lunes, 5 de agosto de 2024

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR Benedicto XVI, Ángelus del 6-VIII-06 y del 28-II-10 ¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ! Del sermón de san Anastasio Sinaíta el día de la Transfiguración del Señor

 



TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Benedicto XVI, Ángelus del 6-VIII-06 y del 28-II-10

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc 9,2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.

La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3,4). La luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9,35).

Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (Lc 9,36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él, que subiendo hacia Jerusalén, dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21).

«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9,33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.

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¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!
Del sermón de san Anastasio Sinaíta
el día de la Transfiguración del Señor

El misterio que hoy celebramos lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor. En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les dijese: «El tiempo que ha de transcurrir antes de que se realicen mis predicciones no ha de ser motivo de que vuestra fe se debilite, y, por esto, ahora mismo, en el tiempo presente, os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al Hijo del hombre con la gloria de su Padre».

Y el evangelista, para mostrar que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montana alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.

Éstas son las maravillas de la presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo, la festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña.

Debemos apresurarnos a ir hacia allí -así me atrevo a decirlo- como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales.

Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y Elías, o de Santiago y Juan. Seamos, como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí!

Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡Qué bien se está aquí!, donde todo es resplandeciente, donde está el gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las realidades futuras.


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