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lunes, 10 de agosto de 2020

CÁNTICO DE DAVID (1 Cro 29,10-13) Sólo a Dios honor y gloria




10Bendito eres, Señor,
Dios de nuestro padre Israel,
por los siglos de los siglos.

11Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder,
la gloria, el esplendor, la majestad,
porque tuyo es cuanto hay en cielo y tierra,
tú eres rey y soberano de todo.

12De ti viene la riqueza y la gloria,
tú eres Señor del universo,
en tu mano está el poder y la fuerza,
tú engrandeces y confortas a todos.

13Por eso, Dios nuestro,
nosotros te damos gracias,
alabando tu nombre glorioso.





CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. «Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel» (1 Cro 29,10). Este intenso cántico de alabanza, que el primer libro de las Crónicas pone en labios de David, nos hace revivir el gran júbilo con que la comunidad de la antigua alianza acogió los grandes preparativos realizados con vistas a la construcción del templo, fruto del esfuerzo común del rey y de tantos que colaboraron con él. Fue una especie de competición de generosidad, porque lo exigía una morada que no era «para un hombre, sino para el Señor Dios» (1 Cro 29,1).

El Cronista, releyendo después de siglos aquel acontecimiento, intuye los sentimientos de David y de todo el pueblo, su alegría y admiración hacia los que habían dado su contribución: «El pueblo se alegró por estas ofrendas voluntarias; porque de todo corazón las habían ofrecido espontáneamente al Señor. También el rey David tuvo un gran gozo» (1 Cro 29,9).

2. En ese contexto brota el cántico. Sin embargo, sólo alude brevemente a la satisfacción humana, para centrar en seguida la atención en la gloria de Dios: «Tuyos son, Señor, la grandeza (...) y el reino». La gran tentación que acecha siempre, cuando se realizan obras para el Señor, consiste en ponerse a sí mismos en el centro, casi sintiéndose acreedores de Dios. David, por el contrario, lo atribuye todo al Señor. No es el hombre, con su inteligencia y su fuerza, el primer artífice de lo que se ha llevado a cabo, sino Dios mismo.

David expresa así la profunda verdad según la cual todo es gracia. En cierto sentido, cuanto se entrega para el templo no es más que una restitución, por lo demás sumamente escasa, de lo que Israel ha recibido en el inestimable don de la alianza sellada por Dios con los padres. En esa misma línea David atribuye al Señor el mérito de todo lo que ha constituido su éxito, tanto en el campo militar como en el político y económico. Todo viene de él.

3. De aquí brota el espíritu contemplativo de estos versículos. Parece que al autor del cántico no le bastan las palabras para proclamar la grandeza y el poder de Dios. Ante todo lo contempla en la especial paternidad que ha mostrado a Israel, «nuestro padre». Este es el primer título que exige alabanza «por los siglos de los siglos». Los cristianos, al recitar estas palabras, no podemos menos de recordar que esa paternidad se reveló de modo pleno en la encarnación del Hijo de Dios. Él, y sólo él, puede hablar a Dios llamándolo, en sentido propio y afectuosamente, «Abbá» (Mc 14,36). Al mismo tiempo, por el don del Espíritu, se nos participa su filiación, que nos hace «hijos en el Hijo». La bendición del antiguo Israel por Dios Padre cobra para nosotros la intensidad que Jesús nos manifestó al enseñarnos a llamar a Dios «Padre nuestro».

4. Partiendo de la historia de la salvación, la mirada del autor bíblico se ensancha luego hasta el universo entero, para contemplar la grandeza de Dios creador: «Tuyo es cuanto hay en cielo y tierra». Y también: «Tú eres (...) soberano de todo». Como en el salmo 8, el orante de nuestro cántico alza la cabeza hacia la ilimitada amplitud de los cielos; luego, asombrado, extiende su mirada hacia la inmensidad de la tierra, y lo ve todo sometido al dominio del Creador. ¿Cómo expresar la gloria de Dios? Las palabras se atropellan, en una especie de clímax místico: grandeza, poder, gloria, esplendor, majestad, y luego también poder y fuerza.

Cuanto de hermoso y grande experimenta el hombre debe referirse a Aquel que es el origen de todo y que lo gobierna todo. El hombre sabe que cuanto posee es don de Dios, como lo subraya David al proseguir en el cántico: «Pues, ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para que podamos ofrecerte estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu mano te lo damos» (1 Cro 29,14).

5. Esta convicción de que la realidad es don de Dios nos ayuda a unir los sentimientos de alabanza y de gratitud del cántico con la espiritualidad «oblativa» que la liturgia cristiana nos hace vivir sobre todo en la celebración eucarística. Es lo que se desprende de la doble oración con que el sacerdote ofrece el pan y el vino destinados a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros pan de vida». Esa oración se repite para el vino. Análogos sentimientos nos sugieren tanto la Divina Liturgia bizantina como el antiguo Canon romano cuando, en la anámnesis eucarística, expresan la conciencia de ofrecer como don a Dios lo que hemos recibido de él.

6. El cántico, contemplando la experiencia humana de la riqueza y del poder, nos brinda una última aplicación de esta visión de Dios. Esas dos dimensiones se manifestaron mientras David preparaba todo lo necesario para la construcción del templo. Se le presentaba como tentación lo que constituye una tentación universal: actuar como si fuéramos árbitros absolutos de lo que poseemos, enorgullecernos por ello y avasallar a los demás. La oración de este cántico impulsa al hombre a tomar conciencia de su dimensión de «pobre» que lo recibe todo.

Así pues, los reyes de esta tierra son sólo una imagen de la realeza divina: «Tuyo es el reino, Señor». Los ricos no pueden olvidar el origen de sus bienes. «De ti vienen la riqueza y la gloria». Los poderosos deben saber reconocer en Dios la fuente del «poder y la fuerza». El cristiano está llamado a leer estas expresiones contemplando con júbilo a Cristo resucitado, glorificado por Dios «por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación» (Ef 1,21). Cristo es el verdadero Rey del universo.

[Audiencia general del Miércoles 6 de junio de 2001]



MONICIÓN PARA EL CÁNTICO



Próximo ya a su muerte, David congrega al pueblo y, después de anunciarle las grandes riquezas que ha reunido para el futuro templo, exhorta a los israelitas a que contribuyan también con sus dones a la edificación de una morada digna de Dios. El pueblo ofrece, entonces, con generosidad sus presentes, y el rey entona este himno, en el que confiesa que, si las riquezas ofrecidas han sido muchas, el mismo Señor es la fuente de ellas y de todo bien; por tanto, todo lo que el pueblo ha ofrecido era ya propiedad de Dios.

Utilicemos hoy este cántico para ofrecer nuestro día y nuestras obras al que es dueño supremo de todo. Todo el bien que hay en nosotros proviene de Dios, como lo decía ya san Ignacio de Loyola, en la bella plegaria que podría ser un buen comentario a este cántico: «Recibe, Señor, mi libertad, acepta mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad; todo lo que tengo o poseo, tú me lo diste; a ti te lo devuelvo todo, y todo lo pongo a tu disposición».-- [Pedro Farnés]

* * *

MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL CÁNTICO

Introducción general

El libro de las Crónicas, escrito quizá en los primeros días del cisma samaritano, tiene la doble finalidad de instruir y de edificar a sus lectores. Para ello elabora una historia de la teocracia. Al autor le interesa el pasado en cuanto que fundamenta la vida judía del presente: la Ley, las instituciones -centradas en el culto y en el sacerdocio jerarquizado de Jerusalén-, la esperanza que gira en torno al Mesías Davídico, etc. David, en efecto, y con él la monarquía, es el elegido de Dios para instaurar su reino, cuya capital será Jerusalén, más propiamente el templo de Jerusalén. Podemos pensar que la labor del Cronista no respeta la objetividad de los hechos, pero nos ha legado un pasado abierto a Aquel que de hecho instaura el Reino y es el fundamento sólido de una teocracia imperecedera.

En la recitación del Cántico se pueden distinguir dos momentos: proclamación de la bendición: «Bendito eres, Señor..., el esplendor, la majestad» (vv. 10-11a), y motivos de la bendición: «Porque tuyo es cuanto hay en el cielo... alabando tu nombre glorioso» (vv. 11b-13).

La grandeza del «Dios derrotado»

A pesar de que el pueblo acaba de sufrir la prueba del destierro, y de que en el momento presente se enfrenta con grandes dificultades, el Cronista recurre al viejo título de Yahwéh: es GRANDE, y engrandece a todos. Es tanto como confesar único y absoluto a su «Dios derrotado», pero en cuyo favor habla la historia pasada. Una confesión aleccionadora que se da la mano con la confesión del centurión de Marcos: «Al ver que había expirado de esa manera dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios"» (Mc 15,39). En el Cristo crucificado se confiesa al Dios presente, al «gran sacerdote» que se adentró en la intimidad divina a través de su carne destruida (Heb 4,14). En él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. Gracias a la derrota de Jesús tenemos «plena seguridad de entrar en el santuario», con tal de que «nos mantengamos firmes en la fe que profesamos». Así es como Dios nos engrandece.

Sólo a Dios honor y gloria

El peso de un ser en la existencia define su importancia; el respeto que inspira, su gloria. La riqueza y poder del rey, por ejemplo, proclaman el esplendor de su reinado. Es una gloria que irradia majestad y distancia al rey del común de los mortales. Referir la gloria a Dios, por el contrario, es hablar de su manifestación para permanecer entre los hombres. Tanto más cuanto la revelación de la gloria correrá a cargo del siervo. Cuando a Jesús, en efecto, se le encomienda el oficio de Siervo viene y reposa sobre él la gloria de Dios. Levantado sobre la tierra, ofrece a la mirada de todos el misterio de su YO SOY divino. En ese momento Dios glorificó a su Siervo Jesús. Es decir, en Jesús se hace presente el ingente peso de Dios, a la vez que se inicia la transformación del hombre a su imagen «de gloria en gloria». Busquemos esa gloria imperecedera, que el resto es vana-gloria.

Una riqueza oculta

La vida y riquezas de David están en función del templo y del Dios que lo habita, así pensaba el Cronista. Con esto queda afirmado un valor mayor: Dios es soberano de todo, de Él viene la riqueza y la gloria. Es un lenguaje doblemente valioso aún hoy: nosotros conocemos la superabundancia de la riqueza escondida en Cristo (Ef 3,8); por ella estimamos todo basura con tal de lucrar a Cristo (Flp 3,8). Quien a Cristo se acerca no tendrá ya hambre ni sed: Dios le colma sin que se desee nada ni se envidie a nadie. Justamente por ello habrá aprendido del que siendo rico se hizo pobre que «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). Iniciemos nuestra jornada ofreciendo a Dios y a los hermanos cuanto somos y tenemos.

Resonancias en la vida religiosa

Entusiasmados porque «sólo Él es grande»: El entusiasmo, el ansia de vivir, la sonrisa humana ante el éxito y el triunfo quedan potenciados cuando en ellos se transparenta el Misterio infinito.

Como David, portavoz de su pueblo, nosotros, comunidad de la Iglesia, confesamos que «la riqueza y la gloria vienen de Él», que «en sus manos está la fuerza y el poder», que «sólo Él es grande». Cuando nuestra riqueza transparenta la inconmensurable riqueza de Dios, queda divinizada y adquiere una maravillosa ductilidad y eficacia en sus manos.

Bendecir y adorar el nombre glorioso del Señor es transparencia. Mas no como los cortesanos aduladores y descomprometidos, sino como aquellos servidores que sitúan y verifican la grandeza, el poder, la gloria en donde Jesús la situó y verificó: en el servicio desinteresado a los necesitados, en la proclamación del evangelio, en el empeño por hacer nacer un mundo y una humanidad nueva.

No hagamos de nuestra oración un puro movimiento de labios. Nuestra conducta cristiana y religiosa será el reflejo de su gloria.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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