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martes, 27 de marzo de 2018

Jesús siempre presente en la Eucaristía

Sacerdocio y Eucaristía




Jesús vino a estar entre los hombres no porque así lo merecieran sino porque los amaba. Si visiblemente los deja luego de su muerte, no es para abandonarlos sino por estar cumplida su misión (cf. Jn 17, 1-4). Sin embargo, no pretende dejarlos ni un instante e inventa el medio divino para no alejarse.

No es que los hombres, por su conducta, hubieran ganado su corazón o hubieran querido recompensarles. Por el contrario, lo desconocieron y llevaron su malicia hasta quitarle una vida por Él asumida para gastarla en provecho de ellos. Sin embargo, Jesús los amaba por la sola razón de querer amarlos. Y los amo hasta el fin, es decir, hasta los últimos límites del amor. Instituyó, en el momento mismo en que iba a morir, un Sacramento nuevo, más augusto y santo que los demás. Ese Sacramento le permite no solo vivir siempre entre la humanidad sino más todavía multiplicarse hasta el infinito en todos los puntos del orbe, dondequiera hubiera hombres para amar, corazones para consolar, almas para salvar y santificar.

La Eucaristía instituida en la noche de la última cena, cuando sonaba la primera hora de su pasión (cf. Lc 22, 15), nos da a Jesús en la plena realidad de su Persona divina, enriquecido con los méritos infinitos de su pasión y de su muerte y enteramente teñido de la púrpura de su inmensa y divina caridad, la cual quema su Corazón en el momento de la ofrenda de sus supremo Sacrificio.

Ya no es el Jesús quien sufre sino quien ama siempre; el Jesús que corno todos sus sufrimientos con el don supremo de sí mismo. No es el Jesús muerto pues ha resucitado a una vida que ya no puede perder pues ha vencido la muerte con una eterna victoria (Ro 6, 9). Es el Jesús que quiere traernos constantemente el recuerdo de su muerte en el Calvario. Para ello, toma un estado semejante externamente a la muerte y renueva su existencia eucarística en el acto del Sacrificio místico, pero real, realizado en el altar, reproducción exacta y esencial de su Sacrificio sangriento ofrecido en la Cruz..



No es Jesús glorioso en todo el esplendor exterior y visible de su gloria, sino el Jesús vivo y perennemente glorificado, sin embargo, bajo el velo de las sombras del Sacramento.

Inefable misterio, el más asombroso en amor y anonadamiento. No es un Dios de Majestad quien se manifiesta, ni siquiera un ser humano que se mueve y actúa. Es una realidad inerte, sin atractivo ni belleza, parece impotente y ni manifiesta ningún signo de sensibilidad y de vida. El amor ha reducido a una apariencia de muerte para ponerse más a nuestro alcance, para podernos acercar a Él más fácilmente y sin que su Majestad nos atemorice. Se hace completamente nuestra propiedad y se convierte en alimento de nuestras almas.

Este trozo de pan visto por mis ojos no es pan. Mis sentidos me engañan pero mi fe me dice que es Jesús, el mismo cuyo amor no conoce límites. Jesús que calla para hablarme con mayor elocuencia en la intimidad del alma. No se ve la fisionomía de Jesús, pero Él deja entrever sus divinos atractivos y sus infinitas bellezas. Jesús no viene hacia mí, pero sin cesar me llama para estar junto a él. Jesús no me dice su amor, pero siento su caridad en los ardores con los cuales inflama mi corazón.

Poseo a este Jesús Eucaristía tanto como lo poseen los Bienaventurados. Me pertenece. Por amor a mí se hizo Sacramento. Puedo disponer de Él, visitarlo a cualquier hora, alimentarme diariamente de Él, pasar mis días y mis noches a sus pies, conversar con Él en encuentro pleno de amor y de intimidad, establecer entre Él y yo relaciones continuas de pensamientos, sentimientos, deseos y voluntades.

¡Con qué hermosas claridades y goces inefables se ilumina la vida frente a la Eucaristía! Se diría que la tierra cambia de aspecto al pensar en la presencia de Jesús entre nosotros. ¡Cuán mezquinas en promesas de dicha y felicidad aparecen las criaturas al lado de Jesús, cuyo amor no cambia y cuya amistad jamás se debilita!, una vez el corazón ha gustado las dulzuras y suavidades del amor eucarístico, se fatiga pronto de amores terrenos. El destierro, copioso en lágrimas, tiene sin embargo sus encantos al considerar la presencia de Jesús siempre presente en él, para encender de nuevo los goces del paraíso. ¡Cuán menos lejano parece el cielo cuando la vida transcurre a la sombra de los Tabernáculos y se tiene la costumbre de mirar la eternidad a través de la Eucaristía!
Se comprende bien el dejarse arrebatar de las almas por los atractivos encantadores de este Sacramento por el cual se transforma la vida en delicias, tales como las que se gozan en los cielos. Allí hay una acción directa y personal de Jesús ejercida en el presente, sin recurrir al pasado ni considerar el futuro. Por si sola la Eucaristía es todo Jesús, completo en su doble naturaleza divina y humana en la unidad de la Persona al igual que durante su vida mortal. Jesús es también real y sustancialmente presente como en el cielo, donde Él reside en medio de ángeles y santos.

El verdadero Jesús de la tierra es el Jesús de la Eucaristía. No sería suficiente conocer a Jesús en sus demás estados si descuidáramos este. Nuestra ciencia de Jesús seria imperfecta y no plena si la Eucaristía no viniera a revelarnos esta Presencia permanente y vital de Jesús, quien en ella resumió sus maravillas y llevo su amor al apogeo.

El mejor medio para tener un conocimiento completo de Jesús es estudiarlo en el Santísimo Sacramento. Hagámoslo objetivo principal de nuestra vida.

Tomado de: PREVOST, Eugenio, Jesús mejor conocido y más amado en su Sacerdocio. Tomo I, Pág. 64-68

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