jueves, 16 de noviembre de 2017

DIRECTORIO FRANCISCANO Temas de estudio y meditación LA ORDEN FRANCISCANA, HOY Reflexiones y perspectivas

por Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

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Introducción

Queridos Hermanos: ¡El Señor les dé paz!

Como viatores incansables, sabiendo en quién hay que depositar la esperanza, hemos emprendido el camino del tercer milenio conscientes de llevar en nuestras manos el don de la vocación evangélica franciscana, ese inestimable tesoro que inspiró y transformó la vida de tantos predecesores nuestros a través de los ocho siglos de historia de nuestra formidable aventura. A lo largo de las distintas épocas, san Francisco fue para muchos el «varón del segundo milenio» que condujo hasta Cristo a generaciones enteras; y todavía hoy sigue asombrando por la intuición y la valentía con que, con simplicidad e inmediatez, acercó el Evangelio a las personas de su tiempo.

Incumbe ahora a nosotros no defraudar las expectativas de nuestros contemporáneos, bien dispuestos a acoger el mismo mensaje evangélico, más aún, sedientos de esta espiritualidad.

Durante mis visitas y encuentros con tantos Hermanos de las diversas partes del mundo he comprobado con alegría que el ideal de Francisco se mantiene vivo entre nosotros, que nos esforzamos en hacerlo presente en las varias culturas de nuestro tiempo. Hay un profundo deseo de comenzar el tercer milenio a la luz del Evangelio y enraizados en él. A fin de que estas aspiraciones, lejos de frustrarse, recobren energía y vida, me acerco a todos y a cada uno de los Hermanos con esta carta de estímulo.

Deseo, ante todo, compartir con ustedes las maravillas que Dios realiza entre nosotros y con nosotros. En segundo lugar, quiero expresar mi gratitud a tantos Hermanos que testimonian nuestra forma de vida con fidelidad y generosidad. En tercer lugar, exhorto -a quienes se sienten perplejos y tienen dudas sobre el futuro de nuestro camino- a continuar sin miedo: «No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4,18). ¡El Señor está con nosotros y con Él se puede todo!

Esta carta, pues, pretende poner a disposición de todos ustedes un conjunto de impresiones y de reflexiones sobre la Orden hoy surgidas a partir de lo que he escuchado y de lo que he visto en estos tres años de servicio como Ministro, a fin de que la memoria de cuanto hemos sido capaces de hacer se convierta en estímulo para el presente y sea proyección de un futuro iluminado por la esperanza.

Roma, Pentecostés de 2000.

I. Esperas y esperanzas




«Los hermanos, seguidores de san Francisco, están obligados a llevar una vida radicalmente evangélica en espíritu de oración y devoción y en comunión fraterna; a dar testimonio de penitencia y minoridad; y, abrazando en la caridad a todos los hombres, a anunciar el Evangelio al mundo entero y a predicar con las obras la reconciliación, la paz y la justicia» (Constituciones Generales 1 § 2).


Vivimos en un momento capital de nuestra historia, inmersa en un proceso de profunda transformación, pero que contiene numerosos gérmenes de vida, abundantes expectativas y esperanzas de reconstrucción positiva, copiosas preguntas de contemporáneos nuestros que procuran dar nuevos significados y nuevos contenidos a sus vidas.

Se nos estimula e interpela a que, sabiendo captar las numerosas exigencias positivas que emergen en nuestro mundo, demos razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 Pe 3,15) y la expresemos visiblemente con símbolos y con un estilo de vida significativo para el hombre de hoy.

San Francisco y su mensaje mantienen una actualidad sorprendente, capaz de despertar simpatía y acogida en todas las culturas. Francisco está más vivo que nunca y habla a los hombres de hoy. ¿Lograremos encarnar su proyecto evangélico y comunicarlo con convicción y alegría mediante una visibilidad atrayente que abarque alma y cuerpo, vida y palabra, comportamientos personales y relacionales? Ese es el reto que el mundo actual nos dirige en nuestro camino del tercer milenio.

Se nos pide una respuesta a las crecientes desigualdades existentes entre un puñado de ricos, cada vez más ricos, e inmensas masas de pobres carentes de lo necesario. ¿Nuestro estilo fraterno de vida, solidario con los últimos, expresa, antes incluso que nuestro mismo servicio a ellos, libertad, superación de todo tipo de etnicismo y de nacionalismo, a la vez que distanciamiento de cualquier compromiso con el consumismo que nos rodea?

Se nos pide ser hombres de justicia, de reconciliación y de paz en un mundo guiado por el provecho económico, la competición y el arribismo.

Lo que nos falta, una vez más, no es la palabra o gestos aislados de generosidad, sino formas concretas, alternativas de vida en Fraternidad. Estamos sufriendo, como dice san Pablo, «dolores del parto».

Vivimos un «kairós», una gracia especial que se nos da con vistas a nuevos comienzos, a una vida nueva, empezando precisamente desde nuestros valores carismáticos.

El mensaje franciscano de la fraternidad universal como invitación al respeto, a la «reconciliación de lo distinto», a la búsqueda de comunión, se presenta con toda su fuerza como palabra de esperanza y como valor evangélico alternativo en este momento preciso en que se advierte el poder destructivo del individualismo.

La libertad y el desasimiento de los bienes, atestiguados con una vida frugal que no busca el proprio provecho ni cosas superfluas y que comparte lo que se es y lo que se tiene, no pueden sino provocar al hombre de hoy, que ha convertido el mundo en una «ciudad mercado», e invitarlo a la solidaridad y a la restitución, valor típicamente bíblico y franciscano. Efectivamente, la tierra es de Dios, nosotros mismos somos propiedad de Dios (cf. Ex 19,5): hemos de compartir sin avaricia ni arrogancia lo que ha sido entregado a todos y para todos, y hemos de restituirlo a Dios dándole gracias.

Considerando nuestra historia de estos últimos años postconciliares, hemos de reconocer que hoy en día se ha clarificado la definición de nuestra identidad de Hermanos menores, fundada sobre la experiencia y sobre el mensaje espiritual de san Francisco, una identidad delineada y afirmada por nuestra legislación y por los últimos documentos de la Orden (Constituciones Generales, decisiones de los Capítulos, documentos de la Orden, cartas de los Ministros generales...). En contraste con la inquieta historia de nuestra Familia, esta claridad y profundidad son una adquisición, al menos teórica e ideológica, muy importante. Hemos identificado con precisión la «ortodoxia» de nuestro carisma. Ahora debemos, quizás, concentrar nuestros principales esfuerzos en la «ortopraxis», en un estilo de vida que exprese proféticamente al mundo actual aquello en lo que creemos y esperamos y aquello que profesamos.

No obstante la disminución numérica, la Familia religiosa Franciscana (200.000 miembros, de ellos 20.000 monjas contemplativas de la Segunda Orden y 35.000 frailes de la Primera Orden) sigue constituyendo una cuarta parte del total de los religiosos y religiosas del mundo. Se trata de una fantástica fuerza espiritual para la vida del mundo, de una fuerza que debe encontrar sus propias expresiones en el mundo actual y encarnarse en las aspiraciones y en el entramado cotidiano de la vida de los hombres del tercer milenio.

Muchos Hermanos y muchas Provincias están adentrándose en este camino de transformación profética; hay un retorno innovador a los valores fundamentales de nuestra vida franciscana. Incluso ciertos fenómenos preocupantes -como la dificultad de mantener grandes obras y la disminución del número de Hermanos- pueden interpretarse como una invitación a revisar nuestros compromisos y a reexaminar con dinamismo nuestras estructuras para adecuarlas a las exigencias del momento presente. Les recuerdo algunos de los caminos proféticos emprendidos en los últimos años:

Crece incesantemente la colaboración entre el «Gobierno Central» y las Provincias, así como entre las Provincias y Custodias limítrofes.

En las Provincias o en las Conferencias florecen Fraternidades diversificadas a partir de ciertos valores: unas de carácter más radical, otras orientadas principalmente a la contemplación, otras más «encarnadas» y más empeñadas en un diálogo de solidaridad con el mundo. Esta diversidad es acogida positivamente, sin prevenciones ni prejuicios. Se trata de un camino muy importante para el nacimiento de Fraternidades proféticas que pueden abrir nuevos caminos. Es una «fidelidad creativa» querida por la Iglesia y en sintonía con nuestro carisma.

En algunas Provincias la formación permanente, garantía de nuestro futuro, está empeñando seriamente a Hermanos, a Fraternidades y a grupos especiales como el Definitorio, los Guardianes, los Formadores, los Hermanos dedicados a determinados sectores...

Así mismo, algunas Provincias han advertido la necesidad de reestructurar la formación inicial y de dar tiempo y espacios al acompañamiento personal, a la formación franciscana, teórica y experiencial, a valores humanos, cristianos y franciscanos específicos. Existe también un discernimiento muy serio, liberado de la tentación del número elevado y del miedo a la supervivencia.

Aumenta el número de Fraternidades internacionales e interculturales. Por ejemplo, todos los proyectos misioneros de la Orden y casi todas las Entidades de África y de Oriente Medio son internacionales e interculturales.

Cada vez es mayor el número de Hermanos que piden realizar experiencias que sean, a la vez, itinerantes, contemplativas y evangelizadoras y que se basen sobre una seria estabilidad interior.

Existe cada vez más colaboración en el seno de la Familia Franciscana.

Por último, hay que decir que casi todos los Hermanos custodian su vocación con amor y viven sus compromisos religiosos con fidelidad. Muchos Hermanos, incluso ancianos, están dispuestos a emprender caminos nuevos.

II. Algunos problemas que preocupan
a las Custodias y a las Provincias


«No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1 Jn 4,18).

1. Disminución numérica y aumento de la media de edad

«Las nuevas situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión» (Juan Pablo II, Vita consecrata 63d).

El fenómeno del empobrecimiento institucional -mengua del número de miembros, reducción de fuerzas, estructuras menos estables y seguras- está incidiendo cada vez más en la vida y en las actividades de la Fraternidad universal y de las Fraternidades locales. Si esto puede, por una parte, favorecer la disciplina espiritual y convertirse en un signo positivo de recuperación de lo que verdaderamente cuenta y es esencial en nuestra forma de vida consagrada, por otra, puede conducir a una psicosis de vejez, a una autojustificación de nuestra inercia.

Considerando nuestra Orden, tal vez el problema verdadero no sea la falta de vocaciones, sino la incapacidad de reconstruir una jerarquía y una armonía de valores y de vivirlos con alegría y convicción, de manera que hagan aflorar la perenne fecundidad de nuestro carisma; es decir, tal vez el verdadero problema no sea la supervivencia estructural o numérica, sino una vida franciscana vivida en plenitud, hoy y hasta el último día de nuestra vida. Después de los sesenta años, la persona consagrada todavía tiene mucho que dar y que decir al mundo de hoy. La resignación paralizante impediría al Hermano anciano expresar en plenitud lo más hermoso que posee: lo él que es. ¿Cómo lograr motivar a estos Hermanos, si la misión se entiende casi sólo en términos de eficacia? ¿Cómo continuar la formación permanente en las edades de crisis y de renuncia? Son preguntas profundas que tenemos ante nosotros.

Hemos de reconocer, sin embargo, que muchísimos Hermanos ancianos viven este trecho de su existencia con lozanía, con creatividad, alegría y generosidad. Pero, al mismo tiempo, debemos ayudar a otros que, por diversas causas -cambios frustrantes, heridas de tiempos pasados, incomprensiones...-, sienten la tentación de exclamar, como Elías: «¡Basta ya, Señor! ¡Toma mi vida...!» (1 Re 19,4), y la devuelven antes de tiempo, precisamente cuando sería el momento propicio para entablar nuevas relaciones con Dios, con los otros y con el mundo.

La ancianidad no es el final ni el agotamiento de la vida espiritual, sino, más bien, una reserva de riquezas, de experiencia, de sabiduría, de capacidad para captar lo que es esencial e importante para nuestro mundo. Es menester, pues, crear oportunidades, alentar la manifestación de esta vitalidad callada pero indispensable para los jóvenes de hoy; procurar encontrar nuevos motivos que den plenitud a lo «cotidiano», aunque parezca trivial o insignificante. Toda persona posee una creatividad insospechada y casi ilimitada: ¡Hemos sido creados a imagen de Dios! Debemos favorecerla en todas las etapas de nuestra vida. Dilucidado, motivado y orientado, el papel del anciano en nuestras Fraternidades puede ser precioso y ofrecer servicios decisivos para la recuperación cualitativa de la vida consagrada en nuestras Provincias, como:

el ministerio de la escucha y del diálogo. En un mundo frenético, formado por seres aislados y distraídos y en el que nadie se preocupa de escuchar, la presencia de alguien capaz de acoger, de escuchar, de aconsejar... es como un oasis en el desierto;

el ministerio del acompañamiento de jóvenes y menos jóvenes. ¿Quién mejor que el anciano puede evidenciar la belleza del camino vocacional, ayudando a «leer» y comprender sus etapas, dificultades y riesgos?;

el ministerio de una presencia fraterna-materna estable y fiel, una presencia transida de paz y que reanima nuestra vida de fraternidad. «Con sólo mirar sus ojos se recobraba la paz», decíase de un sabio. Los ancianos pueden ser testigos verdaderos de esa simplicidad contemplativa en la que todo se torna signo y palabra.

2. Disminución de las vocaciones y falta de perseverancia

«Preocupado con la pobreza el hombre de Dios (Francisco), temía que llegaran a ser un gran número, porque el ser muchos presenta, si no una realidad, sí una apariencia de riqueza. Por eso decía: "Si fuera posible, o, más bien, ¡ojalá pudiera ser que el mundo al ver hermanos menores en rarísimas ocasiones, se admire de que sean tan pocos!"» (2 Cel 70b).

¡Ese día ha llegado! En muchas Provincias se advierte una fuerte disminución del número de vocaciones; en otras se percibe una disminución ligera; en todas las Entidades se observa falta de perseverancia, sobre todo en las nuevas generaciones, durante los primeros años de profesión temporal o solemne. Es un fenómeno que afecta a casi todos los Institutos de vida consagrada, así como a las vocaciones sacerdotales y matrimoniales. Este hecho tiene, sin duda, muchas razones, que, en parte, se relacionan con las nuevas situaciones, mentalidades y comportamientos sociales y religiosos observables en todas las culturas del mundo; el «huracán de la globalización» no perdona a nadie; además, cada cultura tiene que vérselas con sus propios problemas.

Es evidente, sin embargo, que el problema vocacional debe encararse y estudiarse a partir de nuestra propia vida, en el seno de nuestras Casas. Los últimos documentos de la Iglesia y de la Orden invitan a revisar con urgencia la calidad espiritual-carismática de nuestra vida y a reestructurar todo el itinerario formativo, que en algunas Provincias se mantiene inalterado desde hace cincuenta años -salvo algún retoque superficial-.

La «enfermedad del número» y la «angustia por la supervivencia» son fenómenos que afectan a casi todas las Provincias; y esto impide una reconstrucción objetiva y espiritualmente serena de nuestras Familias provinciales y de la Orden entera.

La lógica «de la cantidad» no parece concordar con la creatividad de Dios; más aún, puede obstaculizarla (cf. Jue 7,2). Para Francisco el número puede convertirse en una riqueza que induzca a la autosuficiencia y la vanagloria (cf. Adm 5).

Es imprescindible una buena programación de la pastoral vocacional, pero lo esencial es el testimonio de nuestra vida evangélica configurada por nuestro proyecto de vida, bien definido por la Regla, las Constituciones generales y los otros documentos.

Indudablemente el Señor llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. Pero nosotros, por nuestra parte, tenemos el deber de pedir, de orar, de acoger y de acompañar evangélicamente, con el testimonio de nuestra vida y con la palabra, a aquellos a quienes ha llamado el Señor.

Hemos escrutado bastante el camino recorrido en los últimos años, hemos analizado nuestros errores y fracasos, ¡incluso hemos previsto, con estadísticas, lo que nos espera en el futuro! Quizás haya llegado el momento de empeñarnos en el presente, sin miedos, conscientes de nuestra responsabilidad ante la historia que estamos escribiendo hoy.

3. Falta de entusiasmo y de creatividad

«"Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?"... "Todo eso lo he cumplido desde pequeño". Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres... y luego sígueme"» (Mc 10, 17-22).

Todos nosotros, jóvenes y menos jóvenes, nos preguntamos, como el joven rico, qué hemos de hacer por nosotros y por los demás. Buscamos nuestra realización y nuestra identidad en la actividad, quizá en una «actividad contemplativa»: en un hacer más cosas y en hacerlas mejor, sin poner demasiado en tela de juicio la razón de nuestro activismo, que cultivamos desde hace años. El Señor ama nuestra laboriosidad, pero nos pide ante todo una conversión: des-hacernos para re-hacer (cf. Lc 10,41), de manera que la actividad no oscurezca otros valores prioritarios como la escucha de la Palabra, la verdadera relación con Dios, la vida de comunión y de relación en fraternidad. Es decir, primero hay que dejar todas las cosas, seguir al Señor y estar con Él; luego se abrirán ante nosotros todos los caminos de la evangelización, que hay que recorrer de dos en dos (en fraternidad). Debemos encontrar nuestra identidad en aquello «que por encima de todo (los hermanos) deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,8) y, luego, integrar nuestra «actividad» en esta dimensión, para superar más fácilmente esa tentación tan común de comprender nuestro compromiso pastoral como la afirmación protagonista de nosotros mismos y de convertirnos en «padres» de nuestras empresas.

No podemos olvidar que toda forma de evangelización es consecuencia de una llamada gratuita de Dios, que nos envía a trabajar unas horas en su viña. Por tanto, el momento final de la evangelización no consiste en la «dispersión» y la autocomplacencia por los resultados visibles, sino en devolverle a Dios todo cuanto somos, nosotros mismos, y todo el bien que Él dice y hace en nosotros y con nosotros (cf. Mc 6,30-31; Rnb 17,5-6). Somos colaboradores del Espíritu, que es siempre el actor principal de nuestra historia.

De ese modo resulta hermoso encontrar nuestra identidad en una «actividad» enraizada en la dependencia -de Dios y de la Fraternidad-, para poder ser cada vez más ágape, don libre y desinteresado, «proyecto» de Dios para su Reino. Entonces nuestro trabajo pastoral, expresión de comunión con el Señor y con los hermanos, recuperará su verdadera fecundidad, creatividad y esencia misional, como la encontraron los discípulos enviados en nombre de Jesús: gracias a esa superabundante confianza de Dios en nosotros, también nosotros haremos milagros (Lc 10,17ss). En cambio, la pérdida de la armonía de los valores fundamentales de nuestra forma de vida, con la acentuación del valor de la eficacia -a menudo antropocéntrica-, crea un profundo extravío vocacional y una gran desilusión, por falta de unidad interior o debido a la progresiva ineficacia causada por el desfallecimiento de las fuerzas o del número; y cuando así sucede, aflora la tentación de buscarse un camino de «supervivencia», dentro o fuera de la Orden, o se acomoda uno a una vida repetitiva y cansada, enmarcada en estructuras que fueron válidas en otro tiempo, pero que hoy encierran tradiciones carentes de vida.

Efectivamente, en muchos sectores hay Hermanos que trabajan solos, en obras caritativas o pastorales; a veces parece incluso la única salida posible. ¿Es imprescindible actuar solos para ser creativos? Nadie puede negar la generosidad, el éxito, el triunfo. ¿Pero cómo vivir como «Hermanos» sin mantener al menos lazos frecuentes de colaboración y de comunión con las Fraternidades limítrofes, sean o no de la misma Provincia o cultura? De lo contrario, pueden venir a menos los valores fundamentales de nuestra vocación, que consiste en «vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en obediencia (dependencia), sin nada propio y en castidad» (Rb 1,1).

Estas actitudes nuestras corren el riesgo de desconcertar y desanimar a las generaciones jóvenes, que ya no perciben la identidad de nuestro carisma o buscan también un «acomodo» personal.

III. Si osáramos...


«Id, vosotros que sois "los hermanos del pueblo", al corazón de las masas, a esas multitudes dispersas y extenuadas "como ovejas sin pastor", de las que Jesús sentía compasión... Id, pues, también vosotros a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¡No esperéis a que vengan a vosotros! ¡Intentad vosotros mismos alcanzarlos! El amor de Cristo nos impulsa a esto... Toda la Iglesia os lo agradecerá» (Juan Pablo II, Las misiones populares, hoy, 15-XI-1982).

¡Quién puede decir las maravillas, los milagros que Dios haría con nosotros y a través de nosotros si, como Francisco, osáramos poner en Él toda nuestra confianza! Dios nos tiene una confianza increíble, no obstante nuestra fragilidad, nuestros límites, traiciones, negaciones... Está siempre dispuesto a «levantarnos», a abrirnos las puertas de su casa, a enviarnos al mundo entero, a pesar de nuestra edad, de nuestro cansancio y de nuestras desilusiones (cf. Elías, en 1 Re 19). Necesitamos recobrar esta confianza, intuir y experimentar, como Francisco, la presencia viva y paterna de Dios.

Francisco emprende su nuevo camino con los ojos fijos en el «Padre que está en los cielos»; «sigue desnudo a Cristo desnudo» mediante un nuevo «bautismo de deseo», el de pertenecerle sólo a Él. Así, se convierte en ágape -en don gratuito para los últimos (los leprosos)- en el seno de la Iglesia, por el Reino de Dios y por el mundo: fuera de los muros de su ciudad, fuera de Asís (LM 4,2).

1. Recobrar la unidad en la diversidad

«La vida de comunión fraterna exige de los hermanos la unánime observancia de la Regla y Constituciones, un estilo similar de vida, la participación en los actos de la vida de fraternidad, sobre todo en la oración común, en el apostolado y en los quehaceres domésticos, así como la entrega, para utilidad común, de todas las ganancias percibidas por cualquier título» (Constituciones Generales 42 § 2).

Ante todo debemos ser reconocidos y dar las gracias a la Orden, a los Ministros, a los Definidores y a sus colaboradores que nos han guiado a lo largo de estos últimos y difíciles años postconciliares a través de la recuperación progresiva de nuestra identidad. Con plena seguridad podemos afirmar que nuestra Familia posee ahora un rostro nítido y bien delineado gracias a las Constituciones Generales -tan profundas y actualizadas- y a todos los otros documentos que han contribuido a iluminar cada vez más nuestra vida, la formación inicial y permanente, la evangelización como nuestra «razón de ser», bien enraizada en la contemplación. Nadie puede afirmar hoy que falte claridad a nuestro proyecto de vida evangélica. Pero quizás no logra convertirse en un proyecto existencial y en un nuevo estilo de vida. El problema de estos instrumentos que han marcado el camino franciscano durante los últimos años no consiste en ser demasiados o demasiado extensos o poco claros: el verdadero problema es que han sido acogidos (cuando han sido acogidos...) como «documentos» y no como importantes instrumentos para reestructurar y reanimar nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, preguntémonos -y respondámonos con sinceridad-: ¿Cuándo hemos leído por última vez las Constituciones Generales?

Así nuestra vida diaria se está desintegrando y fraccionando a partir de los incontables compromisos y deseos suscitados en nosotros por un mundo demasiado consumista. Debemos sustituir la cultura de la apariencia, de la inmediatez y de la eficacia, propia de nuestro mundo «global», con una cultura de la interioridad, del silencio, de la escucha obediente, de la fecundidad divina. A pesar de los fracasos, más aún, aleccionados por éstos, debemos pasar de la lógica de la evidencia y del «siempre se ha hecho» a la lógica de la confianza.

Es urgente reconstruir nuestra unidad interior, basándola sobre una formación espiritual sólida que sepa integrar cuanto somos y cuanto hacemos en una identidad pacificada y en la que la Palabra de Dios -acogida como acontecimiento siempre nuevo- y la Eucaristía -recibida como fuerza para el camino en seguimiento de Cristo- vuelvan a ser el fundamento de nuestra construcción.

Es importante saber descubrir en todos los acontecimientos de nuestra historia «un sendero que conduce a Dios», pues «todo cuanto sucede es adorable» (L. Bloy), integrando así todo en la comunión con el Dios de nuestra vida y de nuestra historia. Pero todo esto supone imprescindiblemente disciplina:

invirtiendo tiempo, espacios y personas;

reconstruyéndole a Dios «una morada» en nuestro corazón (cf. Rnb 22, 27), centro de nuestro actuar y de nuestra afectividad.

Debemos pedir al Señor todos los días la gracia y la fuerza de hacer lo que sabemos que Él quiere y de querer siempre lo que le agrada (cf. CtaO 50).

Descuidando el deber de examinarnos a la luz del proyecto evangélico de vida que nos une, nos hemos arriesgado a que cada Hermano, cada Fraternidad y cada Provincia hicieran su proprio proyecto, quizás a la luz de su cultura, oscureciendo el sentido de nuestra pertenencia universal. Y esto es grave. No se trata de imponer una «uniformidad asfixiante» que no tenga en cuenta las diferentes culturas, ni se quiere favorecer un centralismo legalista y monárquico; de lo que se trata, en realidad, es de dar testimonio de nuestro carisma. No podemos llamarnos «Hermanos» cuando no hay relaciones entre nosotros o, peor todavía, cuando se nutren desconfianzas y prejuicios que impiden el diálogo constructivo y el servicio fraterno que la Regla y las Constituciones Generales nos piden.

El fundamento de nuestra vida fraterna consiste en abrirnos, cotejarnos, acogernos y dialogar; ésos son los instrumentos para iluminar, fortalecer y actualizar nuestro proyecto evangélico común; ésa es la condición para que nazcan nuevas motivaciones que estimulen la creatividad y ayuden a recobrar la confianza en nosotros mismos y en los demás.

Ha habido «dispersión» en nuestras relaciones entre el centro de la Orden y las Provincias, entre unas y otras Entidades (Custodias - Provincias) y, a veces, entre las Casas de la misma Provincia. Es imprescindible que nos convirtamos a la unidad y reconciliemos las diferencias -para que vuelvan a ser riqueza constructiva y no motivos de división-:

descubriendo nuevamente nuestra identidad de «hermanos menores», más allá de nuestros ministerios, de los títulos académicos, de las posibilidades económicas, de supuestas preeminencias clericales, culturales o étnicas;

favoreciendo la unidad en la diversidad, suscitando, acogiendo y acompañando las distintas expresiones de vida franciscana (contemplación, inserción entre los pobres, itinerancia...) o las diferentes formas de evangelización, sin menoscabar los valores fundamentales de nuestro carisma ni la unidad de la Fraternidad universal o local.

2. Volver a asumir los votos y su fuerza liberadora

«La Regla y vida de los Hermanos Menores es ésta; conviene a saber: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin proprio y en castidad» (Rb 1,1).

«La regla suprema de la vida religiosa, su forma última consiste en seguir a Cristo según la enseñanza del Evangelio. ¿No es acaso esta preocupación la que ha suscitado en la Iglesia, a lo largo de los siglos, la exigencia de una vida casta, pobre y obediente?» (Pablo VI, Evangélica testificatio 12).

En este camino en seguimiento de Cristo, los votos religiosos expresan, también hoy, nuestra entrega total a Dios y a los hermanos. Los votos religiosos, liberándonos de la idolatría del poder, del tener y del placer, potencian la naturaleza humana en su expresión positiva y abren a una relación-encuentro purificada de toda sombra de dominio y de explotación. Trazan un camino hacia el amor verdadero (castidad), una solidaridad real (pobreza) y una disponibilidad-responsabilidad sin reservas (obediencia); expresan y manifiestan la adhesión total a Dios y a nuestro proyecto evangélico de vida, unificando y simplificando nuestra existencia cotidiana.

Como siempre, a lo largo y a lo ancho de la historia y de las diversas culturas, los votos son signos de contradicción y de esperanza. En nuestro mundo, que asiste a un continuo despertar de fantásticos deseos -nuevos y contradictorios- y se está convirtiendo en un supermercado al servicio de la satisfacción de dichos deseos, los votos, que exigen el compromiso de vivir fielmente la forma de vida, gozan de poca estima. Si no sabemos encarnarlos en las aspiraciones del hombre moderno a la libertad, la solidaridad y la felicidad verdadera, nunca serán aceptados.

El voto de obediencia

«¡Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!... La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo» (SalVir 3.14-16).

«Y, cumplido el año de la probación, sean recibidos a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta vida y regla» (Rb 2,11). El proyecto de vida y la obediencia son una misma cosa. «Y mientras perseveren (los hermanos) en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida, sepan que se mantienen en la verdadera obediencia, y sean benditos del Señor» (Rnb 5,17). La forma de vida es el horizonte y el punto de llegada al que todos debemos mirar y a cuya luz debemos vernos todos: los súbditos y quienes prestan el servicio de la autoridad. El amor al Padre y el seguimiento de Cristo hasta el fin, por el bien de los hermanos, fue lo que trastocó la vida de Francisco y lo que debería revolucionar la vida de cada uno de los Hermanos. Si la autoridad se pone a servir, «lava los pies» y se da por entero, como hizo Cristo, el súbdito se entrega a Dios. «El súbdito no tiene que mirar en su prelado al hombre, sino a aquel por cuyo amor se ha sometido» (2 Cel 151b). Francisco considera la obediencia como una virtud teologal, como una virtud referida directamente a Dios-Amor: Dios es su objeto y el amor a Dios su motivo. En la criatura, la «obediencia» es el nombre del amor a su Creador y Padre: ambos, amor y obediencia, son una sola y misma realidad. Por eso la llama Francisco hermana gemela de la caridad (cf. SalVir 3). La obediencia es «entrega» incondicional a la Fraternidad, además de acogida total e inerme de los Hermanos; incluso frente a un bien espiritual «mejor» está llamado cada uno a entregarse al superior en favor de la Fraternidad: «Ésta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo» (Adm 3,6).

El Ministro general de la Orden es el Espíritu Santo (cf. 2 Cel 193). Todos, autoridades y súbditos, están obligados a obedecerle y a ponerse al servicio del proyecto de vida evangélico. Sirviéndose y obedeciéndose mutuamente es como se progresa en el camino hacia este Amor (cf. Rnb 5,17).

¿Pero este modo de pensar tiene sentido para el hombre de hoy, sediento de independencia y deseoso de libertad? El sentido de la autoridad está en crisis; la autoridad no está «de moda»: ni en la familia, ni en la escuela, ni en la política, ni en la Orden... ¡La única autoridad que, quizás, se reconoce es el poder económico! La obediencia, por tanto, está en crisis. Sin embargo, no hay ningún ser humano sin estructuras de dependencia; más aún, las formas de esclavitud son hoy en día tantas y tan constrictivas que no sabemos cómo librarnos de ellas. Tenemos un arduo y delicado trabajo que cumplir: la búsqueda nunca concluida de relaciones armónicas entre la persona y la comunidad. Francisco las buscó y las encontró. Más que oponerse, la conciencia personal y la autoridad deben completarse y armonizarse en el proyecto evangélico, inspirándose en el amor del Señor, en la obediencia al único Espíritu. Cuanto más enraizado esté en determinados valores fundamentales elegidos por él mismo, tanto más libre e independiente se sentirá el hombre. Y entonces obedecer no significa renunciar a ser uno mismo, sino ponerse al servicio de una causa, como hizo Cristo. Reivindicar los derechos personales y privativos, una libertad «personal» usada con frecuencia en proprio provecho y sin tener en cuenta la libertad del otro, se convierte de hecho en violencia e injusticia. «La experiencia subjetiva se legitima sólo vinculada con los demás». A veces metemos ciertos aspectos de nuestro comportamiento en el ámbito de la privacidad: «Tú déjame a mí libre, que yo no me meteré contigo...». Pero esta forma de libertad deberá carearse siempre con el proyecto común de vida, para no estar exclusivamente en función del proprio interés individualista.

La autoridad tiene encomendado un papel importante e indispensable en este proceso de relación, un papel que se debe repensar y reevangelizar con miras a un servicio-don recibido de Dios, con miras a una misión claramente espiritual (Constituciones Generales 45-46). Dejarse «poseer», como los profetas, por esta misión es una garantía para la comunidad. Tanto el autoritarismo como el permisivismo paralizan y hacen fracasar el camino de la Fraternidad y el camino de la persona, creando desconfianza en las relaciones e induciendo a la huida en un fácil consumismo de ideas y de modelos propuestos por los medios de comunicación; es la muerte de la creatividad.

La autoridad que se deja guiar por el Espíritu, escuchando y colaborando con los otros (Definidores, Guardianes, Formadores, Hermanos...), puede abrir nuevos horizontes. Se vuelve guía y acicate hacia la meta; facilita y provoca opciones evangélicas en Fraternidad; se preocupa -más que de realizar cosas o de mantener cosas sin vida- de que entre los Hermanos nazcan ideas, motivaciones; sabe generar confianza y sentido de pertenencia, requisitos indispensables para la innovación y la creatividad en la Fraternidad. Pero no todos los Ministros y Guardianes son libres, motivados y entusiastas en el servicio a sus Hermanos...

«Sin nada propio»

«Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos a fin de que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).

El voto de pobreza nos libra de la avidez de acumular, de la sed insaciable de poseer cuanto más se pueda, lo mejor posible y cuanto antes, pues hemos encontrado nuestra «riqueza a saciedad» (AlD 4). Nos libera de cualquier forma de posesión, por lo que no absolutizamos la casa donde vivimos ni el trabajo que hacemos ni las compensaciones, materiales o psicológicas, que «merecemos». «Quien no renuncia a todo lo que tiene...». El Señor no pide el desprendimiento de algunas cosas, sino el desprendimiento de todo, para ser Él «el todo» del hombre. «Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (Rb 6,1). No se trata de una ascesis egocéntrica, sino de un camino de justicia, de solidaridad, de amor a los otros y con los otros: un camino de libertad personal y comunitaria que hará más creíble nuestro anuncio misionero.

El Maestro y Señor de la mies y de la viña nos envía a evangelizar como peregrinos, sin que nos apropiemos de «nuestro» trabajo ni de «nuestra» gente ni de «nuestros resultados». Debemos sin duda trabajar con generosidad y seriedad, haciendo fructificar las cualidades y los dones que nos ha dado el Señor; pero el triunfo no es el único criterio que hay que tener en cuenta: debemos mirarnos siempre a la luz del proyecto evangélico y comunitario de vida, para que sea testimonio y signo de que pertenecemos al Señor y no a «nuestro» trabajo, de manera que, como Abraham, como los apóstoles y como Francisco, estemos dispuestos a «dejar nuestra tierra» y a ponernos en marcha hacia horizontes desconocidos. No raras veces turba nuestras relaciones fraternas la falta de libertad ante el dinero y las cosas. En ocasiones no logramos distinguir entre lo necesario, lo útil y lo superfluo. Nos dejamos llevar fácilmente por la lógica consumista del mundo, pecando contra la justicia y la solidaridad con quienes carecen de lo necesario, olvidando «restituir» todo a Dios, como quiere Francisco (Rnb 17,17), y descuidando la dependencia de los otros en el uso del dinero.

Hay Provincias en las que los Hermanos y las Fraternidades son ricas, mientras que la Provincia es pobre. Esto no sólo es una falta contra la pobreza, sino también contra la justicia, la comunión fraterna, la solidaridad. A veces las Provincias no advierten las necesidades de la Fraternidad universal. ¿Se trata simplemente de una distracción o es también falta de confianza, de sentido de pertenencia? Ha sido hermoso ver cómo llegaban a la Curia general ofertas modestas enviadas por las clarisas de África para ayudar a paliar las consecuencias que el terremoto causó a las Hermanas de Asís. Si pasa por Roma, la ayuda será ciertamente menos rápida o verificable, pero será sin duda más evangélica y creará menos dependencias. Sabemos bien que nuestras ofertas pueden resultar ambiguas para quien las ofrece o para quien las recibe.

A algunos Hermanos (no muchos) les resulta difícil poner en común la recompensa recibida por su trabajo (¡buscado a menudo por ser rentable!) o las ofertas que han recibido por cualquier otra razón, convirtiéndose así en administradores directos de «sus bienes»: este actuar no concuerda con nuestra Regla y puede destruir la vida fraterna. ¡Cuántos abusos con el dinero, cuántos Hermanos sacrificados por estructuras poco evangélicas y sin vida! ¡Que Dios nos perdone!

La libertad en la pobreza nos hace fácilmente hombres de comunión, de solidaridad, de coparticipación, y nos ayuda a ser creadores de relaciones nuevas, gozosas y proféticas entre los hombres de nuestro tiempo.

El voto de castidad

«Riguroso en la disciplina, (Francisco) estaba en continua vigilancia sobre sí mismo, prestando gran atención a conservar incólume la pureza del hombre interior y exterior» (LM 5,3).

También el voto de castidad puede encontrar su función profética en un mundo constantemente a la búsqueda de placer fácil y cambiante. Los puros de corazón, según Francisco, son aquellos que «nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16, 2). Narrando la conversión de Francisco, la Leyenda de los tres Compañeros dice: «Y desde aquel momento dejó de adorarse a sí mismo» (TC 8). Nuestra castidad es la purificación progresiva de un amor narcisista y adolescente, para emprender y progresar en un camino de relaciones maduras, gratuitas, puras, libres de todo interés egocéntrico. Dominar la sexualidad significa aprender a ser dueño de las propias relaciones. El centro de todo, una vez más, es el descubrimiento de un amor en el que uno se «deleita» y al que uno entrega la propia vida. En efecto, el sentirse amado a suficiencia es justamente lo que hace feliz al hombre y lo convierte en generador de nueva vida, de amor, de paz y de comunión. Escuchemos a Francisco: «Para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras energías y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no de otra cosa...» (ParPN 5). La «corporeidad» se vuelve sacramento de lo espiritual y todo, alma y cuerpo, se transforma en lenguaje perceptible que expresa una realidad y una comunión más gratificante y generadora de más felicidad que la que produce la entrega de los cuerpos a un placer cerrado, limitado e insatisfecho.

Sin duda, ¡no se alcanza esta cumbre en un día! Entre otras cosas, habrá que aceptar una soledad «habitada por Dios», típica de la vida consagrada, y convivir con ella. Sabemos que no existe una afectividad plenamente satisfecha ni una sexualidad naturalmente perfecta, ni en los célibes ni en los casados. A menudo aquí radica la fuente de la revelación de los propios límites. Pero eso no impide caminar en seguimiento de Cristo. El Señor no llama a los perfectos y a los puros, sino a los pecadores para que se conviertan, como Leví, como Zaqueo, como la Samaritana. Buscando la integración, aunque sea fatigosa, de todas nuestras instancias y tendencias -sean heterosexuales o homosexuales-, no podemos ceder a compromisos con nuestras inclinaciones ni a justificar una «tercera vía» o una «doble vida» para vivir nuestra sexualidad y castidad. Francisco nos diría: «Después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle» (Rnb 22,9).

A quien quería abrazar la vida evangélica, el Poverello sólo le ponía una condición: la conversión, que significa re-orientar por entero la propia vida al Señor. Si Francisco, por una parte, pide perdón y misericordia por todos los pecadores, por otra, expulsa con severidad a quien pacta con el pecado (Rnb 13), «porque el diablo quiere que vivamos carnalmente para arrebatarnos el amor de nuestro Señor Jesucristo» (Rnb 22,5). Todos debemos tender a esta radicalidad y ayudarnos recíprocamente. Somos responsables de nuestros Hermanos que faltan a su promesa y tenemos el deber de corregirlos y de acompañarlos con misericordia en el camino de la conversión (Rb 10; Adm 22; Lm 13-16). La vida fraterna serena es una ayuda indispensable para vivir este empeño de consagración. En la profesión nos confiamos mutuamente unos a otros y tenemos la responsabilidad de corregirnos fraternalmente cuando faltamos a nuestro proyecto de vida. Con demasiada frecuencia, por desgracia, en nuestras Fraternidades se sustituye la corrección fraterna con la crítica o la maledicencia. Algunos Hermanos quizás no habrían abandonado su vocación si en el momento oportuno hubieran encontrado a alguien dispuesto a ayudarles con misericordia.

3. Restituir autenticidad, credibilidad y visibilidad a nuestro proyecto de vida

«Como consagrados, una de nuestras características ha de ser la de captar la presencia de Dios, escucharlo, contemplarlo, testimoniarlo con nuestra vida y anunciarlo con la palabra. El futuro dependerá mucho de nuestra capacidad de testimoniar a Dios, presente en nuestro complejo mundo, traduciendo en la vida la experiencia que tenemos y adquirimos de Él en nuestro seguimiento de Jesucristo pobre, tras las huellas de Francisco de Asís» (H. Schalück, Llenar la tierra... 111).

Si algunas Fraternidades creyeran realmente que nuestro proyecto evangélico de vida es un mensaje de reconciliación y de liberación para el mundo de hoy, y si su actuar se inspirara en esta certeza y estuviera dirigido íntegramente por ella, cambiarían muchas cosas en nuestra Orden y en nuestro mundo. Estoy convencido de que la pasión y el amor por nuestra vocación son una realidad adquirida en casi todas partes, pero que debe convertirse en presencia viva, activa y operante por encima de nuestras estructuras mentales y ambientales, por encima del miedo por la supervivencia que nos empuja a la pura conservación, por encima de los fracasos y de los resentimientos vinculados con el pasado, por encima de la edad y del número, por encima, sobre todo, de la dicotomía entre el ser y el hacer.

Quizás el mayor reto sea el de la visibilidad, el de una presencia inculturada. Estamos llamados a crear una visibilidad que responda a nuestro tiempo presente, en un mundo extraviado y sediento de signos de salvación, de signos auténticos que sepan manifestar y encarnar aquello que nos habita, aquello en lo que creemos, aquello por lo que vivimos.

Para llevar a cabo una espiritualidad así son esenciales tres elementos:

Claridad y autenticidad de la propia identidad espiritual, carismática.

Comprensión y discernimiento de instrumentos, medios y signos para el diálogo que sean comprensibles para nuestro mundo, a fin de poder transmitir el don recibido, la riqueza carismática, partiendo de las exigencias vitales de una determinada cultura.

Decisión y valentía, personal y comunitaria, para emprender con fe este camino de realización, de visibilización, que acepta la lógica de la encarnación y recorre su mismo itinerario.

Para nosotros, franciscanos, el diálogo con el mundo de hoy, sobre todo con el mundo joven, no es algo que podemos tomar o dejar, sino una exigencia. Hemos sido llamados para ser enviados al mundo, para una misión -como hombres de Dios, en fraternidad y minoridad- a un mundo que cambia y que busca. Hemos sido llamados a abrir nuevos espacios, más humanos y alternativos, a crear una cultura de diálogo, de solidaridad, de compasión y de aceptación de nuestras distintas realidades.

No se trata, pues, de «demonizar» el mundo, los medios de comunicación, la mundialización o la cultura juvenil de hoy. Tampoco se trata de convertirlos en una «droga», de alimentarnos de todo, de imitar y asimilar todo dejándonos invadir el alma y el cuerpo. Es importante cultivar una actitud crítica positiva -no superficial- que nos ayude a discernir con inteligencia y sin miedo los signos de la presencia de Dios.

Jesús buscaba a la gente y fue solidario con la historia, pero se mantuvo distante de los equívocos que la gente y la historia proponían.

Liberemos y alentemos a los Hermanos entusiastas y dispuestos a reemprender el camino evangélico entre los hombres de hoy, en todos los continentes. Acompañémoslos y sostengámoslos con nuestra confianza y nuestra corrección fraterna, donde sea necesario. Preparemos espacio al Espíritu en el corazón de todos los Hermanos, para que nazcan entre nosotros nuevos profetas, nuevas Fraternidades proféticas en las que exista una relación verdadera con las personas, en las que nuestra espiritualidad enlace con la vida cotidiana e interprete las aspiraciones más profundas de las personas que viven a nuestro lado.

Conclusión

«El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús...". "¿Cómo será esto posible, pues no conozco varón...". "El Espíritu Santo vendrá sobre ti... Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible". María contestó: "Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra"» (Lc 1,30-38).

Queridos Hermanos: al comienzo del tercer milenio de la historia de la salvación, que nos recuerda el amor inmutable de Dios al hombre, emprendamos, a ejemplo de María, Madre de Dios y «Virgen hecha Iglesia», un nuevo camino de fidelidad.

El primer paso que el Señor nos pide, como se lo pidió a María, es vencer el miedo que nace en nosotros cuando nos apoyamos sólo en nuestras propias fuerzas y «posibilidades», cuando nuestros horizontes no van más allá de nuestras preocupaciones de supervivencia o de eficacia antropocéntrica. Entonces, libres de temor, tendremos la audacia de emprender nuevos senderos, no trazados, no evidentes, no gratificantes, como hicieron Francisco y Clara, pues cuando confiamos en el Señor, «ante quien hemos encontrado gracia», tenemos la certeza de que en Él y con Él todo es posible.

Es importante hacer memoria de nuestro pasado vocacional, de la llamada del Señor, de la intimidad con Él, de su Palabra acogida con total disponibilidad. Al mismo tiempo, como los discípulos miedosos después de la Resurrección, hemos de dejar que Jesús irrumpa en nuestro hoy, «en medio de nosotros» (cf. Jn 20,19), para que «penetre a través de las puertas cerradas» de nuestras seguridades y de nuestras defensas -interiores y exteriores- y revolucione nuestra vida con su presencia.

«¿Cómo será esto posible?». Si acogemos y custodiamos su Palabra transformante en un corazón puro, si nos dejamos convencer (animar) más por su presencia eficaz que por nuestros cuerdos cálculos de éxito, si nos adherimos a sus proyectos más que a los nuestros y nos entregamos a Él por entero..., para Dios todo es posible.

«Hágase en mí según tu palabra». Ésta es la «entrega» total que Dios espera de nosotros, entrega que podemos confirmar renovando diariamente y con valentía los compromisos de nuestra profesión religiosa, expresando con la vida nuestra total disponibilidad a Dios y a los hermanos. Ciertamente, a este «sí» seguirá, como en el caso de María, el silencio más que los éxitos evidentes, pero será el silencio fecundo de Dios, acompañado de la cruz y verificado mediante signos pobres como la vejez y la esterilidad de Isabel (cf. LM 8,2).

El envejecimiento y la falta de vocaciones son precisamente los signos que se nos ofrecen en este momento histórico. ¿Son signos de triste resignación, de abandono a una estéril añoranza del pasado o a un mero esfuerzo de supervivencia? «Para Dios nada hay imposible». El Espíritu puede transformarlos en realidad de vida, de esperanza y de creatividad, en canto de alegría y de alabanza a Dios para quien todo es posible: ¡Magníficat! Una inmensa cantidad de signos anunciadores de nuevos tiempos nos estimulan y provocan -como en ningún otro tiempo- hoy en día; corresponde a nosotros convertirlos en generadores de nueva vida, iluminándolos con nuestra fe, que es confianza, adhesión y decisión en el Señor. Como María, debemos «concebir» la Palabra (cf. 2CtaF 53), experimentar esta presencia del Espíritu que vive en nosotros y en medio de nosotros para que seamos en el mundo verdaderos portadores de la Buena Noticia.

La vocación que hemos recibido nos responsabiliza ante los hombres de nuestro tiempo que buscan por doquier personas de Dios y lugares de auténtica espiritualidad para dar significados nuevos a su existencia. No los defraudemos. «Procura ser tan bueno como dicen todos que eres, pues son muchos los que tienen puesta su confianza en ti. Por lo cual te aconsejo que nunca te comportes contrariamente a lo que se espera de ti» (2 Cel 142a).

Francisco nos dirige una vez más su mensaje y su reto: «He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra» (2 Cel 214b).

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