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domingo, 24 de junio de 2018

FE Y VIDA EUCARÍSTICAS DE FRANCISCO DE ASÍS (V)




FE Y VIDA EUCARÍSTICAS
DE FRANCISCO DE ASÍS (V)
por Jean Pelvet, ofmcap

II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA (III)

3. «... al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente 
y está glorificado» (CtaO 22)

Para Francisco, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo lo hacen presente de veras, es decir, en su realidad actual: son la Presencia del Resucitado, la presencia del Cristo Señor que vive actualmente en la gloria del Padre.

«No a quien ha de morir», ni tampoco en «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4), como en su nacimiento, vida y muerte temporales. Cristo murió «una vez para siempre», dice san Pablo, y hoy y para siempre la muerte murió en Él, y fue sepultada, absorbida e integrada en la vida nueva del Resucitado, cuyas llagas gloriosas atestiguan que Él es el crucificado-exaltado.


«Vencedor» eternamente de la muerte, de esa muerte de la que el brazo santísimo del Padre le ha arrancado; vencedor del pecado y del Maligno, por el despojo y la obediencia filial, que le ha valido ser exaltado y recibir ese nombre de Señor, que Francisco le atribuye constantemente.

«Glorificado» en la resurrección, que lo introduce con su humanidad, con ese cuerpo de hombre en adelante inseparable de su persona, en la gloria que tenía junto al Padre desde antes de la creación del mundo, «Hijo amado, en quien el Padre halla su complacencia», «Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso», «Grande y admirable Señor».

«Eternamente», porque, en su vida nueva de Resucitado, está libre de los límites del espacio y del tiempo. Así, entró a pie llano en el más allá de la historia, en los «últimos tiempos», en el Reino definitivo, en la «Tierra de los vivientes». Y por eso, es contemporáneo de las generaciones y de los siglos... Libre también porque, desembarazado de los condicionamientos del espacio, está presente corporalmente de manera tan universal como real y... misteriosa en el corazón del mundo, que no subsiste sino por Él. «El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos» (CtaO 33).

Por eso, su presencia es una «venida»: Él viene de ese siglo futuro... al que el mundo entero está llamado y prometido, y que Él inaugura en su persona, convertido por la Resurrección en «primicia» de los cielos nuevos y de la tierra nueva, esperados en su venida final.

4. «Diariamente viene a nosotros él mismo 
en humilde apariencia» (Adm 1,17)

La presencia del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor es realmente, a los ojos de Francisco, «venida» del Hijo de Dios a nuestro mundo. Recordando la analogía tradicional entre la Encarnación en el seno de la Virgen María y la «venida» de Cristo en el signo del pan y del vino, que es su realización, su despliegue pascual, Francisco evoca el «trono real», «El Seno del Padre», de donde el Señor viene a nosotros asumiendo el pan y el vino para hacer de ellos el sacramento de su presencia, de su venida permanente en la humildad del signo. De allí viene realmente hoy, en su humanidad glorificada. Acogido en otro tiempo por María, en la «carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad», por la intervención omnipotente del Espíritu Santo, es acogido ahora por la Iglesia, en el pan y el vino, por la acción del mismo Espíritu Santo, invocado sobre el pan y el vino, para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre del Señor, resucitado por el poder de ese mismo Espíritu. Francisco no dice eso, ciertamente, que resultaría bastante ajeno a la perspectiva de su tiempo, en Occidente. Pero el doble paralelo entre la Eucaristía y la Encarnación del Verbo, enmarcando en la Admonición primera la afirmación del papel del Espíritu Santo en la acogida del Cuerpo y Sangre del Señor en el corazón de los fieles, ¿no sugiere que él presentía algo de ello?: «Así, pues, es el Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo Espíritu, y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia» (Adm 1,12-13).

El Señor viene, pues, a nosotros diariamente, desde esa Gloria en la que mora, «eternamente glorificado» por su santísimo Padre, en el corazón de su Paso de este mundo al Padre, en su muerte-resurrección. Y esta venida del Señor, presencia real del Hijo encarnado-muerto-resucitado, es Memorial de todo su misterio.

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