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viernes, 1 de junio de 2018

TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR» (II)



«TENER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR» (II)
por Ignace-Étienne Motte, ofm

UNA EXPERIENCIA DECISIVA

Si Francisco valora tan bien la importancia de este cambio radical de espíritu, si lo analiza con tanto acierto, ¿no será porque lo experimentó personalmente y de manera inolvidable en el umbral de su andadura espiritual?

Él mismo nos relata al principio de su Testamento: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia...» (Test 1). Un acontecimiento de la juventud de Francisco tuvo una importancia decisiva en su itinerario. Francisco afirma con fuerza: «Y después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 3). Se trata del encuentro con los leprosos. En aquel momento su vida cambió de arriba abajo. Antes estaba, nos lo dice él mismo, «en pecados» (Test 1); es decir, vivía siguiendo el espíritu del mundo y buscando el éxito y la satisfacción personal. Esto incluía naturalmente el horror a los leprosos. Su bondad espontánea, subrayada a porfía por sus biógrafos, se quedaba corta ante lo que le parecía absolutamente opuesto a cuanto él apreciaba.


El leproso era el límite infranqueable del amor de Francisco. Pero he aquí que, donde las fuerzas desfallecen, el Señor pasa -«El Señor mismo me condujo en medio de ellos»- e introduce a Francisco en el impulso de su misericordia. «Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). Al igual que en el episodio del banquete con sus amigos en una noche de Asís (cf. TC 7), Francisco experimenta la dulzura de Dios; pero en el encuentro con los leprosos Francisco no es sólo beneficiario, sino también actor. Y, actuando así, nace a la vida de Dios, entra en el mundo de Dios: en espíritu ya ha «salido del siglo».

Es un cambio radical. Un cambio de gusto: lo amargo se transforma en dulzura. Un cambio de apreciación de lo que se entiende por «triunfar». Un cambio del sentido de la vida: el ambicioso Francisco ya no piensa en llegar a la cumbre para ser el más grande, sino, al contrario, en abajarse para aproximarse todo lo posible al más pequeño. Un cambio incluso de su imagen de Dios: Éste deja de parecerle el majestuoso Soberano de Espoleto, que va a izarlo a la cima de la Gloria, y reviste los rasgos de Cristo pobre y crucificado, hecho leproso por amor a nosotros. Francisco entrevé de repente que la verdadera grandeza, la única grandeza, es la del amor, y que nada hay más importante en el mundo que encender una chispa de alegría en el ojo tumefacto del leproso. Cambio de gusto, cambio de vida, cambio de Dios: el encuentro con los leprosos es verdaderamente la «conversión» de Francisco.

Esta transformación es obra de Dios: sólo Él puede dar un corazón nuevo; sólo Él puede sustituir el espíritu terreno por el Espíritu Santo; sólo Él puede producir el nuevo nacimiento que hará entrar en el Reino; sólo Él puede resucitar a los muertos. Al hombre le corresponde confesar su pobreza y mantenerse activamente disponible para Dios. Al hombre le incumbe contar lo que Dios ha hecho: «El Señor me dio de esta manera...».

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