SANTA CLARA DE ASÍS,
LA MUJER DE LA ESPERANZA (IV)
por Suor Chiara Augusta Lainati, osc
UN CORAZÓN POBRE
Estamos, por lo tanto, en camino... Pero no es fácil caminar por este nuestro «desierto»; nos lo enseña la experiencia de cada uno de nosotros. Y ahora es más difícil que nunca porque parece que el viento -este árido «ghibli» que cambia el perfil de las dunas a cada ráfaga- se divierte dispersando el grupo, volcando las tiendas pacientemente levantadas entre una tempestad de arena y la siguiente, haciendo pedazos toda esperanza renacida...
Es indudable que en estos momentos nuestros ojos, los ojos de todos, están llenos de arena. No se puede ver.
Cierto que no basta, para caminar, la defensa de una Regla que prescribe la pobreza absoluta. Clara también sabe esto: «Como estrecha es la vía y angosta la puerta por donde se va y se entra a la vida, son pocos los que caminan y entran por ellas; y aunque hay algunos que por algún tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran. Pero ¡bienaventurados aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin!» (TestCl).
Ni siquiera basta un esfuerzo de desasimiento renovado cada día... Ahora más que nunca, en el «desierto» resiste sólo quien tiene un corazón de pobre, quien vive una dinámica de espera, quien vive de disposición, de fidelidad, de aquella confianza en tensión que es precisamente la esperanza...
Cuando Israel se desvía, confiando más en las potencias políticas y en las seguridades terrenas que en su Dios, «una extraña certeza se apodera de los profetas: para que Israel vuelva a encontrar a su Dios, es necesario hacerle perder todo lo demás, es decir, todas las seguridades terrenas, todo lo que insensiblemente ha ocupado en su corazón el puesto del Dios viviente» (S. De Dietrich).
Tener un corazón de pobre significa, ni más ni menos, contar sólo con Dios. Por consiguiente, no con mis recursos personales, no con las provisiones hechas, no con los programas a realizar, no con la fuerza del grupo, no con el prestigio de la Orden o del monasterio, no con la fuerza de la tradición, no con un pasado glorioso, no con la capacidad de organización de los otros o mía, no con el número, no con la calidad, no con el manantial que según los cálculos debería aparecer tras algunos kilómetros, no con la salud que tengo, no con la salud que quizás tendré mañana, no con las ayudas del exterior, no con las ideas de tal o de cual... Sólo con Dios: como el «pequeño resto» de la profecía: «Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio en el nombre de Yahvé» (Sofonías 3,12).
Señor, sólo Tú. Apoyo y plenitud eres Tú. Fuera de Ti, nada tiene color, todo es de un gris que sabe a desesperanza. «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y siempre» (Sal 130).
El «desierto» lo ha quemado todo en Clara. «Cual sello sobre su corazón, como un sello en su brazo» (Cant 8,6) ha quedado sólo el rostro de su Cristo, pobre y crucificado. No tiene otra cosa. Él. No se dispersa. Sólo tiene tiempo para ocuparse de Cristo, Cristo Verbo Encarnado, que exige amor de aquellos a quienes Él mismo «separa» por amor.
Así también el «desierto» florece en un oasis que da vida a la Iglesia entera: «Ya no te llamarán "Abandonada"; ni a tu tierra, "Devastada"; a ti te llamarán "Mi favorita"... y así, la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,4-5). Efectivamente, «su afecto conmueve, su contemplación reconforta, su benignidad sacia, su suavidad colma, su memoria ilumina suavemente» (4CtaCl 11-12).
Si Clara viviese ahora -y no creo que nadie pueda contradecirme- estaría también hoy demasiado ocupada en amar a Cristo (Verbo Encarnado, niño, crucificado, vecino, que llena su vida y exige a cambio amor y por consiguiente atención a cada instante, Dios que siembra el silencio de la escucha en el corazón) para tener tiempo de recriminar un pasado que no le pertenece, de «contestar» un presente que sólo la fuerza del amor puede redimir, de ponerse inútiles interrogantes o nutrir aprensiones por el futuro. Todo eso son pecados contra la esperanza.
¿Cuándo comprenderemos que no tenemos que hacer sino ocuparnos de Él -Salvador del mundo, comprometido en hacer nuevas todas las cosas- con aquella atención, con aquel amor, con aquella fidelidad, con aquella confianza que es propia de una esposa, de una madre, de una hija, de una hermana que ama? ¿Cuándo?
Porque todo el resto, todo, vendrá por sí mismo para nosotros, para la Iglesia y para el universo entero: oráculo de Yahvé (cf. Mt 6,33).
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