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sábado, 4 de agosto de 2018

SANTA CLARA DE ASÍS, LA MUJER DE LA ESPERANZA (III)



SANTA CLARA DE ASÍS,
LA MUJER DE LA ESPERANZA (III)
por Suor Chiara Augusta Lainati, osc

ÉXODO

Francisco va por los caminos del mundo sin bolsa, ni alforja, ni bastón.

Mas también Clara -con la percepción de haber dejado en la otra orilla del Mar Rojo la «vanidad del mundo» (TestCl)-, cerrada en San Damián, recorre desde ahora los caminos misteriosos de un éxodo en el desierto, donde sólo Yahvé guía (Dt 32,12), Yahvé, el «Dios de la esperanza» (Rm 15,13), el Dios que desde siempre hace palpitar en el corazón del hombre el deseo de la tierra de ensueño, que se extiende más allá de las áridas estepas y de las dunas arenosas de este nuestro vivir cotidiano.

También Clara entrevé esta tierra. «Correré y no desfalleceré hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda se pose bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente, y me beses con el ósculo felicísimo de tu boca» (4CtaCl; Cant 1,2 y 2,6). En sus escritos se trasluce continuamente la «tierra prometida», reino de gloria hacia el cual estamos en camino.


En la experiencia espiritual de todos los tiempos, como en la historia de Israel, el «desierto» es siempre el escenario del encuentro con Yahvé. «Lo encuentra en tierra desértica, en yermo, henchido del ulular de la estepa; lo cerca de vallado, lo atiende, lo cuida como a la niña de sus ojos. Como el águila provoca al vuelo a su nidada y revolotea por encima de sus polluelos, así extiende Yahvé sus alas, lo recoge y lo lleva sobre sus plumas. Sólo Él lo guía...» (Dt 32,10-12).

Clara lo sabe: es el Espíritu quien se lo enseña. Y en el cuadro de su clausura organiza una vida «nómada», vida de pueblo peregrinante hacia la tierra que se extiende más allá del gran río. «Como peregrinas y forasteras en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad», «nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (RCl 8).

¡Nada! Simplemente un marchar adelante hacia la tierra prometida, como un pueblo en camino, que no tiene ciudad aquí abajo, ni tienda estable donde refugiarse, a imitación del Hijo del hombre que «no tuvo dónde reclinar la cabeza, y cuando la inclinó fue para entregar su espíritu» (1CtaCl). Un «pequeño rebaño» que avanza en la esperanza, cuya «porción» es una «altísima pobreza», que «hace pobres en bienes materiales, pero ricas en virtudes y lleva a la vida de los vivientes». «No queráis jamás tener otra cosa bajo el cielo» (RCl 8). En efecto, ¿por qué pararse? ¿Por qué ligarse aquí abajo a una morada? «Yahvé, tu Dios, te está conduciendo a una tierra próspera, país de torrentes de agua y de fuentes... Tierra de trigo, cebada, viñas, higueras y granados; tierra de olivares, de aceite y de miel... país donde no carecerás de nada» (Dt 8,7ss).

La esperanza, escribe Péguy, conduce a Israel hacia la posesión de la tierra prometida. La esperanza sostiene al pueblo en marcha a través de todo género de dificultades; la esperanza infunde coraje ante la segura perspectiva de que un día las promesas de Dios se realizarán.

La misma esperanza que guía a Israel es la secreta dinámica del Privilegio de la pobreza. Clara camina con la certeza de que Dios es fiel a sus promesas: «No temáis, hija queridísima; Dios, que es fiel en todas sus promesas..., será vuestra ayuda, vuestro insuperable consuelo, como es nuestro redentor y nuestra eterna recompensa» (5CtaCl). Y la tierra que se perfila más allá del río lejano, es demasiado atrayente para cambiarla por un puñado de tierra rojiza de estas áridas dunas. «Adheríos, por tanto, pobrecilla virgen, a Cristo pobre», porque «es negocio grande y laudable dejar los bienes de la tierra por los eternos, merecer los bienes celestiales a cambio de los terrenos, recibir el ciento por uno y poseer para siempre la vida bienaventurada» (1CtaCl).

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