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lunes, 4 de junio de 2018

PASTOR SOLÍCITO QUE VELA SOBRE LA GREY DE CRISTO - SAN BONIFACIO



PASTOR SOLÍCITO QUE
VELA SOBRE LA GREY DE CRISTO
De las cartas de san Bonifacio

La Iglesia, que es como una barca que navega por el mar de este mundo y que se ve sacudida por las diversas olas de las tentaciones, no ha de dejarse a la deriva, sino que debe ser gobernada.

En la primitiva Iglesia tenemos el ejemplo de Clemente y Cornelio y muchos otros en la ciudad de Roma, Cipriano en Cartago, Atanasio en Alejandría, los cuales, bajo el reinado de los emperadores paganos, gobernaban la nave de Cristo, su amada esposa, que es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus trabajos y sufrimientos hasta derramar su sangre.

Al pensar en éstos y otros semejantes, me estremezco y me asalta el temor y el terror, me cubre el espanto por mis pecados, y de buena gana abandonaría el gobierno de la Iglesia que me ha sido confiado, si para ello encontrara apoyo en el ejemplo de los Padres o en la Sagrada Escritura.

Mas, puesto que las cosas son así y la verdad puede ser impugnada, pero no vencida ni engañada, nuestra mente fatigada se refugia en aquellas palabras de Salomón: Confía en el Señor con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos piensa en él, y él allanará tus sendas. Y en otro lugar: El nombre del Señor es un torreón de fortaleza: a él se acoge el honrado, y es inaccesible. Mantengámonos en la justicia y preparemos nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el tiempo que Dios quiera y digámosle: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.


Tengamos confianza en él, que es quien nos ha impuesto esta carga. Lo que no podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza de Aquel que es todopoderoso y que ha dicho: Mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Mantengámonos firmes en la lucha en el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros padres, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna.

No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo, tal como lo escribió san Gregorio en su libro de los pastores de la Iglesia.



SAN BONIFACIO
Benedicto XVI, Catequesis del 11 de marzo de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a reflexionar sobre un gran misionero del siglo VIII, que difundió el cristianismo en Europa central: san Bonifacio, que ha pasado a la historia como «el apóstol de los germanos». Nació en una familia anglosajona en Wessex alrededor del año 675 y fue bautizado con el nombre de Winfrido. Entró muy joven en un monasterio, atraído por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales, parecía encaminado a una tranquila y brillante carrera de estudioso.

Ordenado sacerdote cuando tenía cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada apenas cien años antes por los benedictinos encabezados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para anunciar allí el Evangelio. En el año 716, Winfrido, con algunos compañeros, se dirigió a Frisia (la actual Holanda), pero se encontró con la oposición del jefe local y el intento de evangelización fracasó. Volvió a su patria, pero no se desalentó: dos años después vino a Roma para hablar con el papa Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo, lo acogió «con el rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura», y en los días siguientes mantuvo con él «coloquios importantes», y, al final, tras haberle impuesto el nuevo nombre de Bonifacio, con cartas oficiales le encomendó la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos de Alemania.

Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, san Bonifacio se dedicó a la predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos paganos y reforzando las bases de la moralidad humana y cristiana. Con su actividad incansable, con sus dotes organizadoras y con su carácter dúctil y amable, a pesar de su firmeza, san Bonifacio obtuvo grandes resultados. El Papa entonces «declaró que quería imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiera corregir con mayor determinación y devolver al camino de la verdad a los equivocados, se sintiera apoyado por la mayor autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado por todos en el oficio de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido ordenado por el prelado apostólico».

Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró «obispo regional» -es decir, para toda Alemania- a san Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los territorios que se le confiaron y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia: con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de los sagrados cánones y reforzó la necesaria comunión con el Romano Pontífice: ésta era una de sus principales preocupaciones. También los sucesores del papa Gregorio II lo tuvieron en gran aprecio: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas, le envió el palio y le dio facultad para organizar la jerarquía eclesiástica en aquellas regiones.

El gran obispo, además de esta labor de evangelización y organización de la Iglesia mediante la fundación de diócesis y la celebración de sínodos, favoreció la fundación de varios monasterios, masculinos y femeninos, a fin de que fueran un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en el territorio. De los cenobios benedictinos de su patria había llamado a monjes y monjas, que le prestaron una ayuda eficacísima y valiosa en la tarea de anunciar el Evangelio y de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.

En efecto, con razón consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también trabajo en favor de una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda -fundado hacia el año 743- fue el corazón y el centro de irradiación de la espiritualidad y de la cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban en el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, y se preparaban para el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Así pues, por mérito de san Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas -también las mujeres desempeñaron un papel muy importante en esta obra de evangelización- floreció asimismo la cultura humana que es inseparable de la fe y que revela su belleza.

Aunque ya era de edad avanzada -tenía alrededor de 80 años- se preparó para una nueva misión evangelizadora: con cerca de cincuenta monjes volvió a Frisia, donde había comenzado su obra. El 5 de junio del año 754, al comenzar la celebración de la misa en Dokkum (actualmente, en el norte de Holanda), fue asaltado por una banda de paganos. Avanzando con frente serena, «prohibió a los suyos que combatieran». Fueron sus últimas palabras antes de caer bajo los golpes de sus agresores. Los restos mortales del obispo mártir fueron llevados al monasterio de Fulda, donde recibieron digna sepultura.

A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la prodigiosa actividad de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a san Bonifacio: la centralidad de la Palabra de Dios, vivida e interpretada en la fe de la Iglesia. La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo misionero. Una tercera característica: promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración y trabajo (manual e intelectual), pluma y arado.

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