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lunes, 11 de noviembre de 2019

SAN MARTÍN OBISPO DE TOURS

MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA

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Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.
Hoy nos encomendamos a:
SAN MARTÍN OBISPO DE TOURS (316-397)
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SAN Martín vino al mundo a los pocos años de convertirse Constantino y de haber sido promulgado el famoso edicto de Milán. La mies era ya inmensa, y los obreros del Señor no daban abasto a la tarea. Esa época eligió la Divina Providencia para dar a su Iglesia al que había de ser apóstol de los humildes y el principal propagador del cristianismo en las Galias.
Las instituciones monásticas que introdujo en Europa, y la participación de los pobres a los tesoros de la fe, fueron las dos grandes preocupaciones de su vida, la cual nos relata San Sulpicio Severo.
Nació Martín a fines del año 316 o principios del 317 en Sabaria de Panonia (Hungría), de padres nobles pero gentiles. Era su padre veterano del ejército y había desempeñado el cargo de tribuno militar; tenía por desgracia tanto odio al cristianismo como afición a las armas. Crióse Martín en Italia, en la ciudad de Ticinum (Pavía). Pocos años duraron sus estudios, pues su padre deseaba que se inclinase a las cosas de la guerra. El espectáculo de las virtudes y ejemplos de los cristianos venció los prejuicios de su educación, de tal manera que, siendo de sólo diez años, logró se le admitiese en el número de los catecúmenos, contra la voluntad de su familia.

Pasados dos años trató de dejar su casa paterna y retirarse al yermo, por haber oído decir que allí se entregaban los solitarios al austero ejercicio de la perfección; y así lo hubiera hecho, si su tierna edad no se lo estorbara. No quería su padre darle licencia para abrazar una religión que mandaba amar a los enemigos; parecíale estar aquella doctrina en pugna con el concepto que del honor militar tenía formado. Apareció por entonces un decreto en el que se mandaba que los hijos de los veteranos se alistasen para la guerra; el viejo militar echó mano de aquella ocasión para apartar a su hijo del cristianismo, y aunque sólo tenía Martín quince años, forzóle a tomar las armas.
EN EL EJÉRCITO ROMANO
EN los ejércitos romanos, el hijo de tribuno militar era luego nombrado circitor, grado correspondiente al de suboficial. No fue esta dignidad causa de envanecimiento para el virtuoso joven, antes le dio ocasión de ejercitar la paciencia y mansedumbre con los súbditos; trataba a su criado como a compañero; limpiábale el calzado y el vestido; convidábale a comer; servíale él mismo los alimentos y pagábale sus servicios con otros mayores. Era muy querido y honrado de sus soldados, los cuales no cabían en sí de admiración viendo que la vida de su jefe era más de monje que de militar. Hubo aquel año un invierno tan riguroso, que muchas personas murieron de frío. Martín tenia por entonces acuarteladas sus tropas en la ciudad de Amiens. Al volver cierto día de dar una batida por los alrededores de dicha ciudad, vio en las puertas a un mendigo casi desnudo. Estaba aterido, con lo que apenas podía levantar la mano para pedir limosna. Movióse el Santo a compasión a la vista de aquel desgraciado; pero, como no tuviera otra cosa con qué aliviarle, echó mano de su espada, cortó por medio la clámide y dio una parte de ella al pobre. Hallándose durmiendo la noche siguiente, tuvo el Santo una visión maravillosa. Se le apareció Cristo nuestro Señor, y al punto vio cómo unos ángeles cubrían los divinos hombros con aquella mitad de la clámide. Señalando entonces a Martín, dijo el Salvador a los ángeles: «Martín, siendo todavía catecúmeno, me ha dado esta vestidura.» Al despertarse el Santo, no pudo contener las lágrimas. Vínole ardiente deseo de recibir el bautismo, y determinóse a vivir en adelante, sólo por Dios. Refiere una tradición popular que la inexorable disciplina romana condenó al circitor Martín por haber cortado su clámide: fue atado a una picota a pesar del riguroso frío; pero lució al punto espléndida sol. Créese que Martín pudo bautizarse a los veintidós años, probablemente en Amiens el año de 339, pero no logró licencia para dejar el ejército.
Pasados dos años, invadieron los francos las Galias. El emperador de Occidente, Constancio, ordenó una leva general de las legiones romanas para rechazarlos. Cierto día en que el ejército acampaba cerca de la ciudad de Worins, mandó el emperador que se diese una gratificación a los soldados, sin duda para alentarlos al combate. Cuando le llegó su vez a Martín, juzgó la ocasión oportuna para pedir licencia de dejar las armas. Fuese, pues, al emperador y le dijo: —Hasta ahora, ¡oh príncipe!, he peleado por ti; permite que de hoy en adelante pelee por mi Dios. —¿No ves el premio? —le dijo el emperador mostrándole el dinero. —Tómenlo quienes han de guerrear todavía, porque yo paso a ser soldado de Cristo, y no derramaré ya sangre humana. Enfurecióse el emperador con aquella declaración del oficial, por juzgar inoportuno el ejemplo que iba a dar al ejército. —Cobarde —gritó encolerizado—; no es el amor de tu Dios lo que te lleva a dejar las armas, sino el temor de la batalla. —¿Cobarde yo? —repuso Martín—; manda, emperador, y mañana me pondré en la batalla delante de la vanguardia, y sin escudo ni otra arma alguna, entraré por medio del escuadrón de los enemigos. Si aquí vuelvo sano y salvo, no será merced a la espada o a la rodela, sino a sólo el nombre de Jesús, aquel a quien deseo servir en adelante. El emperador aceptó el reto: mandó prender al Santo, y lo tuvo custodiado toda aquella noche. Martín la pasó en oración. Amaneció el siguiente día, y el Santo se dispuso a arrostrar con valor la batalla. Pero el Señor no quería la muerte de su fiel siervo; muy temprano llegaron embajadores de los francos para pedir la paz y someterse al emperador. Con este suceso se despidió Martín de la milicia y vivió unos años apartado del bullicio del siglo.
DISCÍPULO DE SAN HILARIO
FLORECÍA a la sazón en las Galias el insigne San Hilario, obispo de Poitiers. Súpolo el antiguo soldado, y sintióse arrastrado hacia el santo obispo. Fue, pues, a echarse a sus pies y se le dio por discípulo. El talento de Hilario adivinó luego cuán poderoso auxiliar le enviaba el Señor; quiso ordenarle de diácono para así poderlo tener definitivamente en su Iglesia; pero el santo joven no lo consintió, por juzgarse indigno; al fin logró San Hilario que aceptase el cargo de exorcista; era la menor dignidad de la Iglesia, pero bastaba para ligarle perpetuamente a la diócesis de Poitiers. Estando en esto, recibió Martín aviso de un ángel para volver a su patria; tomó la bendición de San Hilario, y por los años de 355 se despidió de él y pasó a Panonia con intento de convertir a su familia. Sus padres vivían todavía. El Santo procuró reducirlos al amor del verdadero Dios; pero ni sus razones ni sus lágrimas vencieron la obstinación de su padre. Su madre, en cambio, que había favorecido en otro tiempo las buenas inclinaciones del virtuoso mancebo, tuvo la dicha de convertirse a nuestra santa fe. Consolado el Santo con esta conquista, dilató más y más el campo de su predicación por los vecinos pueblos. Pasó por todos ellos enseñando la verdadera doctrina, con lo que se enfurecieron tanto los arríanos, que le prendieron, le azotaron cruelmente y le arrojaron de Sabaria. Martín tuvo grandísimo gozo de padecer algo por Cristo, pero su obcecado padre pasó indecible vergüenza, al saber que un hijo suyo, militar como él, había padecido aquel deshonroso tormento, no sólo sin defenderse, pero aun perdonando a sus inicuos ofensores.
Hallábase Martín en Italia cuando supo que San Hilario había sido desterrado de las Galias. Se detuvo en Milán, y allí vivió hasta que por haberle echado el obispo arriano Auxencio, fue a residir a la isla de las Gallinas, cerca de Génova o, como afirman otros, a la isla de Gorgona, al nordeste de Córcega.
ALGUNOS MILAGROS DEL SANTO
CON la noticia del regreso de San Hilario a Francia, volvió también Martín a Poitiers, el año de 360. Entonces fundó el famoso monasterio de Ligugé, distante siete kilómetros de la ciudad, hacia el mediodía; allí pudo al fin satisfacer sus anhelos de vida solitaria; seguramente fue por entonces cuando se ordenó de diácono. Entre los discípulos que siguieron al Santo había un catecúmeno enfermizo, el cual, estando una vez Martín fuera del convento, cayó en una tan recia enfermedad que le quitó la vida. Volvió el Santo al monasterio, y halló a los monjes muy afligidos. Corrió a la celda del difunto, y pensando que aquel hijo suyo estaría eternamente privado de ver a Dios por haber muerto sin recibir el bautismo, quiso obligar a la muerte a que soltara su presa. Se extendió sobre el cadáver y comenzó a orar con muchas lágrimas. Inspirado luego del divino Espíritu, se levantó y paróse a mirar al difunto, aguardando por espacio de dos horas el efecto de sus súplicas. Al fin prorrumpió en acciones de gracias. Aquellos ojos cerrados por la muerte se habían abierto; aquel cuerpo exánime se movía; el catecúmeno había resucitado. De allí a poco tiempo, ahorcóse un hombre llamado Lupicino, criado de un noble romano. El Santo hizo oración por él, y lo sacó vivo de las puertas del infierno. La noticia de tan grandes milagros cundió por doquier. De todas partes acudían enfermos al Santo, y él los curaba a todos.

OBISPO DE TOURS
MUERTO San Lidorio, obispo de Tours, los fíeles de aquella ciudad pusieron los ojos en Martín y determinaron arrebatarlo a la Iglesia de Poitiers. Sabían, empero, que sólo por la fuerza lograrían que aceptase tamaño honor, y a fin de obligarle, valiéronse de la siguiente estratagema. Un ciudadano de Tours, llamado Rubico, corrió a la celda del Santo, gritando desaforadamente: «Mi mujer se muere; ven a salvarla; tú sólo puedes curarla.» Movióse el Santo a compasión y siguió a Rubico; caminaron largo trecho, hasta que salieron del territorio de Poitiers. Los de Tours aguardaban armados y puestos en acecho. Cuando le vieron ya en su territorio, cayeron sobre él, tomáronle preso, y lo llevaron maniatado y custodiado hasta la catedral para hacerle obispo (4 de julio del año 371). En el austero tratamiento de su persona, no hizo mudanza alguna aquel santo monje levantado a los honores del episcopado; pero sus virtudes no permanecieron ya ocultas; fue el más insigne obispo de las Galias y el taumaturgo de aquel tiempo, antes de ser patrono y protector perpetuo de la nación. Con todo, para librarse de los importunos que invadían su celda, retiróse al yermo de Marmoutier, donde fundó un monasterio con el fin de llevar adelante la obra empezada en Ligugé.
Había aún por entonces en aquel país muchísimos paganos, sobre todo en los pueblos y aldeas. Por espacio de largos años recorrió Martín como misionero, no solamente su propia diócesis, sino casi todas las Galias. Derribó multitud de ídolos y altares paganos, que solía reemplazar con iglesias o monasterios; multiplicó los milagros para probar la verdad de nuestra santa fe, echó a los demonios y, con sus ejemplos y exhortaciones, ganó para Cristo innumerables almas. Un suceso de la vida de Martín da a entender cómo el Señor asiste a sus ministros en lo tocante al culto de los Santos. Cada año, en la primavera, solían los labriegos adornar con flores un sepulcro que aseguraban ser el de un insigne mártir. San Martín les pidió el nombre y les actas del martirio, pero nadie le supo dar razón de ello; armóse entonces de valor y gritó al muerto: «Quienquiera que seas, mártir o no, en nombre de Dios te mando que nos digas quién eres». En habiendo dicho el Santo estas palabras, levantóse del sepulcro una sombra horrible y espantosa, y con voz que puso temor en los oyentes, dijo: «Soy el alma de un ladrón ajusticiado por sus delitos; nada tengo yo que ver con los mártires; porque mientras ellos gozan de la gloria, yo estoy ardiendo en las llamas del infierno». Los labriegos derribaron el altar inmediatamente, y quedaron llenos de admiración con aquel prodigio obrado por el Santo.
Quiso cierto día derribar una torre alta labrada con grande arte y dedicada a un ídolo; gastó toda la noche en oración, y luego a la mañana vino un torbellino de vientos, relámpagos, truenos y rayos sobre ella, y la arrancó de cuajo, con espanto y admiración de todos. Otra vez quiso echar al suelo un alto pino dedicado al demonio. Opusiéronsele los gentiles espada en mano; pero luego uno de ellos, alzando la voz, le dijo: «Si tienes tanta confianza en tu Dios, nosotros mismos cortaremos ese árbol, con tal que tú, cuando cayere, le sostengas y sustentes con tus hombros». El prelado aceptó el partido; atáronle por los pies para que no pudiese huir, y empezaron a serrar el pino. Cuando el árbol caía ya sobre él con gran ruido, hizo la señal de la cruz, y al momento se volvió y fue a caer a la parte contraria donde se hallaban los gentiles. Había en otro lugar una columna altísima que hacía de pedestal a un ídolo a quien tenían los paganos gran devoción. Pensó el Santo en derribarla y hacer desaparecer aquel diabólico engendro, mas no encontró instrumentos para llevar a cabo su obra. Púsose, pues, de rodillas y pidió con fervorosísima plegaria la ayuda del Cielo. Súbitamente, y a la vista de cuantos habían acudido a presenciar el derribo, apareció otra columna, cual si de lo alto viniese, y cayendo con estrépito grande sobre la primera, hízola caer al suelo, y desmenuzó y redujo a polvo el idolillo. Tan extraordinarios y repetidos prodigios no podían por menos de llamar la atención de cristianos y paganos; con lo que el admirable taumaturgo sentía grandemente facilitada la tarea apostólica entre su grey.
MARTIN Y LOS EMPERADORES
HALLÁNDOSE Martín en la ciudad de Tréveris, pidió audiencia al emperador Valentiniano I; pero este príncipe, severo y arisco de condición, no quiso recibir al Santo los primeros días y dio a sus guardas mandato expreso de no dejarle entrar en palacio. No se desalentó por eso el siervo de Dios, antes se armó de oración y ayunó, y pasados siete días se fue a palacio. ¡Cosa maravillosa!, halló todas las puertas abiertas, y, sin que nadie le pusiese estorbo, entró hasta el aposento donde estaba el mismo emperador. Enojóse Valentiniano al verle. Reprendió severamente a los oficiales de su palacio, y se quedó sentado sin dar al santo obispo muestra ninguna de cortesía ni dignarse responder a sus preguntas. Un raro suceso le obligó a mudar de conducta; una llama de fuego cercó súbitamente la silla en que estaba sentado; por lo que se levantó despavorido, se humilló, reverenció al Santo y le concedió cuanto deseaba. En aquel tiempo reinaba la corrupción por todas partes, y aun había ganado el contagio a algunos clérigos. Martín mostró con el monarca valor y firmeza de apóstol. Muchas veces le convidó Máximo a comer hallándose el Santo en Tréveris el año 385. Martín solía rehusar la invitación, diciendo que sería para él gran baldón el sentarse junto a quien había desterrado a dos príncipes legítimos, a uno del trono y al otro de este mundo. Con todo, aceptó un día la invitación, porque deseaba hablar al emperador en favor del heresiarca Prisciliano, para librarle de un castigo excesivo dictado por un tribunal civil con menosprecio de los derechos de la Iglesia. Pero yendo adelante el convite, trajo un criado una grande copa de vino a la usanza de aquella tierra, y la puso delante del emperador para que bebiese. Máximo, por respeto a Martín, mandó que se la diesen primero, creyendo que el prelado se la pasaría. Bebió el Santo, y dio luego la copa, no al emperador sino a su clérigo, por juzgar que en aquella ilustre asamblea nadie era más digno de beber después del prelado, que aquel humilde sacerdote consagrado a Dios. Tras un momento de asombro, quedaron todos muy edificados.
MARTÍN Y EL DEMONIO
EL demonio consideraba a Martín como a su mayor enemigo. —Doquiera que vayas y en todas tus empresas —le dijo un día el maligno espíritu— pelearé contra ti. —El Señor es mi ayuda y no temeré —le respondió Martín. La lucha fue tremenda entre ambos atletas; parecían querer renovar en la tierra el combate de San Miguel contra Satanás. Cierta noche se le apareció el príncipe de las tinieblas vestido de rey, con una corona de oro y pedrería en la cabeza. —Martín, Martín —decíale blandamente— , yo soy Cristo Rey; vengo a manifestarme a ti antes que a los demás. San Martín se quedó algo suspenso con aquellas palabras; pero habiéndole mirado, le arrojó de allí diciendo: —Nunca dijo Jesús que vendría vestido de púrpura; jamás creeré yo que es Cristo quien no trajere las señales de la Cruz en su cuerpo. Otra vez apareciósele el diablo en figura del excelso Júpiter, y se burló de él porque había admitido hombres pecadores en el monasterio. —Pero ¿crees tú que Dios perdona a quienes pecan? —le preguntó con sarcástica sonrisa. Con la fortaleza que le daba la confianza en el Señor, respondióle Martín: —Si tú mismo, ¡oh miserable!, pudieses por un nomento dejar de engañar a los hombres y arrepentirte, te doy mi palabra le que lograría para ti el perdón de mi Señor Jesucristo.
MUERTE DEL SANTO. SU CULTO
Legó finalmente para el anciano obispo la hora de recibir el galardón de sus trabajos. Hallándose en un lugar llamado Candé, de la diócesis de Tours, comenzó a sentir gran flaqueza y falta de fuerzas, señales seguras de su próxima muerte. Juntó a sus discípulos para despedirse de ellos, y aquellos santos religiosos dijéronle entre sollozos y lágrimas: —¿Por qué nos desamparas, amadísimo Padre? ¿A quién nos vas a dejar desconsolados y afligidos? Los lobos hambrientos darán en tu rebaño; ¿quién nos defenderá de sus dientes? Ten en cuenta nuestra necesidad. ¿Por qué nos desamparas?—. Conmovióse el Santo con tan tiernas palabras. Un rato estuvo suspenso entre la esperanza de unirse en breve a Jesucristo y el amor grande que tenía a sus hijos. «¡Oh Señor! —exclamó— ; si pobre y flaco como estoy, soy todavía necesario a tu pueblo, no huyo del trabajo; hágase en todo tu Santísima voluntad». En aquel momento sintió que el enemigo de las almas rondaba alrededor de su lecho. «¿Qué haces ahí, bestia feroz? —exclamó—; nada en mí te pertenece; voy hacia Dios, por quien seré luego recibido». De pronto resplandeció su cara como la de un ángel. Sus miembros, consumidos y secos, volviéronse blancos y flexibles. El Santo había pasado a mejor vida, a 8 de noviembre del año 397. Tras larga contienda con los de Poitiers, quedáronse con el sagrado cuerpo los fíeles de Tours. Celebraron solemne funeral el 11 de noviembre, fecha actual de la fiesta del Santo —instituida por San León I—. Tours, lugar de peregrinación desde entonces, vio llegar entre los romeros a Santa Genoveva, y Clodoveo, a muchos reyes franceses y algunos Papas. Sobre el sepulcro, levantó San Bricio, sucesor de San Martín, un hermoso oratorio, reemplazado por una basílica a principios del siglo XI. Los hugonotes quemaron, en 1562, el cadáver del Santo; sólo pudo salvarse, gracias al administrador de la basílica, parte del cráneo y un hueso del brazo.
EL SANTO DE CADA DÍA

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