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jueves, 16 de marzo de 2017

Este cortometraje me recordó que no hay mayor grandeza que la de ser hijo amado de Dios


Daniel Prieto Amor y amistad | Conocimiento personal | publi | Valor de la vida humana | Videos24/02/2017


La vida es un movimiento único de luz, donde principio y fin se tocan. Así como desde el vientre de nuestra madre, como de una caverna, somos dados a la luz de la vida terrena, así también desde el vientre de la tierra, seremos dados a la luz de la vida celeste. El impulso que asegura la compleción de dicho movimiento es el impulso del amor. Entre las creaturas terrestres pocos recién nacidos son tan vulnerables como el hombre, y esto se debe, a mi parecer, a que el hombre a diferencia de los animales, está llamado y se constituye como persona a través de una constante y fundamental dependencia amorosa. En ella radica su más profunda identidad. Venimos continuamente sostenidos por un abrazo de amor que asegura y permite el crecimiento de nuestra vida, y seremos, a su vez, recibidos por el mismo abrazo, en su plenitud máxima, cuando nos será donada la vida eterna. En todo momento el desafío, o el arte, de la vida, es  reconocerse necesitados de este abrazo y dejarse abrazar, o lo que es lo mismo, es fundamental reconocerse necesitado del amor y dejarse amar. De hecho, durante nuestro peregrinar terreno detrás de todas nuestras acciones y elecciones, se esconde ese único deseo de encontrar ese abrazo, ese ambiente familiar y seguro donde poder reposar. Y esto no es tan fácil como parece, pues para hacerlo hay que reconocerse también vulnerable, frágil y exponer el corazón. La infancia viene normalmente recordada como “la edad de oro” en gran parte por este motivo. Luego en cambio con la adolescencia comenzamos a distanciarnos de la familia, para buscar nuestro espacio personal. Las nuevas actividades, las amistades, los nuevos amores, son tentativos de recuperar afuera ese espacio de intimidad profundo. Sin embargo, ese espacio no se deja atrapar desde afuera, porque se encuentra en lo más profundo de nuestro corazón. Es importante por ello volver al pasado para buscar aquellas huellas de amor que nos constituyeron y nos permitieron crecer, para desde ellas tomar fuerza, así como también afrontar aquellas heridas que pusieron en cuestión dicho amor, para sanarlas. De este modo, en un segundo momento, podemos descubrir el amor de Dios que subyace a todas estas experiencias.

Repitámoslo, aprender a dejarse abrazar y no olvidar nuestra dependencia amorosa es todo un arte; y para vivir plenamente la vida en el amor tenemos que reconocernos necesitados y vulnerables, o sea, creaturas, niños, hijos, porque solo así podemos acoger el amor que es siempre un don. Los niños lo saben muy bien y no se avergüenzan, alzan espontáneamente las manos para pedir ese abrazo, porque reconocen su necesidad, sus miedos, sus límites. Lloran y llaman a sus padres, porque se saben hijos. En el fondo, este es el motivo por el cual el reino del cielo pertenece a los que son como niños (Mt19,14). El trágico problema es que cuando crecemos nos vamos poniendo duros (a causa de nuestras heridas y desilusiones) y acabamos por convencernos de que no somos más niños, de que somos independientes y autónomos. Sí, creemos que hemos alcanzado la mayoría de edad y que ya no necesitamos a nadie (nos basta la luz nuestra pura razón). Entonces falsificamos y contradecimos nuestra más profunda identidad, cerrándonos a ese amor que se nos ofrece siempre, sin condiciones, pero que para ser recibido requiere que alcemos  los brazos como niños. Quien se basta a sí mismo, quien se cree un adulto autosuficiente y acabado, jamás podrá acoger lo que presupone la necesidad y la gratuidad. De hecho, en ese sentido, la humildad es la condición de posibilidad de dicho amor. Porque solo quien re-conoce sus límites y aprende a habitarlos con paciencia puede abrirse a los demás y dejarse abrazar.

Como decíamos, lamentablemente con el tiempo a causa de tantas experiencias de amores heridos, y con una sociedad que promueve el aislamiento y el egocentrismo, perdemos con facilidad esa sincronía existencial que vivimos cuando éramos pequeños (esa espontaneidad, esa confianza, esa libertad), y nos vamos progresivamente cubriendo de máscaras para protegernos.  Comenzamos también a saciarnos de sucedáneos, porque nos da miedo afrontar y regresar a ese estado de vulnerabilidad y desnudez originarias. Sin embargo, la verdad no cambia por más que la cubramos y maquillemos. En lo más profundo de nosotros mismos percibimos esa nostalgia y ese malestar de nuestro niño interior. «Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!», nos recordaba Job. La desnudez y la fragilidad de nuestra existencia, son la condición y la posibilidad del amor. No por nada, nuestro Dios es un Dios que nace desnudo, vulnerable y necesitado de un abrazo (de María, de José, de Dios), y muere a su vez desnudo, vulnerable, necesitado de otro abrazo (del Padre que lo resucitará). He aquí donde radica el secreto de la vida, el secreto de la luz: el modelo y culmen de la perfección es un amor desnudo. Solo en la aceptación de esta verdad, es decir, en aceptarnos hijos necesitados de Dios y en des-cubrirnos ante Él, para experimentarnos infinitamente amados por Él, es que podemos transfigurar y colmar las tantas heridas y lagunas dejadas por los amores demasiado humanos (frágiles, heridos, caducos, etc.). El gran desafío es descubrir, –entrando en nosotros mismos– como todos estos impulsos de amor tan condicionados que hemos percibido a través de nuestra historia personal (incluso en sus faltas), se esconde y late el Amor incondicional de un Padre que nos ama desde toda la eternidad y que nos dice en todo momento:  «Tú eres mi Hijo amado en quien me complazco» (Lc3,22). Si logramos entrar en contacto con dicho amor nuestra vida se volverá un rayo de luz en propensión hacia la eternidad. Con penetrante lucidez Romano Guardini en su libro «Aceptación de sí mismo» decía:

«Quién soy yo, solo lo comprendo en Aquel que está por encima de mí. Mejor dicho: en Aquel que me ha dado a mí mismo. El hombre no puede comprenderse partiendo de sí mismo. Las preguntas en que aparezca la palabra “por qué” y la palabra “yo”; ¿por qué soy como soy?, ¿por qué solo puedo tener lo que tengo?, ¿por qué soy, en general, en vez de no ser?; no se pueden responder por parte del hombre. La respuesta solo la da Dios. Y aquí nos acercamos a lo que significa el Espíritu Santo, del que se nos dice que es “el Espíritu de la verdad”, el que “introduce en toda verdad”; y además, que es el Espíritu del amor. El puede enseñarme a comprender esa verdad que nadie me puede enseñar, esto es, mi propia verdad. Pero ¿cómo? No por ciencia, ni por filosofía, sino penetrando en mí mismo. Pues El es la interioridad de Dios. En el Espíritu Santo es Padre Dios, en el Espíritu Santo es Hijo. Quizá se puede decir incluso: en el Espíritu Santo, Dios es Dios. En Él, Dios se penetra de Sí mismo, y está en unidad consigo mismo, disfrutándose a Sí mismo».
En esa línea, creo que una de las cosas más bonitas de la maternidad y de la paternidad –sea carnal o espiritual– es descubrir y palpar visiblemente la fuerza del amor, una fuerza tan grande que es capaz de generar nueva vida y por ello nueva esperanza. Sobre esta esperanza (de la nueva vida, o mejor dicho de la vida definitiva) vivió expectante el pueblo de Israel. Vivió a la espera de que se cumpliese la promesa definitiva: que alguna mujer en medio de esta maravillosa pero frágil cadena vital que se expandía a través de las generaciones –pero que no obstante volvía a perecer–, diese a luz un niño capaz de reinar sobre la muerte, un niño capaz de darle a este fino hilo de esperanza y de amor una condición superior, una densidad nueva, una cualidad que ni siquiera la muerte fuese capaz de arrebatar. Y esto es justamente lo que trajo Cristo cuando vino al mundo: el amor infinito de Dios que, tocando, como nuevo eslabón nuestra frágil cadena de abrazos, la transformó en vida sin límites uniendola de nuevo al abrazo infinito del Padre. De esta manera al entrar en contacto con el amor de Dios la vida humana adquiere una nueva dimensión, expandiéndose siempre hacia el infinito, superando incluso el tiempo y el espacio, superando la muerte. La Luz se hizo carne y vino a poner su morada entre nosotros. Por eso cada nuevo nacimiento es doblemente feliz, porque no es solo una vida terrestre la que viene al mundo, sino además, y especialmente, es la posibilidad de una nueva vida celeste, de una vida que puede proyectarse hacia el infinito, un verdadero disparo hacia la eternidad como decía el P. Hurtado. Y es aquí donde nos toca a nosotros entrar en acción, debemos velar por sobre todas las cosas para que cada nuevo miembro de la familia, cada nueva vida que viene al mundo pueda entrar en contacto con ese amor infinito que transmite y concede vida eterna, es decir, que cada nueva vida conozca y entre en contacto con el Espíritu de Cristo.

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