, con presuponer que lo que se manda es santo y conforme a la divina voluntad, sin más inquirir, es usado de los Santos, y debe ser imitado de quien quiere perfectamente obedecer en todas las cosas, donde pecado no se viese manifiestamente.

[6. La representación.]

Con esto no se quita que, si alguna cosa se os representase diferente de lo que al Superior, y haciendo oración os pareciese en el divino acatamiento convenir que se la representásedes a él, que no lo podáis hacer. Pero, si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indife­rencia antes y después de haber representado, no solamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, pero aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el Superior ordenare.

[7. Observaciones finales.]

Y lo que tengo dicho de la obediencia, tanto se entiende en los particulares para con sus inmediatos Superiores, como en los Rectores y Prepósitos locales para con los Provinciales, y en éstos para con el General, y en éste para con quien Dios nuestro Señor le dio por Superior, que es el Vicario suyo en la tierra; porque así enteramente se guarde la subordinación y consi­guientemente la unión y caridad, sin la cual el buen ser y gobierno de la Compañía no puede conservarse, como ni de otra alguna congregación.



Y éste es el modo con que suavemente dispone todas las cosas la divina Providencia, reduciendo las cosas ínfimas por las medias, y las medias por las sumas, a sus fines. Y así en los Angeles hay subordinación de una jerarquía a otra; en los cielos y en todos los movimientos corporales reducción de los inferio­res a los superiores, y de los superiores, por su orden, hasta un supremo movimiento.



Y lo mismo se ve en la tierra en todas policías seglares bien ordenadas, y en la jerarquía eclesiástica, que se reduce a un universal Vicario de Cristo nuestro Señor. Y cuanto esta subor­dinación mejor es guardada, el gobierno es mejor, y de la falta de ella se ven en todas congregaciones faltas tan notables.



Y a la causa en ésta, de que Dios nuestro Señor me ha dado algún cargo, deseo tanto se perfeccione esta virtud, como si de ella dependiese todo el bien de ella.

[8. Exhortación final.]

Y así como he comenzado quiero acabar en esta materia, sin salir de ella, con rogaros por amor de Cristo nuestro Señor que no solamente dio el precepto, pero precedió con ejemplo de obediencia, que os esforcéis todos a conseguirla con gloriosa victoria de vosotros mismos, venciéndoos en la parte más alta y difícil de vosotros, que son vuestras voluntades y juicios; por­que así, el conocimiento y verdadero amor de Dios nuestro Señor posea enteramente y rija vuestras ánimas por toda esta peregrinación, hasta conduciros con otros muchos por vuestro medio al último y felicísimo fin de su eterna bienaventuranza.

En vuestras oraciones mucho me encomiendo.

De Roma, 26 de marzo 1553.

De todos in Domino, Ignacio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario