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martes, 3 de marzo de 2020

El silencio de María



El silencio de María

   En primer lugar, la Virgen supo callar y guardar silencio cuando debía: silencio elocuente y heroico.

   Inteligente como era ( su espíritu fue, después del de Cristo el más poderoso, el más profundo el más vivo el más perspicaz),  ilustrada por su amplio conocimiento de las Sagradas Escrituras, muy reflexiva, profusamente inspirada por el Espìritu Santo y adoctrinada por el mismo Jesús, María sabía muchas cosas que ingnoraban sus contemporáneos. Sabía, sobre todo, que su Hijo era el Salvador tan largo tiempo esperado por la humanidad y tan ardientemente esperado por sus conciudadanos que seguramente hablarían muchas veces acerca de El estando Ella presente; sabía el milagro de su concepción virginal; sabía lo que venía a hacer en el mundo y lo que le esperaba; conocía, porque era diariamente testigo de ello, su carácter exquisito y sus virtudes divinas. Sabía los dones eminentes que Dios le había concedido a Ella misma, la función que había de desempeñar a lo largo de los siglos, el culto y el amor de que había de ser objeto (lo reveló una vez, en el Magnificat, a su parienta Isabel, contando con su segura discreción e inspirada por el Espiritu Santo, para proclamar su gratitud al Todopoderoso: “Todas las generaciones me llamarán  bienaventurada”); sabía acerca del pasado, del presente y futuro cosas que ningún contemporáneo suyo sabía. ¡Cuántas cosas hubiera podido decir, contar, explicar, anunciar!. Le hubiera sido fácil brillar, destacar, asombrar con su conversación, imponerse a todos por la amplitud de sus conocimiento la profundidad y exactitud de sus juicios, la perspicacia y la agudeza de sus afirmaciones…

   Jamás quiso aprovecharse de estas posibilidades ni procurarse esas satisfacciones de amor propio, ni atraerse la admiración de los demás: durante los treinta años de la vida oculta de Jesús en Nazaret se impuso a sí misma el más absoluto silencio. Sabía lo que era Jesús, lo que era Ella misma, lo que era José : pero tenía que guardar el secreto y callarse ¡ y se calló y guardó el secreto durante treinta años! Supo dominar su lengua y guardar silencio en cosas de gran importancia; ¡ las más importantes en la historia de toda la humanidad!.



   Durante la dolorosas crisis que atravesó José, cuando, seguro de la virginidad de su esposa, se dio cuenta sin embargo de que iba a ser madre y su corazón se sentía angustiado por aquel misterio que no comprendía, Ella hubiera podido explicárselo todo con una palabra y tranquilizarle, revelándole el  misterio que el Todopoderoso había realizado en Ella, con lo que la estima que él le tenía hubiera aumentado considerablemente; pero su deber era callarse y dejar a Dios el cuidado de hablar, si lo juzgaba conveniente: Ella tuvo suficiente fuerza de voluntad, suficiente humildad y espíritu de sacrificio para no decir nada: se calló. Permaneció heroicamente silenciosa.

   Durante la horrible Pasión de su amado Hijo, en el camino del Calvario, al pie de la Cruz allí está Ella: lo ve y lo oye todo. Su corazón está roto de dolor, ¿Y qué dice Ella? ¿Lanza invectivas contra los que martirizan a su Hijo? ¿Reprocha su injusticia a quienes le condenaron? ¿Echa en cara a aquel populacho, que solamente beneficios había recibido de Jesús, su ingratitud y su inconstancia? Su corazón sufre atrozmente, pero Ella guarda silencio, sabiendo que todo aquello lo permite Dios para la salvación de la humanidad! Es la Virgen dolorosa y silenciosa.

   Si la Santísima Virgen supo callarse, supo también hablar cuando era útil, y siempre de manera conforme a la virtud: Ninguna palabra se escapó al control de su corazón y de su voluntad, jamás pronunció una palabra imprudente o desconsiderada, contraria a la verdad o a la justicia, a al caridad o a la pureza. De sus labios no salió ninguna palabra que Dios no pudiera aprobar. Todas cuantas profirió fueron eco de su eminente santidad y un medio para alabar a Dios y hacer el bien. Las pocas palabras suyas que el Evangelio nos ha conservado—las que dirigió el Arcángel, a su parienta Isabel, a Jesús en el templo y en las boda de Caná—todas inspiradas por la piedad o la caridad, nos hacen suponer cómo fueron las otras. ¡ Qué piadosas, elevadas, reconfortantes, edificantes, fueron sus conversaciones con Jesús y con José en la intimidad de Nazaret, y más tarde con las santas mujeres que con Ella acompañaban a Jesús durante su vida pública, con los discípulos, especialmente con Juan a quien Ella había adoptado!

   Después de hablar con Ella, sus interlocutores se sentían mejores y más fervorosos. Cada uno de ellos hubiera podido repetir la observación de los discípulos de Emaús después de su conversación con Jesús resucitado: “¿No ardían nuestros coraones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba?” (Lc 29,32). La Virgen sólo se servía de la palaba para hacer el bien.

Homilía Presbítero Don Ismael

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