sábado, 14 de julio de 2018

«SEGUIR LA HUMILDAD Y POBREZA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO» (1 R 9,1) La pobreza franciscana



TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

por Julio Micó, o.f.m.cap.

Capítulo VIII
«SEGUIR LA HUMILDAD Y POBREZA
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO» (1 R 9,1)
La pobreza franciscana

El encuentro con Dios y la voluntad de permanecer abierto y disponible frente al Misterio, constituyeron para Francisco el eje y armazón de toda su existencia. Este encuentro en gracia, al que solemos llamar oración, es el que le permitió conocer a fondo la realidad, más allá de su apariencia: lo que es Dios y lo que es el hombre. Para expresar esta experiencia, por otra parte indecible, empleará los términos riqueza-pobreza, como una forma de aproximación a lo que, para él, era esta relación con la divinidad. Dios es el Santo, el Absoluto, el Bien, el Amor, el Creador..., es decir, el rico en ser y en generosidad. El hombre, por el contrario, es el pecador, el relativo, el que hace mal, el mísero, la criatura..., es decir, el pobre mendigo de ser y desagradecido ante la gracia del don.

En un primer momento, la pobreza de Francisco se descubre fundamentalmente teológica, por estar referida a la actitud del mismo Dios que, en Jesús, siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos a todos con su pobreza. Seguramente Francisco no llegó a esta comprensión profunda de la doctrina de S. Pablo por medio del saber, pues no tenía estudios. Pero el modo en que concretizó su vida de pobreza denota que percibió perfectamente lo esencial de la propuesta evangélica ofrecida por Jesús.

El ejemplo de Cristo hecho hombre, quien siendo rico no dudó en rebajarse hasta nosotros, haciéndose uno de tantos al tomar nuestra carne de debilidad y, una vez que optó por anunciar el Reino de forma itinerante, tener que llevar una vida precaria en bienes y comodidades, es la matriz no sólo de la pobreza de Francisco sino de toda su espiritualidad. Este Jesús, que se hace pobre por nosotros y desde su menesterosidad humana permanece siempre abierto a su Padre, es el que marcará el itinerario de pobreza de Francisco al colocarse delante del camino e invitarle a que le siga.


1. LA POBREZA EN LA EDAD MEDIA

Nuestro concepto de pobreza está mediatizado por la visión economicista que tenemos de la vida. Y no es que la economía deje de tener importancia a la hora de producir pobres o de influir en la idea que nos hagamos sobre la pobreza; pero no debe ser tan determinante que oscurezca las otras facetas, también importantes, que configuran su identidad.

La comprensión de la pobreza, por tanto, tiene que ser amplia. El pobre medieval, según Mollat, es aquel que, de manera permanente o temporal, se encuentra en una situación de debilidad, de dependencia, de humillación, caracterizada por estar privado de los medios, variables según las épocas y las sociedades, de potencia y de consideración social: dinero, relaciones, influencia, poder, ciencia, calificación técnica, honorabilidad del nacimiento, vigor físico, capacidad intelectual, libertad y dignidad personal. Vive al día y necesita de la ayuda de los demás para liberarse de la pobreza.



Esta descripción tan amplia de la pobreza tiene la ventaja de abarcar a todos los frustrados, los abandonados, los asociales, los marginados, y a los que, por una opción religiosa, optaron por abandonar el mundo o por vivir pobres entre los pobres. Sin embargo, requiere el complemento de una posterior matización, donde la pobreza se describa en su espacio y tiempo determinados, para descubrir el sentido social y religioso del pobre en concreto, sin cuya referencia difícilmente se puede entender la pobreza de Francisco.

A.- UNA SOCIEDAD DE POBRES

El pobre de la alta Edad Media, aunque haya superado el esclavismo de la época romana, conserva todavía su dependencia respecto a los poderosos. Desde el siglo VI al XI, el escenario donde se debaten las confrontaciones entre ricos y pobres es el campo. Era rico el que poseía tierras y alimentos, no el que tenía dinero. La pobreza estaba, pues, delimitada por la ausencia de tierras y la dependencia alimentaria.

Aunque en todos estos siglos el telón de fondo sigue siendo el mismo -el mundo rural-, sin embargo, los problemas sociales sí que sufren un cambio entre las épocas merovingia y carolingia. Para el pobre merovingio, la cuestión fundamental era la de sobrevivir, mientras que, en el siglo IX, el pobre es el que no tiene un lugar dentro de la sociedad. Aplastado en el primer caso, el pobre no está sino oprimido en el segundo, es decir, la pobreza ya no se encuentra en la ausencia del tener, sino en la carencia del ser.

El pobre del siglo VII ya no es el esclavo que se volvió criado, sino un campesino, un aldeano jurídicamente libre al que, aun teniendo algunos medios propios, la insuficiencia de recursos en víveres y ropa, las deudas y la integridad física, le obligan a soportar, e incluso solicitar, el patronato de un poderoso.

Este contrato de mediados del siglo VIII refleja la condición del pobre rural, caracterizada por un contraste con el poder: «Como todo el mundo sabe que no tengo con qué alimentarme y vestirme, he solicitado de vuestra piedad, y vuestra voluntad me lo ha concedido, el poder entregarme a vos o confiarme a vuestra protección. Lo que hago en las condiciones siguientes: vos debéis ayudarme y sostenerme, tanto por el alimento como por el vestido, según pueda serviros y merecer de vos. Mientras viva, os deberé el servicio y la obediencia compatibles con la libertad, y toda mi vida careceré del poder de sustraerme a vuestro poder y a vuestra protección» (Formulae Turonenses).

A partir del siglo IX, al grupo de los pobres, que disponían de libertades y de algunas tierras, se le unió el de los indigentes, víctimas del desequilibrio de la economía rural debido, en parte, al crecimiento demográfico. Estos grupos, que vagabundeaban sin un lugar fijo, fueron de nuevo sometidos por los potentes, aprovechando la inseguridad producida por las guerras intestinas y las nuevas invasiones, así como el desorden proveniente de la disolución de la autoridad pública.

Sin embargo, este fenómeno no fue general. En la Italia central de los siglos X y XI, el encastillamiento no se limitó a la recuperación, por parte de los señores, de los elementos marginados de la sociedad; los vagabundos no tuvieron sino un lugar menor en la composición de estos núcleos sociales.

El mapa de la pobreza estaba cambiando al desaparecer los potentes y ser reemplazados por la aristocracia terrateniente. Los tradicionales pauperes o bajaron a formar parte de los indigentes o se integraron en nuevas formas de organización social. La oposición de los términos pauper - potens, pobre - poderoso, como expresión de la realidad social, había dejado el lugar a la de pauper - miles, cobrando un nuevo aspecto el problema de la pobreza desarmada frente al poderoso militar.

Con la revitalización de las ciudades en el siglo XI, la pobreza toma una nueva dimensión. Aunque la pobreza rural clásica sigue acentuándose debido al excedente demográfico, las hambrunas y el endeudamiento del campesino que le obligaba al abandono de sus tierras para engrosar la masa de vagabundos mendicantes que se acercaba a las puertas de los monasterios, aparece un nuevo tipo de pobreza urbana caracterizada por su anonimato y la imposibilidad de superarla; miseria tanto más sentida por cuanto que la economía de cambio le ponía ante los ojos la opulencia del mercader y del cambista. Al concepto de pobre no sólo se opone el de ciudadano sino también el de rico.

B.- ECONOMÍA Y POBREZA

El deslizamiento semántico del concepto de pobreza tiene connotaciones sociales y económicas. El despertar ciudadano del siglo XII había aportado avances indiscutibles, como la absorción relativa de los excedentes demográficos y el aumento de calidad de vida, pero al mismo tiempo había creado un cinturón de marginalidad donde los pobres lo eran de una forma absoluta: los que vivían en la servidumbre y la precariedad, los sin-tierra y sin empleo, los jóvenes sin futuro, los fugitivos y los desterrados, etc.

Estos desequilibrios sociales estuvieron acompañados y agudizados por los cambios económicos. El paso de una economía de regalo o de trueque a otra de beneficio, caracterizada por el uso y el abuso del dinero, configuró el panorama de la pobreza de una forma hasta entonces desconocida.

La economía del regalo apareció en la Europa cristiana con las invasiones bárbaras o germánicas. Acostumbrados a vivir a costa de la tierra y de la gente que capturaban, parte del botín era retenido por los jefes para exhibirlo y así aumentar su prestigio. Otra parte la regalaban como recompensa a sus compañeros de armas, mientras que una tercera la ofrendaban en altares o la enterraban con los muertos. Por último, el resto era cambiado por artículos de lujo a los mercaderes del mundo romano.

En este modelo antropológico de la economía del regalo, los bienes y servicios se intercambian sin que se les asigne unos valores específicos calculados. El prestigio, el poder, el honor y la riqueza se expresan en la entrega espontánea de regalos; y no solamente se expresan sino que se consiguen y mantienen a través del regalo. El acto de dar es más importante que la cosa dada.

La cristianización de estos pueblos trajo como consecuencia la desviación de los tesoros hacia los santuarios monásticos. De este modo, los monasterios se vieron saturados de objetos de valor que empleaban, principalmente, en el adorno de sus iglesias y en el esplendor de la liturgia y del culto.

Esta economía de regalo no era exclusiva de la gente pudiente. El mismo pueblo, rural en su mayoría, utilizaba el trueque como la forma más natural de intercambiarse los productos que necesitaban y de los que no disponían. Con este tipo de economía, la pobreza mostraba un rostro menos inhumano, puesto que los pobres eran conocidos por sus paisanos.

El despegue ciudadano y el auge industrial y mercantil configuraron el nuevo sistema económico, en el que no bastaba el simple intercambio sino que se buscaba un beneficio. Ya no se producía para autoabastecerse, sino que se creaban excedentes para sacar una ganancia. Los mercaderes aprovechaban su calidad de intermediarios, para elevar considerablemente los precios de origen y así aumentar el margen ganancial. El mismo dinero, necesario como medio simbólico en la compraventa, pasó a ser utilizado como capital del que se podía sacar un rendimiento. Los prestamistas terminaron convirtiéndose en usureros.

La puesta en marcha de esta economía de beneficio, si bien es verdad que dinamizó la sociedad creando un mayor nivel de bienestar, favoreció el enriquecimiento de unos pocos a cambio de desterrar a la marginalidad a grandes grupos sociales. La pobreza, además de generalizarse, se hizo anónima, por lo que resultaba más difícil de combatir.

Ante esta situación de pobreza, la Iglesia reaccionó desde dos frentes distintos: uno teórico, llevado por los teólogos y canonistas, y otro práctico, encarnado en los monjes y movimientos pauperísticos, así como en los numerosos grupos de seglares que se organizaron para ejercer la beneficencia.

C.- TEÓLOGOS Y CANONISTAS

La reflexión teológica sobre la pobreza, estimulada por las circunstancias y favorecida por el medio urbano, no fue condicionada únicamente por los cambios económicos; brota de las profundidades de una tradición que siempre la ha considerado como una exigencia evangélica. En el siglo XII, el seguimiento de Jesús se condensa en seguir desnudo a Cristo desnudo; por tanto, la pobreza se convierte en expresión máxima del compromiso cristiano. De ahí que toda la teología adoptara un matiz pauperista que se hace sentir en los distintos niveles de la Iglesia.

El pobre es expresión de Cristo, a quien representa, de dos formas diferentes: por una parte, pone de manifiesto el grito de Dios juez acusando a los creyentes de su conducta antievangélica: «Tuve hambre y no me disteis de comer...». Por otra, ofrece la posibilidad de la misericordia al encarnar al Cristo pobre y sufriente. Imagen del Cristo-Juez, del Cristo-Redentor, el pobre es también el Cristo-Viviente y Presente.

La reflexión de los hombres del siglo XII no se redujo exclusivamente a la teología; también buscó soluciones concretas, creando una especie de casuística de la pobreza vivida y de la limosna. Las dos corrientes, la canónica y la teológica, caminando por las dos vías de la caridad y de la justicia, y sobre los dos planos del rico y del pobre, precisaron deberes y derechos respectivos, determinando el lugar del pobre en relación al rico.

Sin embargo, sería un caso de miopía histórica pedirle al hombre medieval que viera el problema de la pobreza desde una óptica social entendida en términos modernos. Integrada como estaba dentro del orden de las cosas terrestres conforme al plan divino, la pobreza era entendida como una cosa inevitable. Por tanto, de existir la protesta, no puede ser más que de orden moral, denunciando los atropellos contra los pobres o las actitudes incoherentes de los clérigos y monjes contra la virtud de la pobreza.

Las críticas se plantean a tres niveles y se dirigen a tres grupos distintos de personas: en primer lugar, a los fieles, es decir, a la cristiandad en general, reprochándoles las faltas al deber de la limosna, el expolio de los débiles, el abuso de poder y los excesos de la fuerza, las iniquidades judiciarias, la rapacidad de los usureros, etc. Del plano de la caridad, la protesta pasa al de la justicia, y reprocha a los responsables, particularmente a los obispos, el faltar a su vocación de protectores y dispensadores de los bienes de los pobres. En un tercer nivel -el de la fidelidad-, los pobres voluntarios son acusados de romper sus compromisos o de retorcerlos. Contra los monjes, los canónigos regulares y, más tarde, los mendicantes, se invoca el ejemplo de la pobreza colectiva de los Apóstoles, que ellos prometieron seguir.

El tono de estas acusaciones es, con frecuencia, violento. Pero la reincidencia incesante del tema responde a la persistencia y continuo resurgir de los fallos que acusan. Las fuentes las encuentran en los Padres de la Iglesia, primero en Crisóstomo, Basilio y Gregorio Nacianceno; posteriormente, en Gregorio Magno y Cesáreo; alguna que otra vez, en la carta del apóstol Santiago; y más allá de los autores cristianos y de los dos Testamentos, en los principios de la moral antigua: Cicerón, Horacio, Apuleyo y la Lex Rhodia.

Las generaciones que precedieron a Francisco supieron unir la profundidad de la reflexión a la energía de la protesta. Conrado de Waldhausen no tiene empacho en decir que «los hermosos vestidos de los ricos están manchados de la sangre y del sudor de sus siervos». San Bernardo pone en boca de los pobres, de los desnudos y de los hambrientos, este apóstrofe dirigido a los obispos: «Nuestra vida forma vuestro superfluo. Todo lo que se añade a vuestras preciosidades es un robo hecho a nuestras necesidades».

Pedro de Blois critica al obispo de Lisieux por sus especulaciones sobre los cereales en tiempo de hambre: «Una horrible hambruna ejerce su furor entre los pobres... ya muchos miles de ellos han muerto de hambre y de miseria, y todavía no has puesto sobre uno de ellos la mano de la misericordia... Las cosechas amarillean ya en los campos y tú no has reconfortado todavía a ningún pobre. Te propones abrir tus graneros, no para aliviar la miseria de los afligidos, sino para venderles más caro. Otros obispos, aquí o allá, han pedido prestado para socorrer a los pobres. A ti te basta cobrar los denarios». Era el tiempo en que Inocencio III reprochaba a los obispos ser «perros mudos que no saben ladrar».

Esta revalorización teologal y canónica del pobre no borró, sin embargo, la faceta sombría que toda marginación comporta. La promoción del pobre a finales del siglo XII, aunque se hayan hecho intentos por paliar su menesterosidad, es principalmente conceptual y mística. Aunque sublimado como imagen de Cristo, el pobre en sí sigue siendo un olvidado; se le presenta como el instrumento de salvación del rico bienhechor. Su fisonomía desaparece tras la imagen del Cristo Juez y Salvador, y sus rasgos atormentados son el reflejo del rostro del Cristo sufriente. El pobre sigue bajo el pórtico de las iglesias con los penitentes. El pobre, en definitiva, está eclipsado por el rico y por Dios mismo, a quien se quiere ver en él.

D.- LOS MONJES

La vida religiosa tuvo en Europa, entre los siglos XI y XIII, uno de sus períodos más dinámicos. Pero, ¿cuál fue su reacción ante el problema de la pobreza y, por consiguiente, ante el desarrollo de la economía de beneficio? Las primeras respuestas, las del monacato, terminaron por convertirse en una evasiva: o se implicaron en ella de una forma irreflexiva, o se atrincheraron en la tradición como una coartada para rechazarla de plano.

Las comunidades monásticas vivían principalmente de sus propiedades en tierras, que les habían sido donadas por miembros de la poderosa clase terrateniente. De este modo, región tras región, el orden monástico llegó a ser uno de los principales terratenientes.

Los regalos de tierra venían acompañados generalmente también de sus derechos: derechos de pesca, derechos sobre los molinos, las casas, los hornos, los animales, la mano de obra servil y las iglesias con sus diezmos.

Los regalos de objetos preciosos y de dinero llegaban también a los monasterios. El éxito de la ofensiva cristiana del siglo XI contra el Islam, tuvo como resultado grandes cantidades de botín que fueron distribuidas, principalmente, por los monasterios. En cuanto al dinero, además de las limosnas en metálico, la venta de los excedentes de producción les hizo entrar, casi inconscientemente, en la economía de beneficio, hasta el punto de convertirse en fuertes prestamistas.

¿Qué hicieron los monjes con todas estas riquezas? Ritualizarlas. Por una parte, invirtiéndolas en la liturgia, que exigía cuantiosos gastos; y, por otra, utilizándolas en asistir a los pobres. Sin embargo, no existía tensión entre las demandas de la liturgia y las de la caridad, ya que estaba absorbida por ella; la caridad en si misma era también un ritual.

Los monjes, con sus formidables riquezas, estaban convencidos de que ejecutaban la función más noble y más importante de la sociedad, al mismo tiempo que mantenían la plena convicción de que sólo ellos eran los verdaderos pobres de Cristo. El sentido de pobreza que ellos tenían era el de debilidad frente a los poderosos. De ahí que los monjes, por haber sido reclutados en su mayoría entre la clase guerrera, haber depuesto las armas y haberse hecho voluntariamente débiles -pobres-, no percibieran ninguna contradicción entre su profesión de pobreza y el hecho de vivir en confortables monasterios. Esto explica que la transición realizada por los monasterios, de la economía del regalo a la economía del beneficio, se hiciera sin preocupaciones y sin reflexión alguna, hasta el punto de que los prósperos abades del siglo XII estuvieron más necesitados de administradores fiscales que de santos.

Los distintos intentos de renovación tratarán de evitar este desfase, volviendo a una situación colectiva de más pobreza, limitando sus posesiones a sólo aquello que pudieran atender con su trabajo. Pero muy pronto se fueron acumulando bienes, hasta desaparecer el motivo por el que se habían renovado.

La organización económica desarrollada por los cistercienses fue uno de los prodigios del siglo XII. En su forma más sencilla, eran los mismos monjes los que explotaban sus tierras. Pero la progresiva acumulación hizo necesaria la admisión de conversos e incluso de asalariados que las trabajaran; y cuando éstos no fueron suficientes, dieron en arriendo las tierras menos productivas.

Los ideales primitivos cistercienses de simplicidad, pobreza y trabajo manual, se disiparon al entrar en el juego de la economía de beneficio. Las diatribas de S. Bernardo contra las riquezas y comodidades superfluas de Cluny, son afirmaciones clásicas de la crítica monástica. Críticas que, con el tiempo, se volvieron también contra ellos mismos.

Hasta la mitad del siglo XII aún se puede admitir cierta fidelidad al ideal de pobreza entre los monjes pertenecientes a las nuevas órdenes; fidelidad en el espíritu y en las obras. Pero a partir de la mitad de este siglo, y a pesar de sus insistencias en querer monopolizar este ideal a la vez que se adaptan a la ley de la evolución, se observa que, ayudados por Roma, han vuelto a la vieja concepción benedictina de un cristianismo en espíritu, pero más vacío de obras, centrado casi absolutamente en lo sacramental y litúrgico. No tienen ningún empacho en multiplicar las relaciones sociales con el mundo, ese mundo del que pretenden huir, cada vez que sus intereses parecen exigirlo. En cuanto a los pobres sociales, se preocupan de un número menor de los que ellos mismos han empobrecido.

A finales del siglo XII, la noción de pobreza monástica no sólo es ambigua sino claramente hipócrita; por lo menos hay una discordancia entre lo que continúan profesando los monjes, lo que son en realidad y lo que desea de ellos una Cristiandad más sensible a la autenticidad de las opciones de vida y más critica respecto a las distorsiones entre práctica vivida y etiquetada. Poco importa, pues, el significado de la palabra pobre cuando la encontramos en los textos monásticos, porque los monjes ni son débiles, ni pobres, ni humildes. Para la institución entera la pobreza de espíritu no tiene ningún sentido. Hacia el 1200 la pobreza monástica es un mito.

E.- LOS CANÓNIGOS REGULARES

La decadencia de la pobreza monástica en el siglo XII, no afectó solamente al ámbito personal sino también a su dimensión caritativa. La falta de adaptación a las nuevas transformaciones sociales hizo ineficaces las formas tradicionales de caridad. Retirados en sus monasterios, rodeados de sus propios campos, no percibían las verdaderas necesidades de los nuevos pobres que la sociedad estaba produciendo.

Esta realidad exigía hombres nuevos y formas nuevas de abordar el acuciante problema de la pobreza y de la caridad. El ideal de fidelidad al mensaje evangélico llevó a algunos clérigos seculares a promover un apostolado caritativo desde una vida en común de inspiración monástica y eremítica. La vida de los canónigos, según la Regla de S. Agustín, trataba de inspirar en el seno de las aglomeraciones rurales y urbanas, grupos de vida espiritual que se expresaran en el ministerio pastoral y en una actividad social cotidiana.

Junto a una estricta pobreza individual y comunitaria, los canónigos regulares desplegaron una variada acción caritativa; desde las tradicionales obras de misericordia hasta las acciones benéficas más originales.

La intensificación del tráfico de personas, debido al progreso de la economía de intercambio, propició el desarrollo de la hospitalidad caminera en la segunda mitad del siglo XII. Los canónigos regulares no sólo llenaron de hospicios los caminos utilizados por los viajeros y peregrinos -pobres de Cristo-, sino que se especializaron en un determinado género de hospitalización.

El siglo XII, caracterizado por la búsqueda del progreso, proporcionó a la misericordia el concurso de la técnica; fue el tiempo de la construcción de puentes de piedra. Apoyados por asociaciones de laicos, los canónigos regulares realizaron una labor importante como pontífices o constructores de puentes.

Pero además de esta corriente canonical de talante apostólico, existía otra de tendencia eremítica, donde la pobreza toma niveles de radicalismo no sólo al apoyarse en la tipología de la primitiva comunidad de Jerusalén, sino al declararse seguidores de la perfección evangélica. La utilización de la fraseología evangélica: «Teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos» (1 Tim 6,8), que supera ampliamente la otra más tradicional de los Hechos, da a entender que la espiritualidad pauperística estaba tomando cuerpo en toda la Iglesia, por encima de grupos particulares.

F.- LOS ERMITAÑOS

Otro intento de vivir el Evangelio desde la pobreza es el de los ermitaños. Aunque el ejemplo de los Padres del desierto siempre estuvo de algún modo presente en los fundadores del monacato occidental, de hecho no apareció en Europa un movimiento eremítico floreciente hasta el siglo XI, precisamente en el momento en que la nueva sociedad urbana y la economía estaban tomando forma, y el antiguo orden monástico alcanzaba su cima de poder y privilegio. El movimiento eremítico constituyó un rechazo de las nuevas ciudades, de la economía del beneficio y de los antiguos monasterios.

La vida monástica encorsetaba su proyecto de perfección evangélica. Por eso, Reginaldo el Ermitaño contestaba así a los argumentos de Ivo de Chartres: «Tú sabes tan bien como yo que los claustros cenobíticos rara vez o nunca incluyen este nivel de perfección..., porque excluyen todo lo que pueden la pobreza que predicó Cristo el pobre».

El eremita del siglo XI, aunque intente revivir la condición de vida de los Padres del desierto, no deja de ser un penitente que trata de organizar su vida cristiana retirándose al bosque en busca de una pobreza solitaria. Como Cristo, que no tenía una piedra donde descansar la cabeza, el ermitaño duerme en el suelo y se instala en cualquier parte. Su modo de vestir se parece al del penitente y no se distingue demasiado del de un mendigo vagabundo. Descuidado en el aseo personal, comparte con el campesino pobre el trabajo manual que le permita, día a día, disponer de lo necesario para su moderada subsistencia.

El ermitaño es un pobre, un excluido voluntario que rechaza la vida ciudadana y el dinero. Pero esa misma pobreza es la que le impulsa a salir de su refugio en busca de los demás pobres. A pie, y aun descalzos, o montados sobre un asno, recorrerán los caminos al encuentro de los más pobres. Su intención es predicar el Evangelio, restaurando la dignidad de los excluidos y reintegrándolos en el nuevo espacio del Reino.

Aunque la multitud de los que acudían a escuchar a los eremitas era muy variada -artesanos, albañiles, agricultores, etc.-, su predicación se dirigía a los últimos, a los que no cuentan en la sociedad: los leprosos, las prostitutas, etc. Estos predicadores populares, itinerantes y próximos a las muchedumbres, supieron percibir la angustia de los desdichados y las aspiraciones de la inmensa mayoría. De Roberto de Arbrissel se dice que «predicaba el Evangelio a los pobres, llamaba a los pobres, reunía a todos los pobres». Ya en el lecho de muerte, pidió «descansar entre sus queridos enfermos y sus amados leprosos». Con esta toma de posición evangélica, se había pasado de la liberalitas erga pauperes a la conversatio inter pauperes. Es decir, se había optado por vivir pobre entre los pobres y no conformarse con inclinarse hacia ellos.

El ermitaño trató de aliviar la miseria y restaurar la dignidad humana de los expulsados. Trató de revelar el reflejo del rostro de Cristo sufriente. Reconfortando a los pobres, estimulando a los favorecidos, quiso anunciar a todos la salvación mediante la pobreza, por los pobres y mediante los pobres.

El movimiento eremítico, que había surgido en parte como protesta contra el nuevo sistema económico, no supo, sin embargo, darle una solución viable, por lo que la mayoría de ermitaños terminaron volviendo, con la fundación de nuevos monasterios, a un tipo de espiritualidad de la que habían renegado. Sólo en algunos pocos casos consiguieron crear un eremitismo cenobítico -como los Cartujos y los Camaldulenses- que, si bien conservó su talante austero, se mantuvo aislado y sin fuerza ejemplar para el pueblo.

G.- LOS MOVIMIENTOS PAUPERÍSTICOS

La predicación de los ermitaños itinerantes anunciando el Evangelio en clave pauperística, hizo tomar conciencia a los laicos de su responsabilidad eclesial, motivando la aparición de grupos religiosos cuyas aspiraciones se cifraban en la vivencia del Evangelio de forma radical.

Este radicalismo les llevó a una fuerte oposición a la jerarquía de la Iglesia a causa de sus posesiones; y por este radicalismo fueron expulsados de la Iglesia como herejes. Sin embargo, estos herejes no tenían otras pretensiones más que vivir el Evangelio como los discípulos del Señor, sin poseer casas, ni campos, ni bestias. De ahí que aparecieran como pobres de Cristo que, perseguidos como los apóstoles y los mártires, sin sosiego y en pobreza, vagaban de un sitio a otro, rezando y trabajando, contentos con ganarse lo suficiente para vivir.

Pedro Valdo y sus compañeros se decidieron a vivir el Evangelio renunciando a todas sus riquezas y repartiéndolas entre los pobres, con el fin de tener fuerza moral para predicar contra los pecados del mundo y exhortar a la penitencia, aportando un nuevo modo de interpretar la norma evangélica de la renuncia que involucrara también a la institución como tal. Al innegable valor de la pobreza individual, había que añadir el de la pobreza colectiva.

La sensibilidad evangélica llevó a Valdo a historizar la propuesta de Jesús: «Vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres» (Mt 19,21), haciéndola extensible a los laicos ricos. A la contestación del lujo del clero y de la riqueza de los monasterios, se une la amonestación al laico pudiente, no importa cómo se haya enriquecido, de la obligación de la pobreza para seguir a Cristo pobre y desnudo.

Bajo este aspecto, la propuesta de los Valdenses resulta inaudita y revolucionaria por el hecho de darse en una sociedad en evolución, que ha descubierto el gusto por el riesgo y el valor del dinero, así como el deseo desbordante de vivir con intensidad el momento presente. Respecto al trabajo, rechaza la idea de convertirse en una asociación de trabajadores que hacen vida común -como los humillados-, aceptando el grupo italiano el trabajo asalariado para la supervivencia, mientras que los franceses optaron por dedicarse por completo a la predicación y vivir a expensas de la comunidad.

Otro de los grupos pauperísticos fue el de los Humillados, quienes, al principio, vivían con sus respectivas familias y se reunían para orar y trabajar juntos. Su vestido era humilde, tanto por el color -el gris- como por la calidad del tejido. Su ascetismo representaba una reacción al lujo en el vestir. Se distinguían de los Cátaros y de los Valdenses por no llevar vida común y dedicarse a la industria de la lana como medio de subsistencia y de apoyo a la actividad misionera.

Posteriormente, Inocencio III los aprobó como una sola Orden que albergaba tres grupos distintos: laicos con un compromiso cristiano, célibes voluntarios y clérigos. Su difusión fue notable, requeridos por los Comunes para incrementar la industria de la lana y favorecer las iniciativas económicas. Sin embargo, la atenuación de la primitiva austeridad, la implicación progresiva en las administraciones públicas, la acumulación de capital y el abandono del trabajo manual, minaron la vida de los Humillados hasta su desaparición.

Los Valdenses y los Humillados, junto con otros grupos pauperísticos, pretendieron vivir como los herejes -es decir, evangélicamente-, pero enseñar como la Iglesia, uniendo a la ortodoxia de la fe la ortopraxis evangélica. Dificultades de tipo más bien canónico que doctrinal complicaron su existencia, viéndose algunos de ellos apartados de la Iglesia y relegados a la marginalidad. Aunque la mayoría de ellos desaparecieron pronto, sin embargo marcaron en la Iglesia una impronta de responsabilidad laica en la vivencia del Evangelio desde la pobreza, que condicionó e hizo posible la aparición e integración del movimiento franciscano dentro de la estructura eclesial.



2. LA POBREZA DE FRANCISCO DE ASÍS

A la hora de optar por un determinado tipo de vida religiosa dentro de la Iglesia, Francisco se encuentra en una relación de continuidad, y no de antítesis, con la tradición de los movimientos laicos populares, mientras que desecha muy conscientemente la tradición monástica y canonical.

Al tomar como norma de vida el texto evangélico de la misión de los Apóstoles, estaba optando por vivir según la forma del santo Evangelio, propia de los movimientos pauperísticos, en vez de según la forma de la Iglesia primitiva, que era más propia de la tradición monástica. Pero fue posiblemente la corriente eremítica itinerante la que influyó más en la experiencia espiritual de Francisco.

No sabemos si tuvo una relación directa con otros grupos pauperísticos; pero la posibilidad de que se encontrara con ellos y los conociera es bastante grande si tenemos en cuenta que la Umbría era paso obligado para llegar a Roma. De todos modos, aunque no hubiera sido así, estaba en el ambiente que una opción seria por el Evangelio, como fue la de Francisco, no podía realizarse sino desde la pobreza. La única forma de acompañar a Cristo era seguirle en su pobreza y desnudez.

La imagen pauperística de Cristo que Francisco se había formado estaba tomada, principalmente, del Jesús histórico que aparece en los sinópticos. Pero el Cristo pobre, peregrino y mendicante de Francisco se debe también a otras corrientes de espiritualidad evangélica, sin excluir las heterodoxas, que precedieron y acompañaron su experiencia. Un ejemplo de ello es la imagen de Cristo mendicante, que no aparece en los Evangelios, y cuya creación obedece a la situación concreta de pobreza y mendicidad del mundo religioso medieval.

Para descubrir cómo llegó Francisco a esta imagen evangélica habría que estudiar la hagiografía, la iconografía, la propaganda religiosa, así como su posible relación con movimientos pauperísticos. Lo que está fuera de toda duda es que el grupo de Francisco aparece como un movimiento pauperístico laical, cuya función en la Iglesia es testimoniar el Evangelio de un modo sencillo y directo. Su estructura, por tanto, es típica de estos movimientos, dedicados a la predicación circunstancial e itinerante y basados en una economía de pobreza.

Ante el rechazo de recibir dinero y poseer cosa alguna, los medios de subsistencia para el grupo se reducían al trabajo manual subalterno y, en caso de que no fuera suficiente, al recurso a la limosna como los demás pobres sociales. Por tanto, al tratar de ver cómo entendía y vivía Francisco la pobreza, habrá que tener presente este cuadro pauperístico desde el que afronta la exigencia evangélica.

La conversión de Francisco a los pobres no se realiza porque haya descubierto la necesidad de luchar para devolverles su propia dignidad de hombres reivindicando sus derechos. Si va hacia ellos es por esa tracción misteriosa que él definirá como una gracia del Señor (Test 2) y que tendrá como fin encontrarse con el Cristo pobre y doliente. El fundamento y razón de la pobreza en Francisco tiene que buscarse en el Evangelio leído y experimentado desde una óptica pauperística. El Cristo que descubre Francisco en el Evangelio es un Cristo pobre; pobre no sólo de cosas materiales sino, incluso, consciente y aceptador de su propia pobreza como medio de liberación. Se trata de una pobreza humilde.

Por eso, la participación en su vida -su seguimiento- se tiene que realizar también dentro de ese marco de pobreza humilde. Es, en definitiva, el intento de abordar el Evangelio desde la actitud radical de las bienaventuranzas, no sólo en el texto de Lucas, donde se habla de pobreza material, sino principalmente en el de Mateo, que habla de pobreza de espíritu o pobreza humilde.

A.- «SIENDO RICO SE HIZO POBRE»

La experiencia del Dios rico que le devuelve, como un espejo, la imagen de pobreza existencial, aun siendo importante, no es suficiente para explicar la concretización en la pobreza de su proyecto cristiano de vida. La pobreza de Francisco se basa, fundamentalmente, en la pobreza de Cristo.

El ambiente religioso pauperístico le ayudó a descubrir en el Cristo que motiva su seguimiento, no sólo al hombre austero que, por las circunstancias concretas de su misión, tiene que desenvolverse en un medio pobre y desarraigado, sino al Dios rico que para superar nuestra pobreza no duda en rebajarse hasta ella haciéndose uno de tantos (2CtaF 4s).

La humillación de vaciarse de su realeza para tomar la carne de la esclavitud (Adm 1,16), que Pablo describe como una kénosis, es lo que caracteriza la pobreza de Cristo y que Francisco suele expresar con la imagen juanea de Jesús lavando los pies a los discípulos.

La pobreza para Francisco no es, por tanto, una virtud más dentro del conjunto de valores que todo cristiano tiene que asumir para reconocerse como seguidor de Jesús. La pobreza es para él la matriz donde se configura el misterio salvador de Dios realizado por Cristo. El acercamiento de Dios al hombre, para redimirle de su postración y acogerlo en el seno de su propia vida familiar, se hizo tomando la carne de nuestra debilidad y pobreza; de ahí que para Francisco, un hombre medieval que pensaba la realidad divina sobre el cañamazo de las clases sociales, la encarnación de Dios en Jesús sólo pueda concebirse como un rebajamiento de la realeza divina al dársenos en forma humana.

Los misterios de la encarnación, la eucaristía y la cruz serán para él los tres momentos en que se condensa esa historia amorosa de Dios, que no duda en abandonar su riqueza para vaciarse en nuestra pobre humanidad. El misterio salvador de Dios se convierte, así, en un misterio de pobreza; una pobreza que, por asumirla el mismo Jesús como sacramento del amor del Padre, se constituye en el camino regenerador o enriquecedor para el hombre, al devolverle su dignidad de ser imagen de Dios.

El camino de pobreza emprendido por Jesús comienza cuando «el santísimo Padre del cielo, nuestro Rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto y nació de la bienaventurada Virgen santa María» (OfP 15,3). Esta decisión de acercarse en carne hasta nosotros no es fruto de un arrebato improvisado. Es en la misma intimidad trinitaria donde se fragua esta determinación. Por eso, Francisco no duda en afirmar que «este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad. Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5).

La aparición entre nosotros del Hijo de Dios viene ya marcada con el sello de la pobreza, lo cual es motivo de alegría «porque se nos ha dado un Niño santísimo amado y nació por nosotros fuera de casa y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada» (OfP 15,7).

La pobreza no es, pues, una virtud opcional. Es la forma coherente de acoger el misterio salvador de Dios. La misma Virgen María, que encabeza la larga lista de creyentes que confiaron en la promesa de Dios, es considerada por Francisco como la primera que optó por la pobreza como forma de acompañar y seguir a su Hijo Jesús.

Esta encarnación humilde del Hijo de Dios en nuestra realidad de hombres, se continúa de una forma incomprensible pero admirable en la eucaristía. Francisco la experimenta como parte de ese misterio amoroso de Dios. Por eso nos invita a considerar la eucaristía como una prolongación en el tiempo del hecho definitivo de la encarnación: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16-18).

La eucaristía, sin embargo, no prolonga solamente la pobreza de la encarnación. Es también el despojamiento de la cruz lo que en ella está incluido como parte de esa voluntad salvadora del Padre. Pues «la voluntad del Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (2CtaF 11-13).

El hilo conductor que une el hecho de la creación, la encarnación y la redención, no es más que el deseo salvador del Padre de hacer de Dios un ser volcado hacia el hombre; un deseo que se manifiesta en pobreza. Por eso, Francisco asume el gozo y la alegría de la humanidad entera para agradecer al Padre esa historia de salvación: «Te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,3).

Así se comprende la insistencia de Francisco en vivir y defender la pobreza, no como una virtud entre otras, sino como el modo concreto de realizarse nuestra salvación. Por eso, la pobreza constituye un misterio -mysterium paupertatis- al ser incorporada a la pobreza redentora de Cristo.

Francisco parte del hecho de que el Señor, siendo Rey y Soberano de todo, se hizo pobre por nosotros en este mundo. Sólo así puede animar a los hermanos para que vivan la pobreza sin complejos, puesto que «ésta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes. Adheridos totalmente a ella, hermanos amadísimos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo» (2 R 6,4-6).

La visión teológica de la pobreza que marca en Francisco su opción evangélica, queda claramente definida en el breve escrito que envió a Clara poco antes de morir. El telón de fondo es siempre el mismo: el Señor, siendo rico y glorioso en su majestad, vino a ser pobre y despreciable en nuestra humanidad (LP 97). Este ejemplo incomprensible del Hijo de Dios es lo que llevó a Francisco a vivir y aconsejar a las Damas pobres lo fundamental y radical del misterio de Dios: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (UltVol 1-3).

La terquedad con que Francisco defiende la pobreza no responde a ningún tipo de fanatismo por agarrarse a formas concretas de indigencia. Es su misma opción evangélica la que está en juego y, por tanto, no está dispuesto a que nadie se la malogre. Indudablemente esta encarnación en pobreza del Hijo de Dios no puede quedarse en pura contemplación, sino que debe tomar formas históricas que la expresen y realicen; pero lo fundamental para Francisco no será tanto el no-tener como el sentirse libre de impedimentos para poder acoger al que se nos da como Amor regenerativo de nuestra humanidad.

B.- POBRES DE COSAS

Lo que define a los movimientos pauperísticos, y en concreto a Francisco, no es su visión de un Cristo pobre que exija un total desprendimiento a todo el que quiera seguirle. Esta concepción teológica de la vida cristiana era común en toda la Iglesia. Desde la jerarquía a los monjes no cesaban de repetir, de forma oral y por escrito, estas ideas pauperísticas como el mejor modo de articular la propia vida evangélica. Lo que provocó la admiración y el seguimiento de estos movimientos fue su coherencia entre lo que pensaban y el modo de materializarlo en la vida concreta.

El miedo a tener que vivir en medio de una pobreza desarraigada, condicionaba la interpretación del seguimiento de Cristo pobre, espiritualizándolo hasta límites incomprensibles. La interpretación que hacen los pauperistas es que la donación que nos hace Dios de su propio Hijo, una donación en pobreza, no puede ser acogida sino desde la misma pobreza material. El acercamiento de Dios a los pobres, a través de Jesús, sólo puede ser percibido cuando se participa de la misma pobreza que sufren los destinatarios. En una palabra, el misterio de la kénosis o empobrecimiento de Dios se vive efectivamente cuando se sigue desnudo al Cristo desnudo.

El vocabulario de Francisco al hablar sobre la pobreza es el utilizado comúnmente en la espiritualidad de su tiempo. Un vocabulario rico en matices, que indica, por una parte, su sensibilidad hacia este valor -y, al mismo tiempo, problema-, mientras que, por otra parte, sorprende a nuestra visión plana y simplista del tema.

Los términos pobre y pobreza indican, en general, la carencia de bienes o valores; mientras que apropiarse, retener y atesorar, se refieren a la actitud de poseer algo que no le corresponde. Por el contrario, exaltar, gloriarse y atribuir reflejan la voluntad de atribuir o referir los propios valores no al hombre sino al que es fuente y dador de ellos. Pertenecer, poseer y tener nos ofrecen el significado de la propiedad; justamente lo contrario de abandonar, perder y despreciar. Codicia, avaricia, cuidado y solicitud indican el afán desmesurado por las cosas; mientras que dar y devolver son una restitución agradecida de lo que se considera un don. Por último, humildad expresa la vertiente profunda de la pobreza, que da sentido y consistencia al prescindir de cosas.

La utilización de estos vocablos es progresiva, como progresiva y dinámica es también su concepción de la pobreza a lo largo de su itinerario espiritual. Por tratarse de una respuesta existencial a la propuesta salvadora de Dios manifestada en Jesús, presente en la historia, la pobreza se viste de formas diversas según lo requieren los acontecimientos. A través del proceso de consolidación de la Fraternidad, pasando de ser un movimiento itinerante a una orden religiosa asentada en conventos, la pobreza va tomando en Francisco matices distintos, con el fin de seguir siendo fiel al Cristo pobre y desnudo que se le ofrece como ejemplo.

a) Una pobreza itinerante

La pobreza material de Francisco y de la Fraternidad primitiva está determinada por su talante de itinerancia y desarraigo. El capítulo 14 de la Regla no bulada es una descripción perfecta de la opción pauperística de la Fraternidad de los orígenes: «Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón. Y en toda casa en que entren, digan: Paz a esta casa. Y, permaneciendo en la misma casa, coman y beban lo que haya en ella. No resistan al malvado, sino a quien les pegue en una mejilla, vuélvanle también la otra. Y a quien les quita la capa, no le impidan que se lleve también la túnica. Den a todo el que les pida; y a quien les quita sus cosas, no se las reclamen» (1 R 14,1-6).

En este contexto de pobreza itinerante tiene perfecto sentido el desprenderse de ciertas cosas que, más que una ayuda, van a ser un lastre en la vida de la Fraternidad. El «seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo» requiere tal desapego de las cosas y de uno mismo, que resulta imposible emprender el camino del Evangelio sin abandonarlas de corazón (2 Cel 80s). Francisco hace suyo el consejo de Jesús al joven rico: «Si quieres ser perfecto, vete y vende todas las cosas que tienes y dáselas a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme» (1 R 1,2).

El principio pauperístico de seguir desnudo a Cristo desnudo es retomado por Francisco como una exigencia de fidelidad al Evangelio (1 Cel 15), convirtiendo su experiencia y la de Bernardo de Quintaval, uno de los primeros compañeros, en modelo tipológico para todos los que desearán entrar en la Fraternidad (1 Cel 24). Al aspirante se le pide que «venda todas sus cosas y procure distribuirlas todas a los pobres, si quiere y puede hacerlo según el espíritu sin impedimento» (1 R 2,4).

Esta actitud de distanciamiento frente a una sociedad marcada por la incipiente economía de beneficio, que facilitaba el enriquecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos, se materializa en la primera Fraternidad, no sólo renunciando a los propios bienes en favor de los necesitados, sino asumiendo la propia identidad y manifestándola, incluso, en el modo de vestir, de alimentarse, de viajar, de atender a los enfermos y de utilizar las casas y los libros.

En lo referente al vestido, dice la Regla no bulada: «Todos los hermanos vistan ropas viles y puedan, con la bendición de Dios, remendarlas de sayal y de otros retales; porque dice el Señor en el Evangelio: "Los que visten con lujo y viven entre placeres y los que visten muellemente, en las casas de los reyes están". Y aunque les tachen de hipócritas, sin embargo, no cesen de obrar bien, ni busquen en este siglo vestidos caros, para que puedan tener vestido en el reino de los cielos» (1 R 2,14-15; cf. 2 R 2,14-16).

En cuanto a la comida, la Fraternidad aparece como un grupo de pobres ayunadores. Siguiendo el Evangelio de misión, los hermanos pueden comer y beber lo que les ofrezcan en las casas donde se hospedan (1 R 14,3) y, en caso de necesidad, se les permite servirse de los manjares que pueden comer los hombres, puesto que la necesidad no tiene ley (1 R 9,13-16; 2 R 3,14).

Esta libertad, no obstante, está enmarcada dentro del ambiente penitencial de la época. Los ayunos preceptuados por la Iglesia eran una costumbre evidente para toda la cristiandad; mucho más para los grupos de cristianos comprometidos con el Evangelio. Por ello, no es extraño que Francisco y la Fraternidad los asimilaran en su proyecto de vida pobre (1 R 3,11-13; 2 R 3,5-9). Pero, además de este ayuno preceptivo, estaba el ayuno involuntario, al que se veían obligados en algunas circunstancias, debido al tipo de vida que llevaban (TC 40).

La parquedad en la comida, sin embargo, no tenía por qué ser motivo de tristeza ni angustia, y mucho menos de envidia. El seguimiento de Jesús en pobreza y humildad les debía llevar a una aceptación gozosa de la desinstalación, hasta el punto de poder decir con el Apóstol: «Estamos contentos teniendo qué comer y con qué vestirnos» (1 R 9,1). Por lo tanto, no había ningún motivo para despreciar ni juzgar a los que tomaban manjares y bebidas exquisitos (2 R 2,17).

Otro rasgo de este distanciamiento de la Fraternidad respecto a la sociedad del bienestar, es la decisión de no utilizar el caballo en los desplazamientos. En una sociedad de caballeros donde los mercaderes y el alto clero empleaban el caballo como medio de prestigio o de transporte, Francisco manda a los hermanos que, «cuando van por el mundo o residen en lugares, de ningún modo tengan bestia alguna, ni consigo, ni en casa de otros, ni de ningún otro modo. Ni les sea permitido cabalgar, a no ser que se vean obligados por la enfermedad o por una gran necesidad» (1 R 16,1-2; cf. 2 R 3,12).

La aceptación de una vida pobre debía hacer llegar sus consecuencias hasta la misma enfermedad. El hermano enfermo debe ser el centro de la Fraternidad; pero el amor y el cariño con que se le trate no puede hacer olvidar que pertenece a una comunidad de pobres y, por tanto, que debe aceptar los medios y remedios propios de ese estado (1 R 10,1-4; 2 R 6,9; Adm 24).

La situación de pobreza por parte de Francisco y su Fraternidad, afecta también a la posesión de viviendas y a su equipamiento, sobre todo de libros. Llamada a seguir a Jesús de una forma itinerante, la Fraternidad no podía quedar atrapada en las cosas y en la ciencia. Por eso, Francisco es tajante al prohibir a los hermanos que, «dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, se apropien para sí ningún lugar o lo defiendan contra alguien» (1 R 7,13; cf 2 R 6,1). La anécdota de Rivotorto que trae Celano (1 Cel 44-46) muestra la precariedad de la vivienda en los comienzos de la Fraternidad, así como su disposición a dejarla en cualquier momento.

Si las casas deben ser pobres, pobre también tendrá que ser su equipamiento, especialmente en lo que se refiere a libros. La comunicación existencial del Evangelio a través de unos medios pobres, como era el contacto personal y la predicación sencilla, dejaba sin sentido la utilización de la teología, y por consiguiente de los libros como utillaje para la evangelización. El problema de la ciencia como medio apostólico es un problema añadido, que crece a medida que se va oscureciendo la conciencia de que la minoridad -es decir, la pobreza humilde- configura la identidad del seguimiento de Francisco y los suyos.

La actitud de Francisco respecto a la ciencia no es tanto de desprecio como de lucidez ante lo que constituye más bien un estorbo que una ayuda en el seguimiento de Cristo pobre. Por eso, el que los hermanos que no saben leer prescindan del breviario o de cualquier otro libro (1 R 3,9; 2 R 10,7), responde a la lógica interna de un grupo que ha optado por no utilizar la ciencia como medio de acción.

b) Servir y trabajar

Una Fraternidad que no dispone de posesiones de las que sacar rentas ni, por su opción laical, acepta remuneración o limosna a cambio del servicio apostólico prestado, debía basarse en el ejercicio de alguna actividad que fuera suficiente para conseguir el alimento diario, el vestido, las herramientas y los libros para el rezo, etc.

El trabajo manual formaba parte de la espiritualidad eremítica y de los movimientos pauperísticos italianos. Aunque era un exponente significativo de una vida en pobreza, no conllevaba los elementos de cotidianidad y de duración a los que estamos acostumbrados actualmente. El trabajo, dentro de la vida espiritual y sobre todo entre los ermitaños, más que una actividad productiva, es primeramente una ocupación para «evitar el ocio, que es enemigo del alma», y, sólo después, un medio de conseguir «las cosas necesarias para la vida corporal». Por lo tanto, no es de extrañar que el trabajo manual en la primitiva Fraternidad fuera más un acto de buena voluntad que una actividad asidua y seria; de otro modo no se explica que necesitaran recurrir a la limosna.

No obstante, el capítulo 7 de la Regla no bulada nos describe una Fraternidad itinerante donde los hermanos sirven y trabajan en casa de otros. Los que tenían un oficio cualificado antes de entrar en la Fraternidad, pueden seguir ejerciéndolo con tal de que no esté en contradicción con su proyecto evangélico. Los que no tenían oficio podían trabajar como peones agrícolas o servidores domésticos. A estos últimos se les pone una condición, y es que no sean «mayordomos ni cancilleres ni estén al frente en las casas en que sirven». Es decir, que el trabajo debe ser coherente con la opción menor (1 R 7,1-9).

Esta apertura laboral viene eliminada en la Regla bulada. En ella se supone que no todos los hermanos trabajan, sino solamente «aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo» (2 R 5,1). Pero todos sabemos que a trabajar se aprende. De ahí que resulte patético el testimonio de Francisco en su Testamento: «Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia. Los que no lo saben, que lo aprendan, no por la codicia de recibir la paga del trabajo, sino por el ejemplo y para combatir la ociosidad» (Test 20s).

Sin embargo, ya era demasiado tarde. El asentamiento progresivo de la Fraternidad en casas o lugares construidos para ellos y el consiguiente acercamiento a un apostolado más clerical, condicionaban el mantenimiento del trabajo manual como forma propia de ejercer la minoridad y adquirir lo necesario para la subsistencia; por eso fue perdiendo sentido el trabajar «para los demás», y el grupo de laicos se dedicó al servicio de unos conventos donde los clérigos ejercían su ministerio.

c) La mesa del Señor

La Fraternidad primitiva se presenta como un grupo de trabajadores que, a cambio de su trabajo, reciben una remuneración; sólo si ésta falta pueden recurrir a la limosna pidiéndola de puerta en puerta. Pero a medida que la Fraternidad se va instalando en conventos y abandona el trabajo manual, la necesidad de la limosna se hace más imperiosa, hasta convertirse en el principal medio de subsistencia. La Regla bulada, aunque permite recibir lo necesario a cambio del trabajo (2 R 5,3), no lo relaciona con la mendicación. Ésta parece haber adquirido ya tal carta de ciudadanía, que no se la puede tomar como medio subsidiario.

El Testamento vuelve a relacionarla con el trabajo al decir que solamente «cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22); pero ya era una utopía pretender volver a los orígenes. Las prestaciones que se pedían a los frailes ya no eran de tipo laboral, sino preferentemente ministerial, así que el mantenimiento de una Orden sin recursos propios se confiaba a la caridad de los fieles. La perfecta organización de la mendicidad se dio bastante pronto, y se advierte en los biógrafos el interés en proyectar como una ocupación evidente lo que al principio era sólo esporádico (2 Cel 71.75; TC 38.55).

d) «No reciban dinero»

La organización económica de la Fraternidad se apoyaba en la remuneración laboral de los hermanos y, cuando ésta no era suficiente, en la mendicación domiciliaria. Sin embargo, extraña que Francisco defienda con tanto énfasis, casi con fanatismo, la no utilización del dinero.

La matriz ideológica que confirma la Fraternidad es la imagen de los apóstoles enviados en misión. Francisco la asume al afirmar que los hermanos, cuando van por el mundo, no lleven nada para el camino; ni siquiera dinero (1 R 14,1). Sin embargo, todos sabemos -y Francisco también, ya que leía y escuchaba el Evangelio- que en el grupo de Jesús se utilizaba el dinero para las necesidades más ordinarias. ¿Desde qué presupuesto cultural aborda, pues, Francisco el seguimiento de Cristo pobre para no tener en cuenta la praxis de Jesús y aferrarse al esquema de misión?

Algunos autores recurren a una interpretación socioeconómica -el auge del dinero, no sólo como instrumento de cambio sino como medio de capitalización-, para ver en la actitud de Francisco un rechazo del nuevo sistema económico, que era capaz de producir más pobres, presentando como alternativa un modo fraterno de utilizar los bienes sin que hubiera víctimas; es decir, un sistema en el que todos aportaban en la medida de sus posibilidades y recibían según sus necesidades.

Sin negar que en la opción de Francisco estuviera implícita esta dimensión, la verdad es que me parece más convincente buscar la explicación en la línea eremítica en que se fraguó la conversión de Francisco. La espiritualidad de los ermitaños, sobre todo los medievales, toma como un elemento clásico el rechazo visceral del dinero. Pedro Damián identifica el tesoro del ermitaño con Jesucristo; de ahí que aconseje el modo de conservarlo mejor: «En primer lugar, despréndete del dinero, porque Cristo y el dinero no se llevan bien en el mismo lugar. Si quisieras cercar a los dos al mismo tiempo, te descubrirías a ti mismo poseyendo el uno sin el otro, pues cuanto más abundante sea tu provisión de ganancias inútiles de este mundo, más miserablemente carecerás de las verdaderas riquezas».

El propio Bernardo de Tirón era partidario de que el ermitaño viviese del trabajo de sus propias manos, por lo que detestaba aceptar o manejar dinero. Cuando Bernardo abandonó el bosque en su primera expedición hacia Chausey, un compañero ermitaño, con la mejor intención, le dio unas monedas para el viaje. Bernardo se molestó mucho y aprovechó la ocasión para dar una breve lección sobre la verdadera pobreza cristiana.

En esta misma línea parecen ir las recomendaciones de Francisco sobre el uso del dinero: «Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y dondequiera que vaya, tome ni reciba ni haga recibir en modo alguno moneda o dinero ni por razón de vestidos ni de libros, ni en concepto de salario por cualquier trabajo; en suma, por ninguna razón, como no sea en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos; porque no debemos tener en más ni considerar más provechosos los dineros y la pecunia que las piedras. Y el diablo quiere cegar a quienes los codician y estiman más que las piedras. Guardémonos, por tanto, los que lo hemos dejado todo, de perder por tan poquita cosa, el reino de los cielos. Y si en algún lugar encontráramos dineros, no les demos más importancia que al polvo que pisamos, porque vanidad de vanidades y todo vanidad» (1 R 8,3-6).

La sedentarización de la Fraternidad y la consecución de un prestigio social que aseguraba la ayuda de los amigos espirituales, hicieron posible que pudieran prescindir del uso del dinero, incluso para las necesidades de los enfermos (2 R 6,1-3), dando así una impresión de mayor radicalidad cuando, de lo que se trataba, era de una adaptación a las seguridades que proporcionaba la institución eclesial.

Los biógrafos seguirán leyendo la no utilización del dinero dentro del marco eremítico. Así Celano lo compara con el estiércol, el polvo y las piedras, desvelando su poder satánico al convertirse en serpiente o provocar la mudez al que intenta tocarlo (2 Cel 65-68); todo un cuadro de imágenes utilizado ya por los Padres del desierto.

La no utilización del dinero, más que una forma evangélica de enfrentarse a las complejas realidades sociales de la economía monetaria del tiempo, es una forma arcaica de entender el seguimiento pobre de Cristo. La misma Clara, que compartía con Francisco la vivencia pobre del Evangelio, relativizó esta aversión al dinero, integrándolo en su forma de vida como un medio de intercambio (RCl 8,11).

e) Pobreza conventual

La pobreza desarraigada, que identificaba a la Fraternidad primitiva, fue cambiando de signo a medida que la vida de los frailes fue tomando otro rumbo dentro de la Iglesia, pasando de una evangelización testimonial a otra más pastoral, que requería cierta preparación teológica y, por consiguiente, hacía necesaria una mayor estabilidad. El programa de la misión de los apóstoles ya no servirá para motivar este tipo de vida -y de hecho desaparece en la Regla bulada-, sino que será necesario recurrir a principios espirituales monásticos que ayuden a mantener una actitud distanciada de los bienes que se poseen.

En todo este proceso de asentamiento y asimilación de una vida que necesitaba de cosas, el vocabulario empleado va también evolucionando. Al principio se habla de no apropiarse (1 R 7,13); después, de exigir que sean pobres las casas e iglesias destinadas a los frailes (Test 24), mereciendo una atención especial el problema planteado sobre la tenencia de libros.

La pobreza material respecto a las cosas cambia, durante la vida de Francisco, de ser la consecuencia lógica de una opción pauperística itinerante según el modelo de los apóstoles en misión, a ser una actitud precavida y distante frente a las cosas que se poseen. La pobreza ha cambiado porque también lo ha hecho el cuadro de vida de la Fraternidad.




C.- POBRES DE ESPÍRITU

Si para seguir a Cristo pobre es necesario renunciar a los bienes materiales, para llegar a compartir su vida y destino hay que llevar esta desposesión a las raíces más profundas del hombre. La pobreza de Francisco tiene como fundamento y modelo la pobreza kenótica de Cristo, el cual, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y tomó la condición humana. Toda la vida terrena de Jesús será una consecuencia de este sumergirse por completo en lo más profundo del hombre; de ahí que su pobreza y menesterosidad no se limitaran a esos estratos más superficiales de la persona, como puede ser la comida, el vestido, los medios normales de vida, etc., sino que descendieran hasta niveles más profundos donde se pone en juego la realización y el futuro del hombre.

Jesús fue un hombre todo de Dios y todo para los hombres. Su conciencia de depender absolutamente de la voluntad del Padre, configura su identidad y la actitud consecuente de permanecer siempre atento a las mediaciones por las que se manifiesta su amor. Cristo ni se aferró a su condición de Dios ni, como hombre, se apropió egoístamente de su vida. Entregado por completo al anuncio de la Buena Noticia del Reino, fue un hombre para los hombres hasta el punto de ofrecer su vida como testimonio.

La condición creatural del hombre lo convierte en un ser relacional. «El hombre es lo que es ante Dios, y nada más» (Adm 19,2). Pero el pecado tiende a encorvamos sobre nosotros mismos y a negar nuestra dependencia de Dios. De ahí la tendencia a apropiarnos de cosas y cualidades, rechazando su procedencia divina.

Seguir al Jesús pobre implica acompañarle por ese camino de desapropiación que nos lleva a remitirlo todo al Padre, incluso la misma persona. De este modo se llega a comprender, por haberlo experimentado, que la verdadera pobreza consiste en aceptar nuestra condición de criaturas; que para llegar a ser nosotros mismos necesitamos del Otro; es decir, que somos mendigos de nuestra propia existencia.

El reconocimiento de esta indigencia es el comienzo de su superación. El empobrecimiento de Jesús nos enriquece en la medida en que damos cabida a su gracia, a su presencia en el Espíritu. Por eso, Jesús considera dichosos a los que se empobrecen, a los que reconocen su pobreza, guiados por la fuerza del Espíritu.

Francisco encabeza la Admonición 14 con una de las bienaventuranzas: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y para expresar lo que él entiende por pobreza espiritual, parte del hecho de que no son las supuestas buenas obras lo que justifica al hombre como en el caso del fariseo, sino el reconocimiento de que todo lo que es y hace de bueno es obra del Espíritu del Señor. Esta aceptación de la propia pobreza como sede y cuna de la riqueza divina, es la que nos permite conservar la paz cuando nos sentimos amenazados.

El verdadero pobre de espíritu, según Francisco, se aborrece a sí mismo y ama al que le abofetea. Es la típica actitud del discípulo que, siguiendo el ejemplo de Jesús, se olvida de sí mismo para seguirle y darse a los demás, aunque por ello tenga que sufrir la incomprensión y la violencia (Adm 14,1-4).

Francisco considera dichoso al que es capaz de empobrecerse de este modo, restituyendo todos los bienes al Señor, porque quien se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará (Adm 18,2).

La pobreza de espíritu es, por tanto, esa progresiva desapropiación de cosas y valores que deja a la persona desnuda ante Dios y sin pretensiones de afianzar su seguridad en ellas, sino que las admite como gracia que funda su dignidad y su riqueza.

Desde esta experiencia de sentirse salvado en gratuidad, y no por propios méritos, es de donde brota la actitud humilde de la pobreza o la pobreza interior. El hombre es radicalmente pobre y, desde esta realidad, tiene que partir y aceptarse para hacer el camino como algo que se le ofrece en gratuidad. Desde esta conciencia de pobreza existencial, en la que uno descubre que no se pertenece a sí mismo, sería ridículo pretender apropiarse de otros valores más superficiales, puesto que sólo serviría para autoengañarnos y cerrarnos al don de la vida y del sentido.

Al hacer del texto de misión su proyecto de vida, la Fraternidad no tenía que desembarazarse solamente de cosas; su opción incluía también esa actitud interior coherente con el mensaje que se intentaba comunicar, es decir, con el Evangelio. El ofrecimiento del mensaje de Jesús como la Buena Noticia de que Dios se acerca al hombre no como juez sino como salvador, no podía hacerse por medios y modos violentos o impositivos. Si el Dios presente en Jesús se mostró débil y servidor a la hora de aparecer en la vida de los hombres, los voceros de esta presencia tenían que comunicarla con el mismo respeto hacia la libertad de los demás.

Esta visión historizada de apóstol que corre predicando la Palabra sin ningún soporte de poder humano, porque confía en su misma fuerza, es lo que hace adoptar al primitivo grupo de Francisco esa actitud de pobreza interior: no juzgar (2 R 2,17), no servirse de la ciencia (2 R 10,7), no exigir derechos que no fueran los de poder seguir siendo pobres (Test 22; 1 R 16,5s.), no aferrarse a las propias cualidades o a los cargos (Adm 5,5-7; 4,2s), ni a la propia reputación (Adm 14,1-4), ni siquiera a la propia vida (1 R 16,10-21).

a) «No juzguéis a nadie»

El que se considera pobre no puede apropiarse el derecho de juzgar a los demás, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos (Adm 26,2). Son demasiados los datos que nos faltan para conocer la verdadera intencionalidad de los actos humanos, puesto que las razones del corazón del hombre sólo las entiende Dios. Por eso resulta pretencioso erigirse en juez de los demás, cuando ni el propio pecado nos deja ser imparciales ni podemos alardear de no estar incurriendo en lo mismo que condenamos.

Francisco es reiterativo en hacer comprender a los hermanos que, cuando van por el mundo, no juzguen ni condenen. Y, como dice el Señor, no reparen en los pecados más pequeños de los otros sino, más bien, recapaciten sobre los propios (1 R 11,10-12; 2 R 3,10). Los que han decidido empobrecerse por seguir al Cristo pobre deben considerarse dichosos, por tanto no cabe despreciar ni juzgar a quienes viven con lujo; al contrario, cada uno debe juzgarse y despreciarse a sí mismo (2 R 2,17).

Este juicio, que se supone siempre condenatorio, es rechazado de una forma especial por Francisco cuando se aplica a los sacerdotes. Debido a sus condicionamientos culturales, el sacerdote era para él una persona sagrada que, como tal, sólo podía enjuiciar Dios (Test 9; Adm 26,2).

b) «Éramos indoctos»

La opción por hacerse pobre intelectual es una actitud que hoy nos sorprende y desconcierta, dada la facilidad con que hemos aceptado que el saber no forma parte de la riqueza y que, por tanto, no puede ser utilizado de forma opresiva y dominante. La sutileza de este razonamiento ha servido, incluso dentro de la Iglesia, para enmascarar el poder de la ciencia, sin caer en la cuenta de que no sólo incapacita para percibir que los primeros destinatarios del Evangelio son los pobres, sino que también puede ser utilizado como arma para marginar y someter a las mayorías incultas.

Tanto el saber como el dinero son un potencial ambiguo que, dada nuestra tendencia a utilizarlo de forma perversa, puede ser objeto de desapropiación y de renuncia por el Reino. En una sociedad donde se empobrece culturalmente para mejor dominar, es factible el que se opte desde el Evangelio por un saber que no conlleve ningún tipo de superioridad. Esto es lo que hicieron Francisco y sus compañeros al decidir empobrecerse, incluso culturalmente, para mejor vivir y comunicar el Evangelio.

Esta actitud no puede ser tachada de antiintelectual, ya que él mantuvo siempre su respeto hacia los teólogos. Se trata, simplemente, de mantener la lógica de su opción pauperística, renunciando a una cultura intelectual que no encajaba en su modo de vida. La misión de anunciar a un Cristo pobre y humilde no requería ningún tipo de preparación teológica; de ahí que aconseje a los hermanos que no tienen estudios, que no se preocupen de adquirirlos (2 R 10,7).

Si los estudios no resultaban funcionales para la forma de vida evangélica que habían adoptado los hermanos, sin embargo, podían ser un medio de apropiación para aquellos que ya los tenían. Por eso hace en la Admonición 7 un frío análisis de lo que debe ser la ciencia para los hermanos. La ciencia sagrada mata a todos aquellos intelectuales que se contentan con un saber erudito de los textos, para ser tenidos por más sabios entre los demás y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus parientes y amigos. Igualmente, es también mortal para todos aquellos religiosos que no quieren ser consecuentes con las exigencias de la Escritura, sino que se contentan con un saber puramente técnico que aplican a la conducta de los demás. La Sagrada Escritura sólo es vivificante cuando los intelectuales, por mucho que sepan, no se la apropian de forma estéril, sino que la devuelven de un modo práctico -es decir, con una exposición clara que exija compromiso- al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien (Adm 7).

c) «No reclaméis a los que os roban»

La visión un tanto pesimista que tiene Francisco del hombre, al considerar todos sus derechos como dones el Señor y solamente los pecados como obra propia, da pie a este pauperismo interior de no exigir derechos que no sean los de Dios. Esta actitud viene motivada por una doble exigencia: las bienaventuranzas y la cultura.

El espíritu de las bienaventuranzas confiere a los que lo adoptan un talante pacífico que trata de romper el círculo del mal y de la violencia, aunque por ello haya que sufrir las consecuencias en carne propia, al negarse a responder con la misma moneda. Por otra parte, la concepción medieval que tiene Francisco, de que el dueño absoluto de todas las cosas es el Señor, desarma el principio legal de exigir derechos.

De este modo, la pobreza evangélica se hace solidaria, al rebajarse hasta la condición de los pobres sociales, que carecen de derechos porque nadie se los reconoce. Dentro de esta situación hay que entender las decisiones de Francisco y sus compañeros de no exigir nada que no sea su derecho a vivir el Evangelio de una forma pauperista.

El que es pobre necesita trabajar para satisfacer sus necesidades. Pues bien, Francisco manda a sus hermanos que trabajen manualmente. Pero cuando dejen de pagarles el jornal, no por ello deben exigirlo, ni mucho menos dejar de trabajar, sino recurrir a la mesa del Señor (Test 22).

La desapropiación interior no sólo lleva a tener que prescindir de casas confortables, sino incluso a renunciar al derecho de reclamar la propiedad y a abstenerse de pedir cartas de recomendación a la curia romana para defender las propias casas e iglesias (Test 25). El ambiente de las bienaventuranzas que envuelve todo este modo de actuar, está dibujado en la conducta que deben adoptar los hermanos cuando van por el mundo (1 R 14,5-6).

Las descripciones que hacen los biógrafos y cronistas de los primeros hermanos, ponen de manifiesto que no se trataba de simples normas escritas, sino que estaban asumidas en las conductas diarias. Ya hicimos mención de lo acontecido en Rivotorto cuando los hermanos fueron expulsados de la cabaña donde vivían (1 Cel 44). Pero la anécdota que narra Jordán de Giano en su Crónica es todavía más elocuente, por cuanto describe de forma jocosa un valor tan fundamental y evangélico. Enviados los hermanos a Hungría sin conocer el idioma, los pastores les azuzaban los perros y los molían a palos. Con el fin de aplacarlos, les dieron los hábitos, las túnicas y hasta los calzones, quedando desnudos. Para terminar con esta continua humillación -algunos los habían perdido hasta quince veces-, adoptaron una solución poco higiénica: ensuciarlos con excremento de buey (Crónica, 6).

d) «No os apropiéis cosa alguna»

La desapropiación no afectaba sólo al derecho sobre las cosas. Francisco fue intransigente -y también impotente- ante la tendencia de algunos hermanos a apropiarse las cualidades personales y los cargos. En la Admonición 5 expone Francisco su teoría sobre la desapropiación planteando la hipótesis de que, aun suponiendo que fuéramos tan agudos y sabios, que poseyéramos toda la ciencia y supiéramos interpretar toda clase de lenguas y escrutar agudamente las cosas celestiales, no tendríamos motivo para sentirnos orgullosos, pues un solo demonio sabe más que todos los hombres juntos. Incluso si fuéramos los más hermosos y ricos de todos y, además, tuviéramos la capacidad de hacer tales maravillas que pusieran en fuga a los demonios, ni aun así podríamos enorgullecernos, ya que nada nos pertenece (Adm 5,5-7).

Por eso, todos aquellos a quienes se les ha dado un cargo de responsabilidad sobre otros, deben vanagloriarse tanto como si estuviesen encargados del oficio de lavar los pies a los hermanos. Y si se alteran más por quitarles el cargo que por quitarles el oficio de lavar los pies, quiere decir que se lo habían apropiado de forma peligrosa para la vivencia de la pobreza (Adm 4,2-3). Si verdaderamente se ha entendido el sentido del Sermón de la montaña, puede considerarse dichoso el hermano que no es colocado en lo alto por su voluntad de medrar y desea estar siempre al servicio de los otros. Por el contrario, aquel que ha sido colocado en lo alto por los otros y se agarra de tal modo a la poltrona que no quiere dejarla voluntariamente, es un desgraciado que no se ha enterado de lo que significa seguir al Señor en pobreza y humildad (Adm 19,3-4).

La necesidad de reforzar nuestra seguridad aferrándonos a cargos y oficios que conlleven cierto prestigio, ha sido siempre un peligro para nuestra vida evangélica de pobreza. Tanto es así que Francisco ya propone en la Regla no bulada que ningún ministro o predicador se apropie el servicio a los hermanos o el oficio de la predicación; de forma que, tan pronto se lo impongan, abandone su oficio sin réplica alguna (1 R 17,4).

Si analizamos detenidamente nuestros modos de actuar, descubrimos que, en el fondo, siempre está agazapado el pecado de la apropiación, tratando de pervertir hasta las acciones más altruistas. Este es el caso del oficio de la predicación. No se explica cómo los llamados al anuncio del Evangelio, que se supone tienen que transmitir la buena noticia de que hemos sido acogidos gratuitamente por Dios (Adm 20, 1-2), puedan parapetarse en el oficio de la predicación como un medio orgulloso de respetabilidad. Esto mismo debió de pensar Francisco al advertirnos a todos los hermanos que nos guardemos de toda soberbia y vanagloria, defendiéndonos de la sabiduría de este mundo, que se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras (1 R 17,9-11). La pretensión de imponer de forma prepotente, al margen de las autoridades eclesiásticas locales, la propia predicación (2 R 9,1), revela un oscurecimiento del espíritu de las bienaventuranzas y una concepción del oficio como poder, no dudando en pedir privilegios a la curia romana (Test 25) para apropiarse, bajo capa de legalidad, de lo que debería ser un servicio en humildad y pobreza.

e) «Ofreced vuestras vidas al Señor»

El último escalón de la pobreza de espíritu es estar desprendido de tal forma de la propia vida, que no se tema la muerte. El seguimiento de Cristo pobre supone acompañarle hasta la misma cruz. Los discípulos del Señor le siguieron en tribulación y persecución, en ignominia y en hambre, en debilidad y tentación, y en todo lo demás (Adm 6,1-2). Por tanto, es lógico que los hermanos, que han optado por seguir al Jesús del Evangelio, tengan que hacer el mismo recorrido.

La obsesión de Francisco por el martirio es un dato comprobado. La ciudad de Asís había reconstruido sus raíces religioso-culturales en clave de martirio. A partir del siglo XI empiezan a escribirse las Leyendas de los mártires sobre los santos obispos Rufino, Victorio y Savino, los primeros predicadores de la fe cristiana a la pagana Asís. Este dato, unido al ambiente martirial que se respiraba en la Cristiandad con motivo de las cruzadas, hace más comprensible el deseo de Francisco de culminar su seguimiento de Cristo con el martirio (1 Cel 55-57).

Al hablar sobre la vocación misionera de los hermanos, Francisco les advierte que, dondequiera que estén, recuerden que se entregaron a sí mismos y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Por amor suyo han de exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles, porque dice el Señor: «Quien perdiere su vida por amor a mí, la salvará para la vida eterna» (1 R 16,10-21).

Este deseo de empobrecerse siguiendo a Cristo pobre hasta la misma cruz, no le fue posible realizarlo por medio del martirio; pero a través de su vida se fue liberando de ese egoísmo radical, hasta relativizar la misma pobreza, valorándola en relación a la existencia pobre de Jesús, el cual se entregó al Padre y a los hombres en un intento de hacer realidad el proyecto del Reino: que el hombre recobrara su dignidad de imagen e hijo de Dios.

El empobrecimiento de Francisco no se limita a su propio ámbito personal; su imitación de Cristo le llevará también a ser un pobre para los demás. En este sentido, su pobreza se ensancha hasta hacerse solidaria con la pobreza de todos los hombres, pero principalmente de los más necesitados. Va hacia ellos, no como salvador de nadie, sino para hacerles partícipes de su hallazgo de que asumir la propia pobreza es el punto de partida para superarla; es decir, que al aceptar nuestra condición de pobres, nos comprometemos a luchar para que todos puedan vivir con dignidad y permanecer abiertos al Amor Trascendente. Al acercarse a los pobres, Francisco no pretende mostrarse misericordiosamente paternalista; simplemente les ofrece su propia experiencia de querer y sentirse pobre como ellos.

D.- FRANCISCO Y LOS POBRES

Al relacionar a Francisco con los pobres no podemos proyectar nuestro actual concepto de pobreza, ya que le haríamos un flaco servicio al verlo como un espiritual desencarnado, cuyo acercamiento a los pobres se quedó en el romanticismo voluntarista de calmar su problema, pero sin atacarlo de raíz. Francisco fue un místico, pero no un revolucionario social; y él lo sabía.

La imagen hagiográfica que nos ha llegado del pobre Francisco distorsiona el hecho de lo que pudo ser en la realidad. Por tanto, conviene romper ese mito pauperista de Francisco, que lo eleva de una forma irreal al podio de la pobreza. Ni fue el más pobre ni se comprometió en la defensa de los pobres de una manera socialmente eficaz. Para ello baste recordar que la Fraternidad disponía de la base económica necesaria -trabajo y limosna- para satisfacer el mínimo vital, cosa que no todos los pobres tenían. La pobreza de Francisco y sus compañeros, como pobres voluntarios, se define por el espíritu de las Bienaventuranzas, y consiste en un empobrecimiento que les abre confiadamente al amor de Dios y les permite compartir con los demás todos los bienes de una forma digna.

Francisco fue un pobre solidario, pero a su modo. Se le podría perdonar su nulo espíritu reivindicativo, diciendo que no era posible en la sociedad de su tiempo. Pero esto sería faltar a la verdad, puesto que existieron movimientos religiosos, como el de Arnaldo de Brescia, que concretaron su exigencia de pobreza levantándose contra lo que consideraban un atropello a los pobres, acusando a los ricos y reivindicando mejoras sociales, poniendo así de manifiesto una verdad fundamental: la raíz de la pobreza está en el abuso de los ricos.

Francisco, sin embargo, no puede ser catalogado dentro de esta solidaridad social, sino que su pobreza hay que colocarla dentro de un ámbito espiritual, pero con repercusiones sociales.

Aunque los biógrafos relacionan ya a Francisco con la pobreza aun antes de su conversión, haciéndolo sensible a los mendigos que pedían limosna (1 Cel 17; LM 1,1; TC 3.8), desconocemos cuál era su postura frente a esa masa de pobres que habitaban y vagabundeaban por Asís y sus alrededores.

El único dato seguro es su relación con los leprosos durante el proceso de su conversión. Sumándose a la tradicional puesta en práctica de las obras de misericordia, ejercerá una acción caritativa sirviendo a los leprosos en uno de los centros que había en Asís. Francisco lo recuerda en su Testamento como un paso fundamental en su acercamiento al Cristo pobre y sufriente: «El Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia» (Test 2). El cambio que supuso esta experiencia en el modo de ver y relacionarse con los pobres y sufrientes, lo expresará Francisco con las imágenes antitéticas amargo-dulce (Test 1.3).

Dentro del marco de las bienaventuranzas, la pobreza humilde y sufriente que adoptará Francisco matizará todas sus relaciones personales. Es decir, que la actitud de Francisco hacia los hombres estará marcada por la pobreza pacífica que Jesús aconseja a los discípulos en misión. Por eso, Francisco se hace pobre con los pobres, pero sin acusar a los ricos de ser los causantes de la pobreza. De este modo, no los rechaza, sino que trata de hacerles recorrer su propio camino de conversión a la pobreza o, por lo menos, de que sean pródigos en hacer limosnas (TC 45).

Esta pauta de comportamiento puede tener su explicación si tenemos en cuenta que, por lo general, el primitivo grupo franciscano, tanto de hombres como de mujeres, está formado por nobles, clérigos y gente adinerada. Por eso se explica que su relación con los ricos les resultara más natural que con los pobres, predispuestos como estaban a hacerlo de una forma paternalista.

Entre las amistades de Francisco cabe destacar a Jacoba de Settesoli, dama romana noble y santa que, según Celano, había merecido el privilegio de un amor singular por parte del Santo (3 Cel 37; LP 8). También otros nobles compartían su amistad; tal es el caso de Juan de Greccio, «a quien Francisco amaba con amor singular», pues siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu (1 Cel 84). Un «grande y noble gentilhombre de Toscana, por nombre messer Orlando de Chiusi, en el Cosentino», fue el que le regaló el monte Alverna (Ll 1). Pero una de las relaciones más sorprendentes fue con el cardenal Hugolino. Celano la describe con palabras un tanto aduladoras: «Como es la unión entre hijo y padre y la de la madre con su hijo único, así era la de S. Francisco con el obispo de Ostia» (1 Cel 74).

Su amistad con los ricos o las relaciones que pudiera tener con ellos, nunca son para aprovecharse de su situación. La anécdota de la comida en casa del cardenal Hugolino puede ser ejemplar para conocer la actitud de Francisco en este tipo de relaciones. En una de sus visitas al cardenal, al acercarse ya la hora de comer, Francisco salió a pedir limosna, y puso sobre la mesa de su anfitrión los pedazos de pan negro que había recogido para, después, repartirlo entre los capellanes y caballeros que estaban comiendo. Una vez terminada la comida, Hugolino le reprochó el que lo hubiera abochornado delante de los comensales, y Francisco le respondió: «El Señor se complace con la pobreza... y yo tengo por dignidad real y nobleza muy alta seguir a aquel Señor que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (2 Cel 73).

La Fraternidad de Francisco y los suyos, a pesar de no estar cerrada a los ricos, se sabe y se quiere pobre y relacionada con los marginados. De ahí que recuerde a los frailes que no deben tener nada en este mundo a no ser la alegría de poder comer y vestirse. Por lo tanto -continúa Francisco-, «nos debemos sentir a gusto conviviendo con la gente de baja condición y despreciada, los pobres y los débiles, enfermos, leprosos y los que mendigan a la vera del camino» (1 R 9,1s).

Este deseo pragmático parece que se acercó bastante a la realidad, al menos en los primeros tiempos. Aun haciendo una lectura crítica de los relatos que nos ofrecen los biógrafos, queda todavía un saldo histórico suficiente para poder afirmar que las relaciones de Francisco con los pobres, siempre entendidas en el sentido de la afectividad y la solidaridad caritativa, fueron muchas y sinceras (2 Cel 83-92).

Para Francisco, el pobre es, en primer lugar, sacramento de Cristo. En la vida terrena de Jesús, él veía la expresión de su humillación y empobrecimiento, desde la encarnación hasta la cruz; y así como este misterio de abatimiento se manifiesta en el tiempo a través del sacramento de la Eucaristía, así también el pobre manifiesta esta misma realidad de una forma más plástica pero igualmente salvadora (1 Cel 76). Celano refiere de Francisco que «toda indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándole plenamente en él. En todos los pobres veía al Hijo de la señora pobre, llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).

Todo pobre social le hacía presente al Cristo desnudo, al que intentaba seguir. Por eso, le servía de reproche encontrarse con uno de ellos y experimentar la incoherencia de su opción pauperística (2 Cel 84). Pero si, por una parte, la sacramentalidad del pobre le llevaba a un mayor empobrecimiento por Cristo, por otra, le mostraba lo inhumano de la pobreza y la urgencia de superarla por medio de la solidaridad.

La comunión de bienes o solidaridad es una consecuencia lógica del concepto de propiedad que tenía Francisco. Para él, Dios es el único señor de todos los bienes, que los reparte con liberalidad a todos los hombres. De este modo, su utilización viene determinada por la necesidad: las cosas son del que las necesita.

Esta doble imagen de un Dios generoso y la necesidad como derecho sobre las cosas, es lo que asume Francisco en su relación con los pobres. Son numerosas las anécdotas que refieren los biógrafos subrayando esta dimensión de justicia social que llevaba a Francisco a compartir sus cosas. En uno de sus viajes se encontró con un pobre. El Santo dijo al compañero: «Es necesario que devolvamos el manto al pobrecillo, porque le pertenece. Lo hemos recibido prestado hasta topar con otro más pobre que nosotros». El compañero, que advertía cuánto lo necesitaba Francisco, se resistía a que, olvidándose de sí mismo, se cuidara de otro. «Yo no quiero ser ladrón -le replicó el Santo-; sería un robo si no lo diéramos a otro más necesitado». Por fin, el compañero cedió y Francisco regaló su manto al pobre (2 Cel 87.92).

Enumerar los gestos de desprendimiento en favor de los pobres sería una tarea interminable (1 Cel 76; 2 Cel 86. 88. 90. 92; TC 43. 44), pero hay uno que determina la calidad de estos gestos, al integrar la ternura y la lucidez para discernir qué es lo primero y fundamental en toda opción evangélica. Un día vino al Santo la madre de dos religiosos y le pidió limosna confiadamente. Compadecido de ella, Francisco dijo a su vicario el hermano Pedro Cattani: «¿Podemos dar alguna limosna a nuestra madre?». Le respondió el hermano Pedro: «No queda en casa nada que se le pueda dar». Pero añadió: «Tenemos un ejemplar del Nuevo Testamento, por el que leemos las lecciones en maitines los que carecemos de breviario». Le replicó Francisco: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad, que en el mismo se nos amonesta que socorramos a los pobres. Creo por cierto que agradará más a Dios el don que la lectura» (2 Cel 91).

La convicción de que la pobreza evangélica no consiste tanto en dejar de tener cosas como en compartirlas con los demás, hace de Francisco un hombre cercano a los necesitados. Cuando no tenía qué darles -dice Celano-, les ofrecía su afecto (2 Cel 83). Esta valoración de la dignidad del pobre le llevó a acoger a todo el que necesitara de su apoyo, incluso los ladrones y bandidos (1 R 7,14). La anécdota de los bandidos de Monte Casale, convertidos por la disponibilidad de Francisco y los hermanos, ilustra esta actitud (LP 115).

La solidaridad de Francisco con los pobres se refleja también en su compasión con los enfermos (LM 8,5). Desde su propia enfermedad acoge y acompaña a los demás enfermos, abriéndoles un horizonte clarificador de que su situación responde a la misteriosa voluntad de Dios, y que, por tanto, deben vivirla como una respuesta agradecida (1 R 10,3).

Los innumerables milagros que se cuentan del Santo, después de colocarlos debidamente dentro del marco hagiográfico en que están narrados, reflejan la sensibilidad de Francisco para con el dolor, sobre todo cuando va acompañado de la pobreza, que es en la mayoría de las veces; al mismo tiempo que la confianza de los pobres para acudir a él en sus necesidades.

CONCLUSIÓN: POBREZA SIGNIFICATIVA

Después de haber conocido el camino espiritual de Francisco desde la perspectiva de la pobreza, es lógico que nos preguntemos a qué se debió su gran aceptación, y cuál fue la influencia real en la sociedad y en la Iglesia de su tiempo. ¿La enorme difusión de su espiritualidad se debió solamente a cuestiones de propaganda o tuvo verdadera incidencia en la transformación ética y religiosa de su entorno?

No podía pretender que la opción escandalosamente provocativa de su vida en pobreza fuera asumida de una forma absoluta por una sociedad que estaba embarcada en una economía de beneficio. Se trataba, más bien, de una confrontación entre dos modos de vida, en la que ambos tenían cosas que dar y que recibir, llegando a un intercambio enriquecedor.

Lo mismo se podría decir respecto a la Iglesia. La utopía y el pragmatismo dieron como resultado que se filtrara en sus estructuras eclesiales la espiritualidad pauperística laica, cosa que hasta entonces había sido imposible por el talante contestatario de los movimientos pauperísticos. Esto podría hacer sospechar que Francisco tuvo que rebajar el nivel de radicalidad evangélica para poder ser aceptado. Sin embargo, al leer sus Escritos y el material biográfico vemos que no. Por lo pronto, espigó casi todos los textos sinópticos que hablan del seguimiento de Jesús en radicalidad, aunque los leyera desde un contexto histórico particular. Con ello historizó el Evangelio dando una respuesta desde la fe al problema religioso, en clave de pobreza, que tenía planteado no sólo la Iglesia sino la misma sociedad.

La propuesta de Francisco fue acogida porque partía de una visión lúcida de la realidad social y religiosa. Por experiencia y observación, había captado cuáles eran los móviles de la naciente burguesía y sus consecuencias sobre las capas más bajas de la sociedad, al mismo tiempo que los deseos no formulados para darle una salida al problema. Es verdad que Francisco no llegó a captar la dimensión social de la pobreza, pero, dentro de sus limitaciones comprendió que la riqueza daña al hombre porque lo aísla de los demás, haciéndolo insensible, hasta ahogarle. Aunque su temperamento no le permitía la contestación verbal, hizo de su experiencia un símbolo-denuncia de la riqueza.

Francisco y los suyos, al ofrecer su vida en pobreza, no sólo la convirtieron en punto de referencia para las conductas creyentes que intentaban vivir el Evangelio, sino que, al convertirse en mendicantes que dependían de las limosnas de los acomodados, tuvieron que legitimar éticamente la vida ciudadana y los nuevos oficios que en ella estaban apareciendo, como eran los comerciantes.

La presencia de Francisco y los Franciscanos suavizó las relaciones sociales y económicas, al señalar la dignidad y los derechos de los pobres e imponer límites justos a las ganancias mercantiles. Además de ser honesto, el mercader debía renunciar a la acumulación de riquezas, puesto que, de no hacerlo así, caería en el pecado de la avaricia. Un mercader podía considerarse cristiano y, por tanto, de acuerdo con el Evangelio, cuando, además de ser honesto, pretendiera únicamente un modesto beneficio para poder satisfacer sus necesidades inmediatas y las de su familia.

Otra de las condiciones para legitimar los beneficios era hacer donaciones caritativas a los necesitados. De este modo, los mercaderes serían útiles no sólo por distribuir bienes sino también por redistribuir la riqueza. En algunas ocasiones, y dentro de sus posibilidades, el mismo Francisco hizo de intermediario entre los ricos y los pobres (1 Cel 76).

No cabe duda que la pobreza de Francisco fue significativa para los hombres de su tiempo; pero sería grandemente vergonzoso para nosotros que nos aprovecháramos de su esfuerzo por ser consecuente con el seguimiento de Cristo pobre, para perdernos en loas y salvas verbales (Adm 6,3). Nuestra vida franciscana en pobreza debe encontrar las formas adecuadas para manifestar en profundidad, pero con frescura, lo que supuso para su tiempo el empobrecimiento de Francisco. Nuestro entorno sociocultural, definido como primer mundo, nos condiciona a tener que formular nuestra pobreza en dos direcciones: la austeridad y la solidaridad.

En una sociedad donde la justa aspiración a ser más se está convirtiendo en tener más, sin darle importancia a los posibles costes humanos que ello pueda reportar, la pretensión de ser pobres debe acompañarse de una opción lúcida por prescindir de todo lo innecesario, que es mucho, para llevar una vida digna. La austeridad luminosa y alegre del que ha descubierto otros valores que invalidan la carrera desenfrenada por el poder económico y social, como fundamento de la realización humana, debería estar presente en nuestras vidas como testimonio de que no cualquier progreso es bueno, sino sólo aquel que respete al conjunto del hombre y de los hombres. Confundirlo con el consumismo desbocado, sería empujar esa inmensa rueda capitalista, que sólo se mueve por imperativos de beneficio, aun a costa de aplastar a su paso la dignidad y la vida de muchos países indefensos.

El conformarse con poco para vivir no tiene por qué llevar aparejado el desinterés por el trabajo. Un signo actual de pobreza es la necesidad de un trabajo remunerado, ya sea asalariado o con un beneficio moderado, para atender las necesidades más inmediatas. El vivir nuestra pobreza en Fraternidad tiene la ventaja de que no todos los hermanos tengan que condicionar su trabajo a una remuneración, sino que algunos pueden hacerlo en aquellos lugares de marginación donde se hace necesaria una labor desinteresada.

Pero en una sociedad donde el poder y la riqueza extienden sus hilos de pobreza y de muerte por todas las estructuras, ya no es posible optar de una forma ingenua por un empobrecimiento evangélico. La solidaridad con los pobres y marginados exige el desenmascaramiento y la denuncia de las causas que originan tales situaciones. El arriesgar la propia tranquilidad y, en casos extremos, la propia vida por defender los derechos de los pobres, forma parte de ese seguimiento de Cristo en dolor y persecución del que nos habla Francisco (1 R 16,10-21). Sin embargo, la solidaridad no se puede quedar en la simple denuncia; hay que ir más allá, compartiendo los propios bienes y no cerrando ni la casa ni el corazón a cualquiera que nos necesite (1 R 7,14).

El hedonismo egoísta, que está impregnando nuestras relaciones sociales, amenaza con producir una ética para justificar el absolutismo del propio yo frente a los derechos de los demás. Esta ética insolidaria nos está haciendo pasar por bueno que nuestra felicidad y bienestar no tienen ninguna relación con la suerte de los demás, y que, por lo tanto, sólo debemos ser solidarios en la medida en que la pobreza ajena sea un peligro para nuestra riqueza y nuestro seguro bienestar.

Debemos ser conscientes de que si toda opción evangélica supone un extrañamiento de los valores de este mundo, de esta sociedad, el decidirse a ser pobre franciscanamente significa que estamos dispuestos a vivir en la marginalidad social, al mismo tiempo que hacemos posible, con nuestra práctica, la creación de espacios donde se vivan de hecho los valores fraternos e igualitarios del Reino. Ser pobre hoy, en definitiva, significa aceptar el reto de que sólo Dios es nuestra riqueza, y en ella descubrimos que todo ha sido creado para que el hombre viva con plenitud y madure de forma solidaria ante la mirada amorosa del Padre. Ello comporta, además de lo dicho anteriormente, una extremada sensibilidad ante el hecho social de la pobreza y un intento de darle respuesta, primando la praxis sobre la denuncia sólo verbal. Así lo vivió Francisco y esto es lo que nos impulsa al seguimiento de Cristo pobre.


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