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martes, 22 de mayo de 2018

MARÍA, LA EUCARISTÍA, LA PALABRA - DE LA ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN






MARÍA, LA EUCARISTÍA, LA PALABRA
Benedicto XVI, Regina Caeli del 9 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Mayo es un mes amado y resulta agradable por diversos aspectos. En nuestro hemisferio la primavera avanza con un florecimiento abundante y colorido; el clima, normalmente, es favorable a los paseos y a las excursiones. Para la liturgia, mayo siempre pertenece al tiempo de Pascua, el tiempo del «aleluya», de la manifestación del misterio de Cristo en la luz de la resurrección y de la fe pascual; y es el tiempo de la espera del Espíritu Santo, que descendió con poder sobre la Iglesia naciente en Pentecostés. Con ambos contextos, el «natural» y el «litúrgico», armoniza bien la tradición de la Iglesia de dedicar el mes de mayo a la Virgen María. Ella, en efecto, es la flor más hermosa que ha brotado de la creación, la «rosa» que apareció en la plenitud de los tiempos, cuando Dios, enviando a su Hijo, dio al mundo una nueva primavera. Y es al mismo tiempo protagonista humilde y discreta de los primeros pasos de la comunidad cristiana: María es su corazón espiritual, porque su misma presencia en medio de los discípulos es memoria viva del Señor Jesús y prenda del don de su Espíritu.


El Evangelio de este domingo (VI de Pascua - C), tomado del capítulo 14 de san Juan, nos ofrece un retrato espiritual implícito de la Virgen María, donde Jesús dice: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23). Estas expresiones van dirigidas a los discípulos, pero se pueden aplicar en sumo grado precisamente a aquella que es la primera y perfecta discípula de Jesús. En efecto, María fue la primera que guardó plenamente la palabra de su Hijo, demostrando así que lo amaba no sólo como madre, sino antes aún como sierva humilde y obediente; por esto Dios Padre la amó y en ella puso su morada la Santísima Trinidad. Además, donde Jesús promete a sus amigos que el Espíritu Santo los asistirá ayudándoles a recordar cada palabra suya y a comprenderla profundamente (cf. Jn 14,26), ¿cómo no pensar en María que en su corazón, templo del Espíritu, meditaba e interpretaba fielmente todo lo que su Hijo decía y hacía? De este modo, ya antes y sobre todo después de la Pascua, la Madre de Jesús se convirtió también en la Madre y el modelo de la Iglesia.

[Después del «Regina caeli»] Dirijo un saludo especial al pueblo brasileño que se va a reunir en su capital, Brasilia, para celebrar el XVI Congreso eucarístico nacional. En el lema del Congreso aparecen las palabras de los discípulos de Emaús «Quédate con nosotros, Señor», expresión del deseo que palpita en el corazón de todo ser humano. Es justamente en el Santísimo Sacramento del altar donde Jesús muestra su voluntad de estar con nosotros, de vivir en nosotros, de entregarse a nosotros. Su adoración nos lleva a reconocer la primacía de Dios, pues sólo él puede transformar el corazón de los hombres, llevándolos a la unión con Cristo en un solo cuerpo. De hecho, al recibir el Cuerpo del Señor resucitado, experimentamos la comunión con un amor que no podemos quedarnos para nosotros mismos: exige ser comunicado a los demás para poder construir así una sociedad más justa.

La liturgia de este día nos recuerda que la paz se funda en el amor de Dios y en la fidelidad a su Palabra. Poniendo esta Palabra en el centro de su vida, el cristiano goza de la paz interior a pesar de las pruebas, puesto que está convencido de la presencia divina a su lado. Tened la valentía de amar, leer y meditar la Palabra de Dios en vuestra familia. Es el camino ideal para que se conviertan en hogares de paz.

En este domingo del tiempo pascual la liturgia nos invita a vivir el amor a Cristo, que se concreta en la escucha y el cumplimiento de su Palabra. Una palabra que sigue encendiendo los corazones e iluminando la vida de fe, por la acción del Espíritu Santo, verdadero guía permanente de la Iglesia. Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a acoger con gozo los dones que él nos da.

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DE LA ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN
Juan Casiano, Conferencia 10, 6-7

En esto consiste la suma de toda perfección: en que toda la vida 
se convierta en una única e ininterrumpida oración.

Únicamente contemplan con ojos purísimos la divinidad de Cristo los que, subiendo desde la llanura de los pensamientos y acciones bajos y terrenos, se retiran con él a la soledad de la alta montaña. Este monte, libre del tumulto de todo pensamiento y pasión terrena y alejado del desorden de todos los vicios, sublimado con una fe purísima y la excelsitud de las virtudes, revela la gloria del rostro de Cristo y la imagen de su claridad a los que merecieron contemplarlo con un alma limpia.

Cierto que Jesús se deja ver también de los que viven en las ciudades, en los pueblos y en las aldeas, es decir, de los que en la vida activa se entregan al trabajo; pero no se les manifiesta con aquel esplendor con que apareció a los que con él pudieron subir -como Pedro, Santiago y Juan- al mencionado monte de las virtudes. Por eso, en la soledad Dios se apareció a Moisés y habló a Elías.

Queriendo nuestro Señor confirmar esta doctrina y dejarnos un ejemplo de pureza perfecta, y aun cuando él que es la fuente misma de la inviolable santidad, no necesitase, para conseguirla, el ambiente exterior del retiro y de la soledad, sin embargo subió al monte a solas para orar. Con esta actitud quiso enseñarnos que si también nosotros queremos orar a Dios con corazón puro y virgen, debemos apartarnos como él del bullicio y confusión de las turbas, a fin de que, aún viviendo en este cuerpo, podamos conformarnos de algún modo con aquella felicidad prometida a los santos en la vida eterna, de suerte que incluso para nosotros Dios lo será todo para todos.

Entonces veremos perfectamente realizada en nosotros la oración que nuestro Salvador dirigió al Padre por sus discípulos, diciendo: Que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos. Y de nuevo: Que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, cuando aquel amor perfecto de Dios, con el que él nos amó primero, pase a nuestro corazón, cumpliéndose así esta oración del Señor, de la que nuestra fe nos asegura que no puede ser desoída.

Así será cuando todo nuestro amor, todo nuestro deseo, todo nuestro afán, todos nuestros esfuerzos, todo nuestro pensamiento, todas nuestras esperanzas estén puestas en Dios, y se trasvase a nuestra mente y a nuestros sentidos aquella unidad que ahora reina entre el Padre y el Hijo, el Hijo y el Padre; y así como Dios nos ama con un amor sincero, puro e indisoluble, así también nosotros podamos unirnos a él mediante un amor perenne e inseparable. Es decir, que estaremos de tal manera unidos a él, que Dios sea toda nuestra respiración, toda nuestra intelección, toda nuestra locución. Así llegaremos a la meta de que hemos hablado, meta en que el mismo Señor, orando, deseaba se cumpliera en nosotros: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros. Y de nuevo: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy.

Este ha de ser en efecto el ideal del solitario; a esto debe tender todo su esfuerzo: merecer, mientras todavía está en este cuerpo, entrar en posesión de la imagen de la futura felicidad, y comenzar a gozar por anticipado en esta vida y en la medida de lo posible, las arras de aquella vida y de aquella gloria celestiales.

Yo diría que tal es el fin de toda perfección: que el alma, aligerada de todo el peso de la carne, tienda a diario a la sublimidad de las cosas espirituales, hasta que toda su vida, y cada movimiento de su corazón, se conviertan en una única e ininterrumpida oración

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