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martes, 5 de junio de 2018





«TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR» (y VI)
por Ignace-Étienne Motte, ofm

ENTRAR EN LA PROFUNDIDAD DE DIOS

El Espíritu del Señor lleva al encuentro con Dios. Nos libera de todas las posesiones que nos estorban, de todas las superioridades que nos separan, para hacernos entrar, pequeños y pobres, en el Reino del amor gratuitamente compartido.

Sólo el Espíritu puede ajustar nuestra mirada a la visión de Dios. La Admonición 1, sobre «El Cuerpo del Señor», la Eucaristía, afirma con fuerza la insuficiencia radical de la mirada terrena, del espíritu carnal, para reconocer al Hijo de Dios. «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia...» (v. 17). ¿Cómo podría la sabiduría humana reconocer la presencia de Dios en unas figuras tan sencillas? Para confesar la presencia del Señor de la Gloria en el mesías humillado que camina hacia el Calvario, para discernir la presencia de Jesús en la insignificancia del pan eucarístico, en el hermano, en el pobre, en el leproso..., es preciso tener unos ojos nuevos, iluminados por el Espíritu. El Espíritu es el único que puede introducir al hombre en el misterio de un Dios que se hizo pobre por amor. El Espíritu es el único que puede escrutar las profundidades de Dios.

¿No es precisamente en estas profundidades donde va a introducir el Espíritu a quien ha aceptado abandonar su sabiduría humana, acorazada con el tener y el poder, y ha abierto su corazón al don de Dios?


Todas las veces que describe el paso del espíritu terreno al Espíritu de Dios (1 R 17; 1 R 22; 2CtaF 45-62), Francisco desemboca en la plenitud de la vida de intimidad con Dios. Los dos últimos textos citados concluyen con largas citas de la oración sacerdotal (Jn 17), en la que Jesús introduce a sus discípulos en el mismo centro de su relación con el Padre. En la oquedad de la pobreza excavada por el Espíritu van a derramarse los inagotables raudales del compartir trinitario.

«Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo» (2CtaF 48-53).

Bajo la pluma de Francisco las imágenes se cruzan y superponen para expresar de mil maneras la intensidad de los lazos que van a introducir al cristiano en el centro de esa intimidad que une al Padre, al Hijo y al Espíritu. La aspiración al amor, en todas las modalidades con que ella se manifiesta en el corazón humano, va a encontrar en Dios su satisfacción plena.

Se comprende el grito de asombro de Francisco ante esta grandiosa perspectiva:

«¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado...» (2CtaF 54-56).

Verdaderamente es la realización de lo mismo que Jesús pedía a su Padre, como fruto de su Pascua, en la oración sacerdotal de la que Francisco estaba impregnado.

NACER DEL ESPÍRITU

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16).

Los corazones puros verán a Dios. A decir verdad, no cesan de adorarlo y de verlo. Están constantemente en la luz del Espíritu.

¿Qué condición hace falta para ello? Francisco es nítido: «Despreciar lo terreno, buscar lo celestial». ¿Habrá que hacer una lista de las cosas terrenas que nos impiden ver a Dios y de las cosas celestiales que nos lo revelan? Sería una empresa ilusoria, pues las cosas se muestran ambiguas: el trabajo, el descanso, la amistad, la felicidad, la adversidad, la oración incluso, unas veces nos unen a Dios y otras nos alejan de Él. La diferencia radica en nosotros. Hay una manera terrena de apropiarse de las cosas, en cuyo caso se convierten en terrenas y nos separan de Dios; y hay una manera de recibirlas de Dios, en cuyo caso son celestiales y nos arrojan a Dios.

El paso de una actitud a otra no es exterior a nosotros, no consiste en cambiar una cosa por otra. Está dentro de nosotros mismos. Hay que pasar de una manera humana de apropiación a una forma celestial de recibir de Dios. Hay que pasar del espíritu terreno de posesión y dominio al Espíritu de pobreza, acogida y participación. Hay que «cambiar de espíritu». Hay que pasar de la grandeza a la misericordia. Hay que pasar de la amargura de la codicia a la dulzura del amor.

Este paso, sin embargo, es tarea que nos sobrepasa. ¿Cómo podría darme a mí mismo el Espíritu del Señor? Este paso es el fruto sabroso de la Pascua de Jesús, con la que nos hace pasar de este mundo al Padre, comunicándonos su Espíritu. Del Misterio Pascual brota el nuevo nacimiento con el que un hijo de Adán es transformado en hijo de Dios.

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