domingo, 15 de julio de 2018

EL EVANGELIO DE SAN FRANCISCO: POBREZA Y ALEGRÍA





EL EVANGELIO DE SAN FRANCISCO:
POBREZA Y ALEGRÍA
por Victoriano Casas García, OFM

Conmovido y seducido por la pobreza de Cristo pobre

Los movimientos pauperistas del tiempo de Francisco veían el paradigma de su vida pobre en la vida de los apóstoles y la de la primitiva comunidad de Jerusalén. Francisco, en cambio, tenía ante sus ojos, sobre todo, la vida pobre de Cristo pobre. Esto es lo que conmovió e impresionó a este joven burgués y rico. Lo «alcanzó» tanto que en él produjo un profundo sentimiento de participación emocional y cordial.

Jesús no es sólo el Mesías de los pobres. El Cristo es verdaderamente pobre. La pobreza no puede separarse de la persona, de la vida y de la acción salvadora de Cristo. La santa pobreza emerge por encima de todas las demás virtudes, al tiempo que es su fundamento, ya que «el mismo Hijo de Dios, "el Señor de las virtudes y el Rey de la gloria", sintió por ella una predilección especial, la buscó y la encontró "cuando realizaba la salvación en medio de la tierra"» (Sacrum Commercium 2).


Cristo pobre cautivó el pensamiento de Francisco. A lo largo de su vida él se entregó a vivir según el ejemplo suyo. «Por eso, el bendito Francisco, como verdadero imitador y discípulo del Salvador, en los comienzos de su conversión se entregó con gran amor a la búsqueda de la santa pobreza, deseoso de encontrarla y decidido a hacerla suya» (SC 4). Francisco se mueve plenamente en sus sentimientos desde los sentimientos de Cristo Jesús pobre y despojado (Flp 2,5-8). No ha sido una teología sistemática, reflexionada y ofrecida por él, sino el encuentro personal y determinante con Cristo lo que ha llevado a Francisco a vivir y a enseñar así. Desde el espíritu y la vida de Cristo, la pobreza evangélica despliega todo su significado y sentido histórico y salvífico. Lo que a él le ha sido revelado como «forma de vida», él lo ofrece a sus hermanos como experiencia a hacer.

Con una desconcertante frescura nos sorprende en la vida de Francisco la iniciativa de Dios. La fuente inagotable, invisible y, a la vez, deslumbrante, de su vocación, de su invitación y de su inaudito protagonismo es el corazón abierto de Dios amor, de Dios salvador y de Dios señor y dador de vida. Francisco sabía que lo más que le puede pasar a un hombre se llama Dios. Fue Él el que lo llamó por su nombre. Fue Él quien primero lo amó. Francisco estaba inundado del sol nuevo de aquella mañana que se alzó en su vida torturada y perdida cuando él se decidió a responder gozosamente a Aquel que lo llamaba desde el Crucifijo de San Damián: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13).

La conciencia que él tiene de sí mismo y de sus hermanos es de que «para esto os ha enviado el Hijo de Dios al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él» (CtaO 9). Francisco, antes rico y elegante, ahora andrajoso y feliz, permanece fiel a su identidad de ser voz de Cristo, su mensajero, su heraldo, también cuando los ladrones lo encuentren cantando por el bosque en lengua francesa alabanzas al Señor. Él, como hombre que ha nacido otra vez, responde: «Soy el pregonero del gran Rey», y «sacudiéndose la nieve, de un salto se puso fuera de la hoya, a donde lo habían arrojado, y, reventando de gozo, comenzó a proclamar a plena voz, por los bosques, las alabanzas del Creador de todas las cosas» (1 Cel 16).

El encuentro con Jesucristo fue tan conmovedor, que la vida de Francisco anduvo al ritmo de la juventud de Dios. Esta fuente de agua viva, que le fue dada gratis (Jn 4,10.14), hizo que él y sus hermanos se percibiesen como «un nuevo y pequeño pueblo», que se siente contento con tener solamente a Jesucristo, Altísimo y Glorioso (EP 26). Tal es su contento que no quiere tener ninguna otra cosa bajo el cielo, al haber elegido él y sus hermanos la dicha y bienaventuranza de la altísima pobreza, que es la persona de Jesucristo, exclusivamente y para siempre (2 R 6,2-7). La felicidad de este hombre pobre lo convierte a él y a sus hermanos en «juglares de Dios, el Señor», capaces de cantar desde la Palabra de Dios todas las demás palabras, descubiertas y oídas en el misterio de las criaturas y en el corazón de los hombres, a los que desean, como única recompensa, que acepten la dicha de vivir en la conversión sincera, abiertos al gozo espiritual.

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